Sobre Mario Zaldívar no tendríamos nada que decir,
salvo que era un hombre común y solitario, si los insólitos sucesos en los que
se vio envuelto no le hubieran hecho merecedor por nuestra parte de unas breves
notas. Con ellas sólo pretendo advertir a todos aquellos que, por causas
diversas, se ven obligados a ponerse en manos de instituciones cuyo prestigio
científico y solvencia muy pocos ciudadanos se atreven a poner en duda,
convencidos a priori de su total ignorancia con respecto a temas que requieren
estudios altamente especializados. Este relato habrá alcanzado su modesto
objetivo si logra engendrar una saludable desconfianza sobre prácticas comunes
cuyo efecto desconocemos, particularmente si éstas pueden poner en peligro
nuestra quizás anodina, pero estimada existencia.
Hemos dicho que Mario Zaldívar era un hombre común, si este último término puede aplicarse a un individuo que apenas se comunicaba con sus semejantes, exceptuando los saludos de rigor al portero de sus casa o las lacónicas conversaciones con el tendero de la vecindad, que le proveía de lo necesario para su rutinario sustento. Sus días transcurrían entre dos aficiones exclusivas:
Hemos dicho que Mario Zaldívar era un hombre común, si este último término puede aplicarse a un individuo que apenas se comunicaba con sus semejantes, exceptuando los saludos de rigor al portero de sus casa o las lacónicas conversaciones con el tendero de la vecindad, que le proveía de lo necesario para su rutinario sustento. Sus días transcurrían entre dos aficiones exclusivas:
La primera parte de la jornada la consumía
totalmente en la lectura de periódicos; en las frías mañanas del invierno se
sentaba en alguna cafetería confortable del centro de la ciudad, cuidando de
ponerse en un rincón para evitar las molestas corrientes de aire. En verano
bajaba hasta las terrazas de Rosales, cuando todavía estaban frescas y
solitarias.
Se compraba dos diarios de ideología totalmente
opuesta y se entretenía contrastando las opiniones divergentes que sobre un
mismo suceso daban los dos. Pero, sobre todo, era un fanático lector de
anuncios. Estaba convencido de que un análisis minucioso de esta sección le
deparaba una clara compren-sión del pulso del país, mejor aún que la página de
opinión o los artículos de fondo. Desde luego, nunca tuvo necesidad de usar
ninguno de estos anuncios, ya que una afortunada y espectacular jugada de bolsa
le había puesto al abrigo de cualquier preocupación económica.
Las tardes discurrían en una actividad que le
apasionaba más todavía. Era un asiduo espectador de todos los ciclos que
programaba la
Filmoteca Nacional y asistía a la mayoría de los estrenos,
importantes o no, que se hacían en los circuitos comerciales. En su casa tenía
una habitación exclusiva-mente dedicada a albergar la enorme cantidad de
publicaciones sobre cine que había ido acumulando a través de los años, y las
paredes aparecían cubiertas de fotos de actores y actrices, como James Cagney o
Edward G. Robinson, que le habían proporcionado algunos momentos memorables.
Esta afición resultaba un poco insólita en un
individuo tan poco dado a cualquier tipo de relación social, ya que su
aislamiento le privaba de uno de los mayores placeres de todo buen adicto, como
es comentar con delectación, por ejemplo, la maravilla del primer plano de
Ingrid Bergman en Casablanca cuando Bogart la deja limpiamente plantada
en el aeropuerto.
Sin embargo, fue su aparente inocua afición
mañanera, la culpable de los hechos que han dado lugar a estas notas. Desde
hacía algunos meses venía apareciendo en la prensa un anuncio que siempre le
dejaba pensativo: «HAGASE UN CHEQUEO. Especialistas de prestigio y la seriedad
de nuestra institución, le garantizan la exactitud de los resultados». Lo que
le hacía detenerse en este mensaje era, por un lado, su clara apetencia a
someterse a someterse a esta exploración general, y, por otra parte, la resistencia
a hacer concesiones a su carácter, que él reconocía como marcadamente
hipocon-dríaco. Finalmente decidió no contrariarse en algo que de ninguna manera
podía ser pernicioso, y aquella misma tarde se puso en contacto telefónico con
la clínica anunciada. Obtuvo una cita para la mañana siguiente.
Fue recibido por un hombre alto y elegante, de
aspecto saludable y ágil, a pesar de que su cabello, enteramente blanco,
indicara una edad bastante avanzada.
-Soy el profesor P... -aquí dio un nombre sumamente
conocido en medios científicos e incluso a nivel popular. Bien, de modo que
desea usted hacerse un chequeo. ¿Se encuentra mal?
