A veces, olvidar inocentemente ciertas normas
elementales de prudencia conduce a situaciones tan abismalmente alejadas de lo
que entendemos como cotidiano, que resulta difícil, por no decir imposible,
preverlas.
No hay ninguna razón para ser confiados. El horror
existe y puede estar agazapado tras cualquier puerta desconocida, dispuesto a
saltar sobre nosotros si inadvertidamente, la traspasamos.
María Prada nunca hubiera tocado aquel timbre de
haber sospechado que, al hacerlo, estaba violando esas reglas mínimas de
cautela que debe observar cualquier chica joven sola en una gran ciudad donde
todo, todo es posible.
Fue absurdo que cogiera un trabajo innecesario y
agotador, absurdo que se internara con tanta ligereza en una zona solitaria y
apartada del centro urbano y absurda su insistencia en rematar una encuesta por
la que iba a pagar un precio tan alto.
* * *
María Prada, la protagonista del suceso abominable
que quiero referir, se había trasladado a la capital para estudiar
Arquitectura. Convencida de que lograr su independencia era una tarea personal
e irreversible, buscó un trabajo para conseguirla, a pesar de que su familia le
mandaba una cantidad suficiente de dinero para mantenerse, que ella se empeñó
en rechazar. Y su decisión dio los resultados apetecidos: encontró un empleo de
encuestadora en una empresa dedicada a hacer estudios de mercado.
La selección del bloque y el piso donde había de
realizar cada encuesta estaba sujeta a estrictas reglas matemáticas, de modo
que, partiendo de un punto, nunca podía saber en que lugar de la ciudad podía
acabar al final de la agotadora jornada.
Esto es lo que sucedió una funesta tarde de
noviembre, en que María se encontró, después de un mareante recorrido por
callejuelas de un barrio periférico, perdida en un descampado desconocido para
ella. Le faltaba realizar el último sondeo de aquella zona. Sin esta última
encuesta todas las demás no tendrían validez, así que, desorientada, siguió
buscando un último edificio que le permitiera completar el trabajo de aquel
día. No veía alrededor ninguna casa más, y decidió subir a una pequeña loma que
se levantaba a su derecha para investigar desde allí algún vestigio de algo que
le permitiera orientarse. Al fondo, casi oculta por un bosquecillo de álamos,
distinguió una edificación aislada y se dirigió hacia ella decidida. Resultó
ser un enorme caserón destartalado rodeado de un jardín sombrío y descuidado.
Parecía deshabitado. Un doberman negro, atado y de aspecto feroz, desmentía tal
hipótesis. Se acercó sin titubear para hacer ostensible su presencia al perro
guardián que, en efecto, empezó en seguida a ladrar. Pasaron unos minutos hasta
que el visillo de una ventana fue levantado con cautela por alguien. Después,
la puerta se abrió, y un individuo pequeño, con unas cejas pobladísimas y
extremadamente pálido, se acercó hasta ella.
-Perdone que le moleste -dijo la chica. Estoy
realizando unas encuestas y creo que me he perdido. ¿Puede decirme como salir
de aquí?
-Eso no es sencillo. Este lugar está prácticamente
incomunicado. Lo mejor es que pase y llame por teléfono a un taxi para que pase
a recogerla.
-Es usted muy amable. Estaba empezando a
preocuparme. Traspasó la puerta de aquella casa, que el hombre cerró
minuciosamente con varios cerrojos.
-No se extrañe, señorita. Como ve, vivo muy apartado
y todas las precauciones son pocas.
Al fondo del hall se distinguía una escalera; estaba
sumido en la penumbra y por todo él se extendía un olor denso y extraño que no
supo identificar.
El pálido personaje subió la escalera delante de
ella para conducirla hasta el teléfono. Arriba franquearon otra puerta, que el
hombre también cerró con llave, lo que observó María con alarma creciente. El
desconocido debió advertir su gesto de inquietud.
-Ya le he dicho, señorita que es difícil salir de
aquí. No busque teléfono. No hay. Lamento decirle que ha llegado usted muy
oportunamente. Mi hermana ha muerto en un accidente fortuito y la necesito a
usted para completar mis experimentos... Le espera aquí una larga estancia. Le
ruego que me disculpe... Considérese como en su casa, y confórtese pensando que
va a contribuir al progreso de la ciencia...
