Ngwalezie,
la mujer de Ndjambu, tuvo un hijo y una hija: Ugula
e Ilombei.
Ambos fueron creciendo y, al cabo, llegaron a la edád de casarse.
Entonces Ugula pidió a Ndjambu que le dejara contraer matrimonio
con su hermana Ilombe. Ndjambu le contestó: «No deberías casarte,
porque las mujeres no son capaces de tener amor como los hombres.
Deja que lo consulte con la almohada».
Se
fueron a dormir y, al día siguiente, Ndjambu dio su consentimiento:
«Podrás casarte con tu hermana, si aceptas lo siguiente: que cuando
uno de los dos muera, el otro deberá acompañarle en el ataúd.»
Ugula e Ilombe se casaron e hicieron vida matrimonial durante
dos meses, al cabo de los cuales Ugula murió.
Ilombe,
recordando lo prometido a su padre Ndjambu, se metió en el ataúd
junto al cadáver de su hermano. Y, al verse encerrada y bajo tierra,
empezó a desesperar de su suerte. Pero sucedió que un ratón iba
excavando la tierra hasta el féretro de la pareja y, al entrar en
él, sacó un pequeño fruto que traía en la boca y frotó con él
la cabeza y el corazón de Ugula, devolviéndole la vida.
Ilombe
y Ugula empujaron la tapa del ataúd con todas sus fuerzas, y
pudieron salir a la carretera. Era de noche y Ugula tenía sueño: se
metió el fruto mágico en el bolsillo, reclinó la cabeza sobre las
rodillas de Ilombe, y se durmió plácidamente. De pronto se oyó el
ruido de un motor. Instantes después, un coche se detenía frente a
la pareja. A Ilombe le gustó aquel conductor; y, procurando que
Ugula no se despertara, se fue con él.
Cuando
Ugula despertó de su sueño, sufrió una pena profunda y recordó
las palabras de su padre: «Las mujeres no son capaces de tener amor
como los hombres». Aun así, se vistió con los andrajos más
miserables que pudo encontrar y, siguiendo las huellas de los
neumáticos, llegó a la casa donde Ilombe vivía con su nuevo
amigo. Pidió trabajo y el hombre le dijo: «Podrás trabajar aquí;
pero no toques los alimentos, porque vas tan sucio que debes tener
sarna. Y, si alguna vez robas algo, te cortaré el cuello».
Ilombe,
sin embargo, le había reconocido a pesar de los andrajos. Y advirtió
a su amigo: «Has hecho mal aceptando a este empleado, porque es
un brujo». Y, cada vez que comía, le tiraba los restos que le
sobraban diciéndole: «¡Come esto, perro sarnoso!». ¡Cuánta
razón había tenido el viejo Ndjambu!
Hasta
que llegó el día en que Ilombe decidió terminar con él: se quitó
el anillo que su amigo le había regalado y lo escondió en el
bolsillo de Ugula. Cuando el amigo de Ilombe regresó a casa, quiso
saber dónde se encontraba aquel anillo. Y, al aparecer dentro del
bolsillo de Ugula, creyó que lo había robado; y se dispuso a
cortarle el cuello.
Ugula
suplicaba a Ilombe: «Si me corta el cuello, dispón que mi cuerpo
sea trasladado a tu habitación; y, una vez allí, devuélveme la
vida con el fruto mágico». Ilombe no quiso responderle. Cuando su
amigo le hubo cortado el cuello, ordenó que echaran su cuerpo al
mar.
Pero
uno de los empleados, que había seguido la anterior conver-sación,
solicitó poder enterrar a su compañero. Al poder disponer de su
cuerpo, se lo frotó con aquel fruto y, al instante, recobró la
vida.
Ugula
recordó de nuevo las palabras de su padre: «Las mujeres no son
capaces de amar como los hombres». Y se fue de aquel lugar hasta
llegar a un lejano poblado. Resultó que el rey de aquel poblado
había muerto hacía poco tiempo. Y sus hijos daban muerte a todos
los que se acercaban. Ugula suplicó de nuevo: «¿Cuántas veces
tendré que morir? Perdonadme la vida y resucitaré a vuestro padre».
No
le creyeron una palabra, pero quisieron hacer la prueba: Ugula se
encerró con el cadáver del rey y recompuso su cuerpo. A
continuación le puso sus vestidos. Y, finalmente, lo frotó con
el fruto mágico. Él recuperó el aliento y se levantó. Los hijos
del rey, locos de alegría, abrazaban a Ugula y le agradecían aquel
milagro.
Para
celebrarlo, decidieron celebrar una gran fiesta. Ugula insistió en
que debía invitarse incluso a los poblados más alejados. De manera
que, el día de la fiesta, Ilombe compareció entre los invitados.
Reconoció a su hermano inmediatamente y temió lo peor.
Efectivamente, Ugula contó su historia; y la gente, enardecida, se
abalanzó sobre la pobre Ilombe y le dio muerte.
Ugula
había tomado cumplida venganza. La gente le proclamó rey; y gobernó
siempre con sabiduría, recordando en todo momento las palabras de su
padre: «Las mujeres no son capaces de amar como los hombres».
Fuente:
Jacint Creus/Mª Antonia Brunat
0.111.1
anonimo (guinea ecuatorial) - 055
i
Parece
una versión de un cuento fang.
No hay comentarios:
Publicar un comentario