-No, no... No es eso. Estoy perfectamente, pero he
creído que sería recomendable. ¿No es así?
-Desde luego. Es la mejor garantía para prevenir
cualquier accidente inesperado. Creo, incluso, que debería hacerse obligatorio
a partir de cierta edad. Le aseguro que todos nos ahorraríamos así muchos
problemas.
-¿Cuánto durará esto? Supongo que tendré que venir
varias veces.
-Si usted necesita ineludiblemente atender a su
trabajo, lo haremos en varias sesiones; pero recomendamos mejor un
internamiento de dos o tres días durante los cuales pueden, naturalmente,
visitarle sus familiares.
-No tengo ningún inconveniente en quedarme ya mismo.
Además, carezco de familia y vivo solo; por tanto, no tengo que avisar a nadie.
-¿Quiere usted decir que ninguna persona sabe que
está aquí y que no tiene siquiera un pariente lejano?
-Así es.
-En ese caso le trataremos con especial cuidado. Queda
usted en nuestras manos, señor Zaldívar -dijo el profesor pasándole el brazo
alrededor de los hombros en un gesto cordial. Después llamó a una enfermera
para que le acompañara.
La habitación, situada en un piso alto, era
extremadamente confortable, y desde la ventana se veían a lo lejos algunas
cimas de la sierra cubiertas de nieve.
Los análisis y exploraciones a los que le sometieron
durante tres días fueron exhaustivos. Insistieron especialmente en las pruebas
de riñón, y dado que en el trayecto de su habitación hasta el laboratorio había
visto numerosos carteles muy persuasivos sobre la urgente necesidad de hacer
donaciones de este órgano, pensó que tal vez la nefrología era una de las
especialidades de la clínica.
Toda aquella serie de manipulaciones desa-gradables
-algunas de ellas francamente molestas, como la nauseabunda papilla que se vio
obligado a ingerir para el contraste del estómago- le habían dejado un poco
fatigado y arrepentido de su decisión, de modo que se alegró cuando, al cuarto
día, el profesor P... le llamó a su despacho, supuso que para entregarle los
resulta-dos finales de las pruebas.
No fue así. El profesor le dejó sorprendido con una
inesperada y desagradable noticia:
-Lamento decirle que han surgido algunas
complicaciones. Nada grave, por supuesto, pero las pruebas de riñón no están
del todo claras. Hemos detectado algo extraño en los análisis y necesitamos
hacerle una biopsia renal para precisar la naturaleza de la anomalía.
-Y la biopsia, ¿es algo más complicado que todo lo
que me han hecho hasta ahora?
-En absoluto. Se trata de una punción para extraer
una pequeña lámina de tejido renal que después analizamos al microscopio. No
debe alarmarse. Es algo sencillo que nos aportará los datos definitivos que
necesitamos.
-Es extraño. Yo no siento ninguna molestia que pueda
indicar que algo va mal.
-Vamos, vamos, no hay ningún motivo para
preocuparse. Sólo le alejaremos unos pocos días más de sus quehaceres
habituales.
A pesar de las palabras tranquilizadoras del
prestigioso doctor, Mario salió hondamente preocupado del despacho. Empezaba a
sentirse un poco prisionero en aquel lugar que no era, desde luego, el más
indicado para hacerle olvidar su hipocondría. Sentía ya una clara sensación de
claustrofobia, y pensó que lo primero que haría al salir de allí sería darse un
largo paseo por el Retiro respirando aire fresco, ahora que el viento de otoño
habría cubierto el suelo de hojas secas y las rotondas estarían tranquilas y
silenciosas.
A la mañana siguiente, en ayunas, le condujeron al
quirófano. Al entrar en la sala no pudo evitar una intensa sensación de
angustia al ver los gigantescos focos y la intimidante blancura del recinto.
Cuando despertó, contrastó dos datos que le dejaron
profunda-mente alarmado: primero llegó a la conclusión, debido a la intensa sed
que sentía y por la profunda somnolencia en la que aún estaba sumido, que le
habían aplicado anestesia general para llevar a cabo una simple punción; en
segundo lugar comprobó que su reloj marcaba las siete de la tarde, lo que
confirmaba su sospecha de que había sido sometido a un proceso operatorio mucho
más largo del que habitualmente es necesario para realizar una biopsia. La
inquietante alarma se aproximó al terror cuando, llevando su mano al costado
izquierdo, descubrió un aparatoso vendaje. Quedó sumergido en un lamentable
estado de confusión y zozobra ante el giro imprevisto y terrible que habían
tomado los acontecimientos derivados de una decisión en apariencia tan
intranscendente como la de hacerse una exploración médica. No pudo conseguir
que le pusieran en contacto con el profesor, al parecer muy ocupado, y,
obviamente, las enfermeras que le atendían no consiguieron aclararle el alcance
de su situación.
