Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 31 de agosto de 2012

Un chequeo minucioso


Sobre Mario Zaldívar no tendríamos nada que decir, salvo que era un hombre común y solitario, si los insólitos sucesos en los que se vio envuelto no le hubieran hecho merecedor por nuestra parte de unas breves notas. Con ellas sólo pretendo advertir a todos aquellos que, por causas diversas, se ven obligados a ponerse en manos de instituciones cuyo prestigio científico y solvencia muy pocos ciudadanos se atreven a poner en duda, convencidos a priori de su total ignorancia con respecto a temas que requieren estudios altamente especializados. Este relato habrá alcanzado su modesto objetivo si logra engendrar una saludable desconfianza sobre prácticas comunes cuyo efecto desconocemos, particularmente si éstas pueden poner en peligro nuestra quizás anodina, pero estimada existencia.
  Hemos dicho que Mario Zaldívar era un hombre común, si este último término puede aplicarse a un individuo que apenas se comunicaba con sus semejantes, exceptuando los saludos de rigor al portero de sus casa o las lacónicas conversaciones con el tendero de la vecindad, que le proveía de lo necesario para su rutinario sustento. Sus días transcurrían entre dos aficiones exclusivas:
La primera parte de la jornada la consumía totalmente en la lectura de periódicos; en las frías mañanas del invierno se sentaba en alguna cafetería confortable del centro de la ciudad, cuidando de ponerse en un rincón para evitar las molestas corrientes de aire. En verano bajaba hasta las terrazas de Rosales, cuando todavía estaban frescas y solitarias.
Se compraba dos diarios de ideología totalmente opuesta y se entretenía contrastando las opiniones divergentes que sobre un mismo suceso daban los dos. Pero, sobre todo, era un fanático lector de anuncios. Estaba convencido de que un análisis minucioso de esta sección le deparaba una clara compren-sión del pulso del país, mejor aún que la página de opinión o los artículos de fondo. Desde luego, nunca tuvo necesidad de usar ninguno de estos anuncios, ya que una afortunada y espectacular jugada de bolsa le había puesto al abrigo de cualquier preocupación económica.
Las tardes discurrían en una actividad que le apasionaba más todavía. Era un asiduo espectador de todos los ciclos que programaba la Filmoteca Nacional y asistía a la mayoría de los estrenos, importantes o no, que se hacían en los circuitos comerciales. En su casa tenía una habitación exclusiva-mente dedicada a albergar la enorme cantidad de publicaciones sobre cine que había ido acumulando a través de los años, y las paredes aparecían cubiertas de fotos de actores y actrices, como James Cagney o Edward G. Robinson, que le habían proporcionado algunos momentos memorables.
Esta afición resultaba un poco insólita en un individuo tan poco dado a cualquier tipo de relación social, ya que su aislamiento le privaba de uno de los mayores placeres de todo buen adicto, como es comentar con delectación, por ejemplo, la maravilla del primer plano de Ingrid Bergman en Casablanca cuando Bogart la deja limpiamente plantada en el aeropuerto.
Sin embargo, fue su aparente inocua afición mañanera, la culpable de los hechos que han dado lugar a estas notas. Desde hacía algunos meses venía apareciendo en la prensa un anuncio que siempre le dejaba pensativo: «HAGASE UN CHEQUEO. Especialistas de prestigio y la seriedad de nuestra institución, le garantizan la exactitud de los resultados». Lo que le hacía detenerse en este mensaje era, por un lado, su clara apetencia a someterse a someterse a esta exploración general, y, por otra parte, la resistencia a hacer concesiones a su carácter, que él reconocía como marcadamente hipocon-dríaco. Finalmente decidió no contrariarse en algo que de ninguna manera podía ser pernicioso, y aquella misma tarde se puso en contacto telefónico con la clínica anunciada. Obtuvo una cita para la mañana siguiente.
Fue recibido por un hombre alto y elegante, de aspecto saludable y ágil, a pesar de que su cabello, enteramente blanco, indicara una edad bastante avanzada.
-Soy el profesor P... -aquí dio un nombre sumamente conocido en medios científicos e incluso a nivel popular. Bien, de modo que desea usted hacerse un chequeo. ¿Se encuentra mal?
-No, no... No es eso. Estoy perfectamente, pero he creído que sería recomendable. ¿No es así?
