La vi desde la ventana de la cocina. Experimenté un
sentimiento mezcla de estupor y de indignación ante aquella descarada
intromisión. La pequeña tienda de campaña aparecía plantada en el extremo sur
de la pradera, casi junto a la valla. Su color verde contrastaba vivamente con
el verde del césped. A juzgar por la quietud reinante, sus ocupantes deberían
de dormir todavía a pierna suelta. Permanecí allí perplejo, con el vaso de zumo
de naranja en la mano, considerando lo insólito de aquella imprevista
ocupación. Al rato Celia entró en la cocina y me preguntó que miraba con tanto
interés. Se aproximó hacia dónde yo me encontraba y miró hacia el exterior.
Después me miró a mí. Los ocupantes deberían haber considerado que la mullida hierba
del jardín de nuestra propiedad era el lugar más indicado para hacer la noche.
Al parecer no se habían detenido a considerar que para hacerlo era necesario
saltar la valla, invadiendo un terreno privado. Cabía también la
posibilidad de que, como la noche anterior nos habíamos acostado muy temprano,
hubieran supuesto que el chalet se encontraba deshabitado todavía. Lo más
singular era que Tomy, nuestro perro, no hubiera dado durante la noche el
mínimo signo de inquietud.
En aquel mismo instante, mientras nos encontrábamos
Celia y yo contemplándola desde la ventana de la cocina, Tomy salió de su
perrera, se desperezó largamente y miró hacia la tienda. Después, sin mostrar
ningún signo de inquietud, vino hacia nosotros y comenzó a dar saltos
junto a la ventana en espera de que le arrojáramos algo de comer. Pero en vista
de que sus cabriolas no tuvieron el éxito esperado, se marchó caminando
lentamente y se echó sobre la hierba a mitad de camino entre la tienda y la
casa.
Me disponía a salir al jardín para despertar a los
intrusos cuando Celia me detuvo, arguyendo que convenía obrar con prudencia. No
sabíamos con qué clase de personas teníamos que habérnoslas; podría tratarse de
golfos o desaprensivos. El hecho de que no hubieran tenido reparo en traspasar
la valla era indicio de su falta de escrúpulos. Ella consideraba más sensato no
darse por enterados del asunto. Con toda probabilidad los intrusos levantarían
el campo a no tardar y se marcharían por donde habían venido. Yo me revelé
contra aquella manera de actuar, y ella me recordó que nos hallábamos en medio
campo y que la casa más cercana se hallaba a kilómetro y medio. Teníamos un
arma, pero echar mano de ella hubiera sido desorbitar las cosas. La carretera
distaba tan sólo unos doscientos metros. El tráfico solía ser abundante hasta
la hora de comer. Lo más fácil era que los desconocidos desmontaran la tienda y
se marcharan haciendo auto-stop.
Permanecimos cerca de hora y media tras la ventana
de la cocina. Los propietarios de la tienda no parecían tener la mínima prisa
por contemplar la luz del sol. Yo me sentía ridículo en aquella posición de
espera; sentía mi amor propio humillado. Pensaba que a pesar de lo que había
dicho, Celia esperaría de mí que me enfrentara con los tipos de la tienda y les
conminara a abandonar nuestra propiedad. Si se trataba de alguna clase de
delincuentes o de gente alborotadora, supondrían de inmediato que nos habían
amedrentado, lo que les facilitaría actuar a su antojo. En medio de aquella
situación ridícula, lo más indignante era la pasividad de Tomy que, por lo
general, ladraba furiosamente a cualquiera que se atreviera a aproximarse a
menos de cien metros de la valla. Allí estaba, contemplando perezosamente la
piscina, como si la tienda de campaña roja no significara la más mínima
intrusión.
Llegó la hora del mediodía sin que nadie hubiera
hecho su aparición. Empezábamos a sospechar que la tienda estaba vacía, lo que
resultaba todavía más extraño. Como el sol empezaba a calentar, bajamos la
persiana y continuamos al acecho a través de las rendijas. De pronto algo se
movió en el interior de la tienda; las paredes de lona se agitaron y alguien
descorrió la cremallera de la entrada. Un individuo de aspecto desaliñado,
desnudo de cintura para arriba, salió al exterior y se desperezó
voluptuosa-ente. Debería de tener aproximadamente nuestra misma edad. Vestía
unos pantalones vaqueros descoloridos, y su pelo, más largo de lo habitual,
parecía sucio y grasiento. Miró hacia la casa y a pesar de que no podía vernos,
Celia y yo retrocedimos instintivamente un paso. El intruso volvió a entrar en
la tienda, de la que salió al poco con una pequeña toalla. Se encaminó hacia la
piscina con la intención probable de lavarse. Tomy se incorporó al verle
aproximarse y, sin dar muestra alguna de inquietud, aguardó a que el
desconocido llegase hasta el borde del agua. Luego inició una carrerita hacia
él, moviendo amistosamente el rabo, y se dejó acariciar por el hombre de la
tienda. El desconocido se echó al borde de la piscina y se lavó el rostro y los
brazos. Después volvió a entrar en la tienda.