Detesto por primera vez el hecho de no tener a nadie
con quien comunicarse en el exterior, la abrumadora soledad que él mismo había
escogido y que ahora le pesaba amargamente.
Quizá fue la música melancólica que se oía por
alguna parte, hablando de lluvias y de renuncias amorosas, lo que le hizo
recordar la hermosa curva del cuello de María, cuando giraba suavemente la
cabeza para sonreírle mientras caminaban cogidos de la mano por las grandes
avenidas de la ciudad. Ahora le pareció lamentable una existencia en la que
nadie te espera al anochecer, debido a que has cambiado la multiplicidad del
riesgo de una vida en común por una inútil y aburrida comodidad.
Parece que a la misma conclusión había llegado el
equipo de médicos que dirigía el profesor P..., porque cuando unos días después
éste se presentó en la habitación de Mario (que le acorraló con preguntas
exhaustivas acerca del alcance de su operación en un tono incluso violento e
histérico), mantuvo con él una conversación escalofriante que le dejó hundido
en una aterradora pesadilla.
-Creo que hubiera sido mejor para usted ignorar su
situación hasta el final, pero ya que exige una explicación, me veo,
desgraciadamente, obligado a dársela para que usted comprenda la importancia de
las pruebas a que ha sido sometido y, sobre todo, para prevenirle acerca de los
acontecimientos que van a tener lugar a partir de ahora y de los que usted va a
ser insustituible protagonista.
-¿Cómo dice? Mi protagonismo aquí ha terminado.
Únicamente exijo un parte de alta y una aclaración que se está demorando
demasiado.
-Esa es precisamente la cuestión: usted no va a
obtener nunca el alta en este centro.
-¡Usted desvaría! Pienso irme de aquí ahora mismo y,
es más, denunciaré su comportamiento a quien corresponda. Parece ignorar que no
puede retenerme aquí contra mi voluntad...
-Está usted solo, señor Zaldívar. Su existencia
apenas tiene valor, puesto que nadie le necesita y no ejerce profesión alguna
que contribuya a solucionar ningún problema de la humanidad. Usted sólo puede
ser útil a la ciencia: posee unos valiosísimos órganos que pueden remediar la
tragedia a que están sometidas varias familias. Estoy en condiciones de decirle
que su riñón izquierdo -que hemos extraído limpiamente- ha sido trasplantado a
un padre de familia, que sin su preciosa donación, cierto que involuntaria,
hubiera dejado a los suyos en la más desoladora pobreza y orfandad. Lo mismo
sucederá con uno de sus ojos. Usted podrá seguir haciendo lo mismo que hacía
-es decir, nada- privado de un ojo y de un riñón. Su colaboración habrá hecho
posible que dos personas recuperen la alegría de vivir. Puede sentirse
orgulloso; al menos, esto dará sentido y valor a su anodina existencia...
La perplejidad dejó paso a un terror acongojante en
el ánimo de Mario Zaldívar, que le impulsó a salir disparado hacia la puerta de
la habitación dispuesto a huir de aquel espantoso establecimiento. Antes de que
pudiera conseguir sus propósitos, dos robustos enfermeros le devolvieron a la
habitación y le mantuvieron sobre la cama, impasibles ante sus desesperadas
demandas de auxilio.
Instantes después entraban tres individuos de
aspecto siniestro a los que no había visto hasta entonces, transportando un
carrito lleno de instrumentos quirúrgicos. Uno de ellos se acercó a él
esgrimiendo en la mano una amenazante jeringuilla.
No se dio cuenta de nada más. Cuando despertó supo
que aquello no había sido un sueño aterrador, sino una demencial y alucinante
realidad producida por unas mentes diabólicas. La pesadilla había comenzado ya,
porque alrededor de la cabeza tenía un grueso vendaje que le cubría media cara.
¡Le habían sacado un ojo! ¿Qué espantoso final le aguardaba ahora? Un grito
desgarrador y sostenido impuso una espesa tensión sobre los ámbitos
habitualmente silenciosos de la clínica, alarido sin duda justificado en
seguida por el personal de servicio con alguna explicación coherente.
Profundamente mareado, Mario se incorporó en la cama, y tambaleante, se dirigió a la puerta de la habitación. Allí estaban dos enfermeros.