María no acababa de creer lo que estaba oyendo.
Debía tratarse de una broma pesada. Cuando el hombre salió de aquella estancia
cerrando tras de sí la puerta con llave, comprendió que se encontraba, de
pronto, en una situación espantosa. Supo que, en efecto, iba a ser muy difícil
salir de allí; nadie oiría sus gritos de auxilio.
Un nudo de congoja le obturó la garganta, mientras
contenía la respiración y buscaba con la mirada una posible salida. No la
había. Estaba en una habitación interior, con un camastro y una mesa, a la que
una bombilla alta proporcionaba una luz triste y amarillenta.
Desde aquel momento, terrores desconocidos hasta
entonces se sucedieron minuto a minuto.
Pasaron horas interminables hasta que, rendida y
acobardada, la venció el sueño. Se despertó sobresaltada por unos aullidos
lastimeros que parecían provenir de algún lugar de aquella misma casa. Escuchó
agazapada tras la puerta, que seguía cerrada con llave. Se oían, en efecto,
gemidos guturales, como procedentes de animales asustados; no eran del perro
que había visto al llegar, ni recordaba haber escuchado nunca ningún ruido semejante.
Aquello sobrepasaba la desolación que producen las quejas de una animal
moribundo. Había en ellos algo sórdido y amenazador que la hizo sentir un largo
escalofrío. Por un momento pensó que los protago-nistas de aquella horrible
algarabía se dirigían hacia la habitación donde estaba prisionera y el mundo se
le vino abajo otra vez en aquella interminable noche. No podía soportar la idea
de quedarse allí inerte, aguardando un peligro que, estaba segura, se cernía
sobre ella. Se quitó una horquilla del pelo y, desesperada-mente, manipuló con
ella la cerradura. Todo fue inútil. Golpeó la puerta con furia y gritó con
todas sus fuerzas pidiendo una ayuda que nunca llegaría. Oyó unos pasos que
ascendían pesadamente por la escalera. Pensó en abalanzarse sobre aquel
individuo cuando entrase, atacarle con algo para escapar de allí de cualquier
forma. Se situó detrás de la puerta y agarró una silla para golpearle apenas
abrirse. Pero el dueño de la casa no pasó. Descorrió un ventanillo disimulado
en uno de los cuarterones de la puerta y asomó su rostro macilento:
-Cálmese, señorita, cálmese. Mis amigos son
inofensivos. Ocurre que su olfato ha detectado una presencia extraña en la casa
y eso los tiene agitados. Si usted sigue gritando van asustarse más todavía y
podría resultar peligroso. No me obligue a usar para calmarla métodos que
detesto.
No pudo ya dormirse durante aquella noche fantasmal,
en la que hizo mil conjeturas sobre las actividades de aquel individuo y la
identidad de los otros habitantes de la casa. No era posible que aquella
situación pavorosa se prolongase por mucho tiempo.
A la mañana siguiente, presa de un desmayo al no
haber comido nada desde el día anterior, después de una noche angustiosa pasada
en vela y con los nervios en tensión. María presentaba un aspecto tan
lamentable que hubiera movido a compasión a cualquiera.
El hombre llegó de improviso muy temprano. La invitó
a salir de su encierro, y tras atravesar varias estancias frías de la casa, la
llevó hasta el inicio de unas escaleras descendentes que parecían conducir a un
sótano. Durante todo el trayecto él no dejó de hablar, intentando, quizá,
justificar lo anormal de su comportamiento.
-No debe asustarse por nada de lo que va a ver, por
insólito que le parezca. La ciencia no puede ponerse límites a sí misma. Mis
antiguos colegas no lo han entendido así y me veo obligado a trabajar
furtivamente, como si fuera un proscrito. Pero mis experimentos están dando
resultados asombrosos y algún día se verán obligados a reconocer que fueron
injustos conmigo al expulsarme de la universidad. Mi obligación es ir tan lejos
como sea posible, y ningún prejuicio estúpido me detendrá.
-Todo eso no justifica que usted me retenga contra
mi voluntad.