-Desde luego. Es la mejor garantía para prevenir cualquier accidente inesperado. Creo, incluso, que debería hacerse obligatorio a partir de cierta edad. Le aseguro que todos nos ahorraríamos así muchos problemas.
-¿Cuánto durará esto? Supongo que tendré que venir varias veces.
-Si usted necesita ineludiblemente atender a su trabajo, lo haremos en varias sesiones; pero recomendamos mejor un internamiento de dos o tres días durante los cuales pueden, naturalmente, visitarle sus familiares.
-No tengo ningún inconveniente en quedarme ya mismo. Además, carezco de familia y vivo solo; por tanto, no tengo que avisar a nadie.
-¿Quiere usted decir que ninguna persona sabe que está aquí y que no tiene siquiera un pariente lejano?
-Así es.
-En ese caso le trataremos con especial cuidado. Queda usted en nuestras manos, señor Zaldívar -dijo el profesor pasándole el brazo alrededor de los hombros en un gesto cordial. Después llamó a una enfermera para que le acompañara.
La habitación, situada en un piso alto, era extremadamente confortable, y desde la ventana se veían a lo lejos algunas cimas de la sierra cubiertas de nieve.
Los análisis y exploraciones a los que le sometieron durante tres días fueron exhaustivos. Insistieron especialmente en las pruebas de riñón, y dado que en el trayecto de su habitación hasta el laboratorio había visto numerosos carteles muy persuasivos sobre la urgente necesidad de hacer donaciones de este órgano, pensó que tal vez la nefrología era una de las especialidades de la clínica.
Toda aquella serie de manipulaciones desa-gradables -algunas de ellas francamente molestas, como la nauseabunda papilla que se vio obligado a ingerir para el contraste del estómago- le habían dejado un poco fatigado y arrepentido de su decisión, de modo que se alegró cuando, al cuarto día, el profesor P... le llamó a su despacho, supuso que para entregarle los resulta-dos finales de las pruebas.
No fue así. El profesor le dejó sorprendido con una inesperada y desagradable noticia:
-Lamento decirle que han surgido algunas complicaciones. Nada grave, por supuesto, pero las pruebas de riñón no están del todo claras. Hemos detectado algo extraño en los análisis y necesitamos hacerle una biopsia renal para precisar la naturaleza de la anomalía.
-Y la biopsia, ¿es algo más complicado que todo lo que me han hecho hasta ahora?
-En absoluto. Se trata de una punción para extraer una pequeña lámina de tejido renal que después analizamos al microscopio. No debe alarmarse. Es algo sencillo que nos aportará los datos definitivos que necesitamos.
-Es extraño. Yo no siento ninguna molestia que pueda indicar que algo va mal.
-Vamos, vamos, no hay ningún motivo para preocuparse. Sólo le alejaremos unos pocos días más de sus quehaceres habituales.
A pesar de las palabras tranquilizadoras del prestigioso doctor, Mario salió hondamente preocupado del despacho. Empezaba a sentirse un poco prisionero en aquel lugar que no era, desde luego, el más indicado para hacerle olvidar su hipocondría. Sentía ya una clara sensación de claustrofobia, y pensó que lo primero que haría al salir de allí sería darse un largo paseo por el Retiro respirando aire fresco, ahora que el viento de otoño habría cubierto el suelo de hojas secas y las rotondas estarían tranquilas y silenciosas.
A la mañana siguiente, en ayunas, le condujeron al quirófano. Al entrar en la sala no pudo evitar una intensa sensación de angustia al ver los gigantescos focos y la intimidante blancura del recinto.
Cuando despertó, contrastó dos datos que le dejaron profunda-mente alarmado: primero llegó a la conclusión, debido a la intensa sed que sentía y por la profunda somnolencia en la que aún estaba sumido, que le habían aplicado anestesia general para llevar a cabo una simple punción; en segundo lugar comprobó que su reloj marcaba las siete de la tarde, lo que confirmaba su sospecha de que había sido sometido a un proceso operatorio mucho más largo del que habitualmente es necesario para realizar una biopsia. La inquietante alarma se aproximó al terror cuando, llevando su mano al costado izquierdo, descubrió un aparatoso vendaje. Quedó sumergido en un lamentable estado de confusión y zozobra ante el giro imprevisto y terrible que habían tomado los acontecimientos derivados de una decisión en apariencia tan intranscendente como la de hacerse una exploración médica. No pudo conseguir que le pusieran en contacto con el profesor, al parecer muy ocupado, y, obviamente, las enfermeras que le atendían no consiguieron aclararle el alcance de su situación.
