Hace muchos, muchísimos
años, en la ciudad de Bagdad vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y,
para ganarse la vida, se veía obligado a transportar pesados fardos, por lo que
se le conocía como Simbad el Cargador.
-¡Pobre de mí! -se
lamentaba- ¡qué triste suerte la mía!
Quiso el destino que sus
quejas fueran oídas por el dueño de una
hermosa casa, el cual ordenó a un criado que hiciera entrar al joven.
A través de maravillosos
patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue conducido hasta una sala de
grandes dimensiones.
En la sala estaba
dispuesta una mesa llena de las más exóticas viandas y los más deliciosos
vinos. En torno a ella había sentadas varias personas, entre las que destacaba
un anciano, que habló de la siguiente manera:
-Me llamo Simbad el
Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a
contar mis aventuras...
"Aunque mi padre me
dejó al morir una fortuna considerable; fue tanto lo que derroché que, al fin,
me vi pobre y miserable. Entonces vendí lo poco que me quedaba y me embarqué
con unos mercaderes. Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al
bajar a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos proyectados: en
realidad, la isla era una enorme ballena. Como no pude subir hasta el barco, me
dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla hasta llegar a una playa
plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el primer barco que zarpó de
vuelta a Bagdad..."
Llegado a este punto,
Simbad el Marino interrumpió su relato. Le dio al muchacho 100 monedas de oro y
le rogó que volviera al día siguiente.
Así lo hizo Simbad y el
anciano prosiguió con sus andanzas...
"Volví a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me
quedé dormido y, cuando desperté, el barco se había marchado sin mí.
Llegué hasta un profundo
valle sembrado de diamantes. Llené un saco con todos los que pude coger, me até
un trozo de carne a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como
alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel lugar."
Terminado el relato,
Simbad el Marino volvió a darle al joven 100 monedas de oro, con el ruego de
que volviera al día siguiente...
"Hubiera podido
quedarme en Bagdad disfrutando de la fortuna conseguida, pero me aburría y
volví a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió una gran tormenta y
el barco naufragó.
Fuimos arrojados a una
isla habitada por unos enanos terribles, que nos cogieron prisioneros. Los
enanos nos condujeron hasta un gigante que tenía un solo ojo y que comía carne
humana. Al llegar la noche, aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca
ardiente en su único ojo y escapamos de
aquel espantoso lugar.
De vuelta a Bagdad, el
aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto te lo contaré
mañana..."
Y con estas palabras
Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro.
"Inicié un nuevo
viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar. Esta vez fuimos a
dar a una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey, con
quien me casé, pero al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el reino:
que el marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último momento, logré
escaparme y regresé a Bagdad cargado de joyas..."
Y así, día tras día,
Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de sus viajes, tras lo
cual ofrecía siempre 100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De este modo el
muchacho supo de cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había llevado
muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su fortuna.
El anciano Simbad le
contó que, en el último de sus viajes, había sido vendido como esclavo a un
traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un día, huyendo
de un elefante furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró el
tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue a
caer sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un cementerio de
elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar más
elefantes.
Simbad así lo comprendió
y, presentándose ante su amo, le explicó dónde podría encontrar gran número de
colmillos. En agradecimiento, el mercader le concedió la libertad y le hizo
muchos y valiosos regalos.
"Regresé a Bagdad y
ya no he vuelto a embarcarme -continuó hablando el anciano. Como verás, han
sido muchos los avatares de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres,
también antes he conocido todos los pade-cimientos."
Cuando terminó de hablar,
el anciano le pidió a Simbad el Cargador que aceptara quedarse a vivir con él.
El joven Simbad aceptó encantado, y ya nunca más, tuvo que soportar el peso
de ningún fardo...
999. Anonimo
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