-Ya le he explicado que la necesito. Usted será una
ayuda valiosísima, e imprescindible, para culminar mi investigación. Usted les
gustará, estoy seguro.
En lugar de tranquilizarla, aquellas palabras le
produjeron aún mayor angustia. ¿De qué se trataba? ¿Qué iba a encontrar abajo?
Ahora estaba segura de que había caído en manos de un demente peligroso.
Habían llegado ante la puerta del sótano. El
secuestrador de María la abrió. Era un lugar oscuro y húmedo del que salía un
hedor insoportable que la hizo retroceder sacudida por violentas náuseas.
El hombrecillo siniestro cogió unos guantes de cuero
que colgaban de un clavo que había en la pared, así como una máscara de color
verdoso, que representaba confusamente la cabeza de un cerdo, y se los puso.
-Siempre trabajo así. Mi rostro resultaría demasiado
extraño para ellos, puesto que nunca han visto a un ser humano. Creo que ya
están preparados para ello. El suyo será el primero. Observaremos
cuidadosamente sus reacciones...
Accionó el interruptor que iluminaba tenuemente
aquel sórdido lugar. De pronto, alucinante, todo el horror que la mente más
diabólica pudiera imaginar, estuvo ante los ojos desorbitados de María. Sus
gritos se mezclaron a los aullidos infames de una jauría de monstruos
inconcebibles. Permanecían dentro de varias jaulas, agitados y babeantes, y
eran la materialización de una aberrante pesadilla: una especie de serpiente
cubierta de pelo espeso, cuya cabeza recordaba vagamente a la de un gato,
estaba enroscada en los barrotes de su encierro: más allá, una masa redondeada
y repugnante, provista de robustas patas, terminaba en una minúscula cabeza de
pájaro dotada de labios como los de un mamífero. En otro ángulo del sótano,
algo inacabado y blando, en cuyos costados crecían una especie de aletas poco
desarrolladas, la miraba fijamente desde unos ojos claramente humanos. Vivió
unos segundos imborrables, suficientes para destrozar una vida entera. No pudo
resistir aquella visión. Con las manos tapándose los oídos, tratando de eludir
la espantosa realidad de aquellos monstruos inconcebibles, cayó al suelo presa
de incontenibles convulsiones...
* * *
Cuando abrió los ojos no sabía dónde se encontraba.
¿Había soñado? Buscó a tientas su despertador para ver la hora y sus manos sólo
encontraron el vacío. El olor conocido de la estancia fue lo primero que le
desveló la espantosa realidad de cuanto había sucedido unas horas antes.
Ninguna mente humana puede imaginar atrocidades semejantes. Sin embargo, ella
lo había visto; estaban allí, en aquella misma casa. Absolutamente
des-controlada, rotos todos los esquemas de comportamiento razonable que
pudieran llevarla a una solución salvadora, empezó a llorar como un niño
indefenso y desorientado en el límite de la angustia. Se acurrucó en un rincón
del camastro y se tapó la cabeza con la manta buscando un refugio consolador.
Pero no pudo sustraerse a su situación. Estaba
atrapada en un lugar oscuro y recóndito de la ciudad, y su presencia allí era
desconocida por todos los que la amaban. Esta torturante realidad le produjo
una náusea trastornadora. Exhausta y debilitada por la demencial circunstancia
en que se encontraba, incapaz de soportar una tensión brutal, perdió otra vez
el sentido.
Unos golpes repetidos en sus mejillas, la
despertaron. El hombrecillo estaba otra vez frente a ella con una taza de algo
caliente y reconfortante.
Sin duda pensaba que la falta de alimento habría
debilitado ya suficientemente sus defensas. Mientras bebía el contenido de una
taza, él le habló persuasivo, con suavidad:
-Es preciso, es preciso que se acostumbren a su
presencia. Debe controlarse. Espero que esta vez pueda ser amable con ellos
durante unos minutos que, poco a poco, iremos prolongando hasta que podamos
trabajar juntos.
En medio de la confusión que la embargaba comprendió
que otra vez iba a conducirla hasta aquel abismo aterrador. No pudo defenderse;
una profunda laxitud la estaba invadiendo por segundos. Su voluntad quedó
inerme a merced de aquel hombre que, pasando uno de los brazos de la muchacha
alrededor de su cuello y sujetándola por la cintura, la arrastró escaleras
abajo, tambaleante, hasta la puerta del sótano. Otra vez se puso la careta y
los guantes. Descorrió los cerrojos. Pulsó el interruptor.