Detesto por primera vez el hecho de no tener a nadie con quien comunicarse en el exterior, la abrumadora soledad que él mismo había escogido y que ahora le pesaba amargamente.
Quizá fue la música melancólica que se oía por alguna parte, hablando de lluvias y de renuncias amorosas, lo que le hizo recordar la hermosa curva del cuello de María, cuando giraba suavemente la cabeza para sonreírle mientras caminaban cogidos de la mano por las grandes avenidas de la ciudad. Ahora le pareció lamentable una existencia en la que nadie te espera al anochecer, debido a que has cambiado la multiplicidad del riesgo de una vida en común por una inútil y aburrida comodidad.
Parece que a la misma conclusión había llegado el equipo de médicos que dirigía el profesor P..., porque cuando unos días después éste se presentó en la habitación de Mario (que le acorraló con preguntas exhaustivas acerca del alcance de su operación en un tono incluso violento e histérico), mantuvo con él una conversación escalofriante que le dejó hundido en una aterradora pesadilla.
-Creo que hubiera sido mejor para usted ignorar su situación hasta el final, pero ya que exige una explicación, me veo, desgraciadamente, obligado a dársela para que usted comprenda la importancia de las pruebas a que ha sido sometido y, sobre todo, para prevenirle acerca de los acontecimientos que van a tener lugar a partir de ahora y de los que usted va a ser insustituible protagonista.
-¿Cómo dice? Mi protagonismo aquí ha terminado. Únicamente exijo un parte de alta y una aclaración que se está demorando demasiado.
-Esa es precisamente la cuestión: usted no va a obtener nunca el alta en este centro.
-¡Usted desvaría! Pienso irme de aquí ahora mismo y, es más, denunciaré su comportamiento a quien corresponda. Parece ignorar que no puede retenerme aquí contra mi voluntad...
-Está usted solo, señor Zaldívar. Su existencia apenas tiene valor, puesto que nadie le necesita y no ejerce profesión alguna que contribuya a solucionar ningún problema de la humanidad. Usted sólo puede ser útil a la ciencia: posee unos valiosísimos órganos que pueden remediar la tragedia a que están sometidas varias familias. Estoy en condiciones de decirle que su riñón izquierdo -que hemos extraído limpiamente- ha sido trasplantado a un padre de familia, que sin su preciosa donación, cierto que involuntaria, hubiera dejado a los suyos en la más desoladora pobreza y orfandad. Lo mismo sucederá con uno de sus ojos. Usted podrá seguir haciendo lo mismo que hacía -es decir, nada- privado de un ojo y de un riñón. Su colaboración habrá hecho posible que dos personas recuperen la alegría de vivir. Puede sentirse orgulloso; al menos, esto dará sentido y valor a su anodina existencia...
La perplejidad dejó paso a un terror acongojante en el ánimo de Mario Zaldívar, que le impulsó a salir disparado hacia la puerta de la habitación dispuesto a huir de aquel espantoso establecimiento. Antes de que pudiera conseguir sus propósitos, dos robustos enfermeros le devolvieron a la habitación y le mantuvieron sobre la cama, impasibles ante sus desesperadas demandas de auxilio.
Instantes después entraban tres individuos de aspecto siniestro a los que no había visto hasta entonces, transportando un carrito lleno de instrumentos quirúrgicos. Uno de ellos se acercó a él esgrimiendo en la mano una amenazante jeringuilla.
No se dio cuenta de nada más. Cuando despertó supo que aquello no había sido un sueño aterrador, sino una demencial y alucinante realidad producida por unas mentes diabólicas. La pesadilla había comenzado ya, porque alrededor de la cabeza tenía un grueso vendaje que le cubría media cara. ¡Le habían sacado un ojo! ¿Qué espantoso final le aguardaba ahora? Un grito desgarrador y sostenido impuso una espesa tensión sobre los ámbitos habitualmente silenciosos de la clínica, alarido sin duda justificado en seguida por el personal de servicio con alguna explicación coherente.