Profundamente mareado, Mario se incorporó en la cama, y tambaleante, se dirigió a la puerta de la habitación. Allí estaban dos enfermeros.
A partir de entonces le mantuvieron permanentemente
drogado. En los cortos intervalos que quedaban entere la administración de las
dosis, comprendió que la pesadilla no se había consumado, porque era evidente
que no le dejarían salir de allí los responsables del establecimiento
exponiéndose a una denuncia segura.
Aprendió a fingir una pesada somnolencia cuando el
narcótico dejaba de hacer efecto. Así, al menos, podría conservar cierto estado
de consciencia pasajera que, en su especialísima y angustiosa situación, era
vital para super-vivir.
Condenado a permanecer inmóvil para no alterar a los
enfermeros, que de vez en cuando se asomaban a la puerta para vigilar su
despertar, Mario vivía la más absurda y espeluznante situación que nadie
hubiera atrevido a imaginar. Enloquecía pensando en su impotencia. ¿Cómo era posible
que nadie hubiera advertido las siniestras prácticas que las siniestras
prácticas que aquel grupo de desalmados llevaba a cabo en la más prestigiosa
clínica de la ciudad? Su desgracia se le hacía aún más patética cuando evocaba
el plácido discurrir de la vida ciudadana en el exterior: peatones ajenos por
completo al horror de los hechos que se desarrollaban a sólo unos cientos de
metros de las soleadas avenidas por las que ellas circulaban plácidamente,
parejas remando en la Casa
de Campo, escolares recién peinados camino del colegio, el olor a tinta fresca
de los diarios de la mañana... Sintió una angustiosa opresión en el pecho
recordando la indiferencia con que había contemplado estas cosas hacía tan sólo
unos pocos días... Tantas imágenes que quizá no podría recuperar jamás.
Oyó unos pasos decididos por el corredor y se
dispuso a fingirse dormido. Entraron dos o tres personas; entre ellas reconoció
la voz del profesor:
-Lleven al paciente al quirófano número dos.
Un violento escalofrío recorrió la espina dorsal de
Mario. ¿Qué más querían? ¿QUE MAS QUERIAN? Cuando sintió que le colocaban en la
camilla, procuró permanecer totalmente inmóvil, al acecho de una oportunidad
para escapar. Sabía que los quirófanos estaban situados en el sótano y que para
llegar a ellos era necesario pasar frente a la puerta principal del edificio.
Cuando advirtió que habían llegado al lugar
adecuado, dio un salto colosal y corrió frenéticamente hacia la salida.
Consiguió acceder a la calle y avanzar unos cincuenta metros antes de que las
zarpas implacables de los enfermeros le alcanzasen. Forcejeó con ellos
enloquecidamente, presa de todo el pánico que puede embargar a un hombre que
intuye que tal vez aquella es su última oportunidad de mantenerse vivo. Tras
una lucha atroz, consiguieron reducirle.
Después le arrastraron otra vez hasta la camilla en
un estado lastimoso. La gente se arremolinaba en la puerta contemplando aquel
desgraciado espectáculo.
-Pobre hombre, parece que ha enloquecido... ¿Qué le
van a hacer? -preguntó una mujer de edad avanzada.
-Estamos ya acostumbrados, señora. Algunos
reaccionan así justo en el último momento -comentó uno de los enfermeros.
-Tranquilícese hombre -dijo el otro compañero
dirigiéndose al paciente-. Está usted en buenas manos. El profesor P... es el
mejor cirujano del corazón que tenemos en le país... Le dejará a usted como
nuevo.
Mario, que durante todo el tiempo no había dejado de
proferir gritos de auxilio se quedó repentinamente sin voz. De su boca,
espantosa-mente abierta, no salía ningún sonido. DEL CORAZON. El terrible shock
producido por estas palabras del enfermero, conmocionando violentamente sus
conexiones cerebrales, le había producido una reacción histérica que le privó
de la voz. Durante el apresurado trayecto hasta el quirófano, Mario hacía
gestos desesperados con los ojos y la cabeza al personal sanitario que se
cruzaba con él, presa de temblores convulsivos. Cuando comprendió que su
espantoso final era inevitable, la gigantesca tensión a que había estado
sometido durante dos semanas, cesó de repente, y su cuerpo quedó traspasado de
una laxitud casi mortal. Gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. La
enfermera encargada de administrarle la anestesia se acercó a él y le sonrió
dulcemente. Lo último que vio en este loco mundo fue la hermosa curva de su
cuello.
999. Anonimo
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