Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

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sábado, 31 de enero de 2015

La astucia de la tortuga y la astucia del hombre .067

En una parte del río vivían los hombres y en la otra vivían los animales. Cada día, de la parte de los hombres salía un cayuco con un muchacho que recorría el río buscando pescado: barbos, langostinos...
Un día, en el anzuelo solamente había un barbo podrido. El mu­chacho lo metió en el cayuco y se dirigió a la otra parte del río. Allí encontró al antílope, que estaba preparando la comida para todos los animales mientras los demás andaban por el bosque. El muchacho le saludó, y le pidió sal, picante y hojas para poder preparar su pescado. Cuando el antílope se lo hubo dado, el chico pretendió poner su pesca­do en la olla, para irlo cocinando con el resto de la comida que el antílope había dispuesto.
El antílope no estuvo de acuerdo: «Espera un poco. Te dejaré meter tu. pescado en la olla cuando yo haya terminado y separe la comida para todos mis compañeros. Porque si tú ahora metes ese pescado podrido en la olla, toda la comida adquirirá mal gusto». El muchacho insistía, y llegaron a las manos: el muchacho pudo con el antílope, le ató y lo colgó del techo; y entonces se comió una buena parte de la comida, desparramó el resto por toda la casa y lo desordenó todo antes de marcharse.
Cuando los animales regresaron y se dieron cuenta de aquel desas­tre, se enfadaron mucho con el antílope: «Volvemos a casa muertos de hambre, y en lugar de encontrar la comida preparada lo encontramos todo desordenado. ¿Para eso te has quedado?». El antílope les contó todo lo que había sucedido, pero los demás no le hicieron mayor caso y le castigaron a permanecer colgado del techo, tal como el muchacho le había dejado.
Al día siguiente, dejaron al mono al cuidado de la casa. El mucha­cho también había pescado un pez podrido, y se repitió la misma escena: el mono le procuró sal, picante y hojas; pero no permitió que metiera su pescado en la olla junto con el resto de la comida. El mono, después de una dura pugna, terminó también colgado del techo. Y allí se quedó cuando los demás animales regresaron del bosque y advirtie­ron que tampoco había sabido cuidar de la casa suficientemente.
Durante los días sucesivos, todos los animales que se quedaron a cuidar la casa sufrieron la misma humillación. La tortuga, cada vez que regresaban del bosque y observaban el nuevo saqueo del mucha­cho, se ofrecía como voluntaria para el día siguiente. Pero nunca la aceptaban. Hasta que el muchacho venció incluso al gran elefante. Entonces decidieron permitir a la tortuga que al día siguiente se en­frentara al chico.
Por la mañana, la tortuga cavó un gran hoyo junto a la casa. Y metió en él una cuerda que ató también a la pared. Cuando el mucha­cho llegó y empezó a insistir en su deseo de meter el pescado podrido en la olla, empezó la pelea. La tortuga, entonces, corrió hacia el aguje­ro; y, cuando vio que el muchacho seguía persiguiéndola, estiró la cuerda y el muchacho cayó de bruces en el agujero.
De vuelta a casa, los animales ponderaron la sabiduría y la astucia de la tortuga. Descolgaron a todos los animales que habían sufrido la humillación del muchacho, y se dirigieron hacia el agujero para comér­selo.
Entonces el muchacho hizo gala también de una astucia refinada. Les dijo: «Antes de matarme, os explicaré cómo podéis convertiros en hombres blancos». Los animales se interesaron mucho por la cuestión, atraídos por la idea de ser hombres y blancos. El chico prosiguió: «Te­néis que cavar un gran agujero y clavar en el fondo muchas lanzas con las puntas hacia arriba. Luego debéis saltar al hoyo con los ojos cerra­dos; y al llegar al suelo ya seréis hombres blancos. Solamente el que llegue el último continuará siendo un animal».
Los animales creyeron las argucias del muchacho: prepararon el hoyo, metieron las lanzas y se tiraron a la muerte. El muchacho regre­só a su poblado y llamó a toda la gente. Acudieron todos al poblado de los animales, los recogieron del fondo del agujero y se los llevaron para comérselos. Su ambición les había hecho cavar su propia muerte.

Fuente: Jacint Creus/Mª Antonia Brunat


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