  Profundamente mareado, Mario se incorporó en la cama, y tambaleante, se dirigió a la puerta de la habitación. Allí estaban dos enfermeros.
A partir de entonces le mantuvieron permanentemente drogado. En los cortos intervalos que quedaban entere la administración de las dosis, comprendió que la pesadilla no se había consumado, porque era evidente que no le dejarían salir de allí los responsables del establecimiento exponiéndose a una denuncia segura.
Aprendió a fingir una pesada somnolencia cuando el narcótico dejaba de hacer efecto. Así, al menos, podría conservar cierto estado de consciencia pasajera que, en su especialísima y angustiosa situación, era vital para super-vivir.
Condenado a permanecer inmóvil para no alterar a los enfermeros, que de vez en cuando se asomaban a la puerta para vigilar su despertar, Mario vivía la más absurda y espeluznante situación que nadie hubiera atrevido a imaginar. Enloquecía pensando en su impotencia. ¿Cómo era posible que nadie hubiera advertido las siniestras prácticas que las siniestras prácticas que aquel grupo de desalmados llevaba a cabo en la más prestigiosa clínica de la ciudad? Su desgracia se le hacía aún más patética cuando evocaba el plácido discurrir de la vida ciudadana en el exterior: peatones ajenos por completo al horror de los hechos que se desarrollaban a sólo unos cientos de metros de las soleadas avenidas por las que ellas circulaban plácidamente, parejas remando en la Casa de Campo, escolares recién peinados camino del colegio, el olor a tinta fresca de los diarios de la mañana... Sintió una angustiosa opresión en el pecho recordando la indiferencia con que había contemplado estas cosas hacía tan sólo unos pocos días... Tantas imágenes que quizá no podría recuperar jamás.
Oyó unos pasos decididos por el corredor y se dispuso a fingirse dormido. Entraron dos o tres personas; entre ellas reconoció la voz del profesor:
-Lleven al paciente al quirófano número dos.
Un violento escalofrío recorrió la espina dorsal de Mario. ¿Qué más querían? ¿QUE MAS QUERIAN? Cuando sintió que le colocaban en la camilla, procuró permanecer totalmente inmóvil, al acecho de una oportunidad para escapar. Sabía que los quirófanos estaban situados en el sótano y que para llegar a ellos era necesario pasar frente a la puerta principal del edificio.
Cuando advirtió que habían llegado al lugar adecuado, dio un salto colosal y corrió frenéticamente hacia la salida. Consiguió acceder a la calle y avanzar unos cincuenta metros antes de que las zarpas implacables de los enfermeros le alcanzasen. Forcejeó con ellos enloquecidamente, presa de todo el pánico que puede embargar a un hombre que intuye que tal vez aquella es su última oportunidad de mantenerse vivo. Tras una lucha atroz, consiguieron reducirle.
Después le arrastraron otra vez hasta la camilla en un estado lastimoso. La gente se arremolinaba en la puerta contemplando aquel desgraciado espectáculo.
-Pobre hombre, parece que ha enloquecido... ¿Qué le van a hacer? -preguntó una mujer de edad avanzada.
-Estamos ya acostumbrados, señora. Algunos reaccionan así justo en el último momento -comentó uno de los enfermeros.
-Tranquilícese hombre -dijo el otro compañero dirigiéndose al paciente-. Está usted en buenas manos. El profesor P... es el mejor cirujano del corazón que tenemos en le país... Le dejará a usted como nuevo.
Mario, que durante todo el tiempo no había dejado de proferir gritos de auxilio se quedó repentinamente sin voz. De su boca, espantosa-mente abierta, no salía ningún sonido. DEL CORAZON. El terrible shock producido por estas palabras del enfermero, conmocionando violentamente sus conexiones cerebrales, le había producido una reacción histérica que le privó de la voz. Durante el apresurado trayecto hasta el quirófano, Mario hacía gestos desesperados con los ojos y la cabeza al personal sanitario que se cruzaba con él, presa de temblores convulsivos. Cuando comprendió que su espantoso final era inevitable, la gigantesca tensión a que había estado sometido durante dos semanas, cesó de repente, y su cuerpo quedó traspasado de una laxitud casi mortal. Gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. La enfermera encargada de administrarle la anestesia se acercó a él y le sonrió dulcemente. Lo último que vio en este loco mundo fue la hermosa curva de su cuello.

999. Anonimo

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