Toda la droga ingerida no pudo evitar que María
reaccionase otra vez con repulsión infinita frente a aquellos monstruos
inquietos y gimoteantes que empezaron a moverse extremadamente agitados. Y de
pronto, con una fuerza sorprendente, en un intento desesperado de sobrevivir,
María se desprendió del cuerpo de su vigilante empujándole con violencia
inusitada. El sorprendido demente, tambaleante, fue a chocar estrepitosamente
contra la gran mesa que soportaba las jaulas, mientras aquellos seres
monstruosos gritaban frenéticamente, asustados.
-¡Idiota! -gritó el hombre desde el suelo. ¿Qué ha
hecho? ¡Lo ha estropeado todo! Ellos tenían que conocerla poco a poco. Ahora no
la querrán. ¡No la querrán!
Inmovilizada por el pánico que le producía aquella
marabunta infernal, vio cómo las puertas de las jaulas, al precipitarse éstas
sobre las losas del sótano, se habían abierto. La sangre huyó de sus venas
cuando comprendió que los seres de quimera que tenía delante pronto
descubrirían la libertad. Y un impulso más fuerte que el pavor la obligó a huir
subiendo las escaleras a saltos des-mesurados. Se precipitó a través de una
ventana entre un estrépito de cristales hecho añicos. Después, con los brazos y
el rostro sangrantes a causa de los cortes, corrió sin parar, interminable-mente...
* * *
«Dijo luego Dios: Brote la tierra seres animados
según su especie, ganados, reptiles y bestias de la tierra según su especie. Y
así fue. Y vio Dios ser bueno y los bendijo diciendo Procread y multiplicaos...»
* * *
La señora Olmedo salía del mercado tras realizar su
compra semanal. De improviso, algo se le enroscó entre las piernas. Cayó rodando
por la escalera arrastrando tras ella el carrito de las provisiones, que
quedaron esparcidas por la acera. Desde el suelo alcanzó a verlo. Tres
escalones más arriba algo vivo y amorfo ascendía por los escalones. Gritó
aterrorizada y, en unos instantes, el pánico y el desconcierto se apoderaron de
las mujeres y los vendedores de aquel viejo edificio, de la gente que se
encontraba próxima, mientras aquello, tras alcanzar la nave central,
avanzaba lentamente hacia un puesto de carne...
Esa misma mañana, Cristina caminaba apresurada hacia
el colegio. Llegaba tarde. Esperó la señal verde con impaciencia junto al
semáforo. Un súbito impacto en su cuello le hizo gritar de dolor y sorpresa.
Sobre su hombro se había posado una forma alada, insectívora y peluda, que
lamía sus mejillas. Sus pupilas de adolescente se dilataron de espanto. Los
conductores que transitaban por la avenida creyeron oír un grito de horror.
Algunos transeúntes que lo vieron se detuvieron en seco inmovilizados por el
espanto. Después, aquella cosa, emprendió otra vez el vuelo.
Hacia el Este de la ciudad, en una habitación
confortable situada en un segundo piso, la mamá, todavía adormilada, se
disponía a cambiar los pañales de su bebé. Alzó la cabeza; en la penumbra del
dormitorio su mirada se cruzó con unos ojos heladores que la miraban al otro
lado de la ventana: una bestia encogida, de piel áspera, golpeaba con torpeza
sobre los cristales moviendo una pezuña terrosa...
* * *
Doy testimonio de ello: una mañana de viento frío y
desapacible trajo consigo una invasión imprevisible de pavorosas criaturas
mutantes. Penetraron en las cafeterías más acogedoras, esperaron agazapadas en
los rellanos de las escaleras, bajaron hasta los pasillos del metro, se
acurrucaron en los vestíbulos de los cines. Cundió el pánico y se recordaron
viejas pesadillas medievales. Durante la noche, se escucharon sus gruñidos en
las solitarias avenidas. Algunos vecinos las oyeron de madrugada arañando
detrás de sus puertas...
999. Anonimo
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