En
un poblado toda la gente vivía sin jefe que les dirigiera. Algunos
se levantaron para decir: «¿Por qué no designamos a un jefe como
hacen todos los poblados?». Hubo alguien que se opuso: «Si
designamos un jefe, empezará a dictar leyes y tendremos que
cumplirlas. Más vale que cada uno siga su camino, y que nadie sea
más que los otros».
Al
cabo de un tiempo, unos bandidos encontraron a ese hombre en el
bosque y le pegaron. Él se dirigió a pedir ayuda, pero no hubo
nadie en el poblado que quisiera socorrerle. Se quejó delante de
todos: «¿Cómo es posible que cuando alguien se encuentra en apuros
nadie le ayude?». Y le respondieron: «Esto sucede porque no tenemos
a ningún jefe que pueda ordenar a los más fuertes que persigan a
esos bandidos».
El
hombre no compartía esa opinión. Se fue del poblado e intentó
vivir en el bosque; regresó al cabo de poco tiempo, porque los
animales le molestaban mucho. Le dijeron: «¿Otra vez por aquí?
¿Todavía crees que puedes hacer o saber exactamente igual que los
demás?».
Como
el hombre siguiera en sus trece, le llevaron donde vivía una tortuga
y le propusieron: «Amiga tortuga, ¿puedes hacerle comprender que
tú sabes más que él?». La tortuga se dirigió al hombre y le
pidió que le preparara unos plátanos. Cuando ya estuvieron
preparados, le indicó que se los metiera por el ano. El hombre
empezó a hacerlo, y cuando le metía el último la tortuga apretó
las nalgas y le quedó el dedo atrapado. Le dijeron: «Dices que eres
tan listo como la tortuga; pero tendrás que regresar al poblado con
el dedo metido en su culo».
El
hombre no quería saber nada de la gente de su poblado; y decidió
irse a un poblado vecino. Allí no poseía nada, así que tuvo que
asociarse a dos delincuentes que cada día iban a robar la miel del
rey del poblado. Un día, justo cuando estaban cogiendo la miel, sus
compañeros le dijeron: «Te sabrá mejor si te bañas todo el
cuerpo en ella». Así lo hizo, y en aquel momento el rey ordenaba
que todo el poblado se reuniera. El hombre también quiso acudir a la
llamada, para que no sospecharan de él. Y, a medida que iba
caminando, las abejas se sentían atraídas por la miel y le
seguían. El enjambre empezó a perseguirle y a picarle. Y el hombre
sufrió una muerte horrible y quedó en evidencia delante de
todo el poblado.
Todo
esto le pasó por no querer comprender que muchas veces es necesario
que alguien nos dirija.
Cuando,
al cabo de un tiempo, del cadáver del cazador sólo quedaban
los huesos, los primeros huesos le dijeron: «¿No te advertí que yo
había muerto por la boca?, Pues ahora ya somos dos los que hemos
muerto por hablar demasiado».
Fuente:
Jacint Creus/Mª Antonia Brunat
0.111.1
anonimo (guinea ecuatorial) - 055
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