Celia y yo, ocultos por la
persiana, suponíamos que el individuo no tardaría en recoger la tienda y
marcharse. Pero, lejos de hacerlo, salió con un pequeño hornillo de gas y una
sartén, y procedió a prepararse la comida. El perro a él al oler el guiso, y el
desconocido le arrojó unos despojos que Tomy devoró con avidez. Celia y yo nos
miramos con desconcierto. Me pidió que continuara al acecho y ella se dedicó a
preparar la comida. Yo situé la mesa de forma tal que, sentados, pudiéramos
seguir viendo la tienda. Comimos en silencio. En el ambiente tenso, los ruidos
de los cubiertos contra la vajilla sonaban desmesuradamente.
Al atardecer decidimos enfrentarnos al desconocido.
Salimos al porche y permanecimos detenidos un momento. El de la tienda parecía
contemplar ensimismado el crepúsculo. Tomy se aproximó a nosotros meneando la
cola y acercó su hocico húmedo a mi mano. Pedí a Celia que permaneciera en el
porche y comencé a bajar los cuatro escalones que dan sobre la hierba. Celia me
contemplaba desde el porche mientras acariciaba al perro de manera mecánica.
A unos metros del intruso, que no parecía haberse
percatado de mi presencia, me detuve. No sabiendo cómo empezar, le di las
buenas tardes en un tono que pretendí enérgico. El no se dignó ni siquiera a
mirarme. Me acerqué más y, a su espalda, volví a repetir el saludo. El hizo
girar entonces su cabeza y clavó en mis ojos una mirada atroz. Tuve miedo y las
palabras se congelaron en mi garganta. Luchando contra el temor que me
inspiraba esa mirada, logré articular penosamente una frase. Le pregunté qué
hacía allí y dije que aquello era una propiedad particular. El volvió a
concentrarse en el sol crepuscular haciendo caso omiso de mi presencia. Cuando
regresé al lado de Celia mi frente estaba empapada de sudor y me flanqueaban
las rodillas.
Celia no me preguntó qué es lo que le había dicho.
Yo pensaba contarle que parecía extranjero -sabiendo que mentía, porque no
había dado muestras de entenderme. Pero ella, anticipándose a mi comentario,
dijo: «Ya se irá...»
Durante la cena nos pusimos de acuerdo tácitamente
para obviar el tema. Teníamos la esperanza de que, olvidándonos de él
terminaría por desaparecer y todo continuaría como antes de su llegada. Celia
se mostró especialmente amable, aunque yo tenía el convencimiento de que,
secretamente, me recriminaba por mi falta de energía. ¿Qué podía yo hacer? No
era aquel momento para salir al jardín y exigirle que abandonara nuestra
propiedad. No era cuestión tampoco de dejarla allí sola e ir a buscar a la
policía. Igualmente absurdo resultaría dejar al desconocido acampando en
nuestro jardín y correr los dos en el coche a la ciudad. Cuando regresáramos
-en el supuesto de que la policía nos hiciera caso- seguramente no
encontraríamos ya a nadie, con el consiguiente ridículo.
Nos pusimos de acuerdo para seguir haciendo nuestra
vida normal. Ella fregó los platos después de la cena y yo la ayudé a
enjuagarlos. Nos preparamos nuestras bebidas favoritas y salimos a sentarnos en
el porche como cada noche. En el límite de la pradera una luz roja indicaba que
la tienda continuaba allí y que el desconocido no tenía intención de marcharse,
por lo menos hasta el día siguiente. Busqué música en la radio portátil y
ofrecí a Celia un cigarrillo. Las volutas de humo ascendían hacia el techo del
porche. La mirada de Celia estaba clavada en la lucecilla roja. Hubiera dado
todo el oro del mundo por penetrar en sus más íntimos pensamientos. Me desperté
varias veces, pero contuve los deseos de levantarme y mirar por la ventana. La
noche era oscura. Si, como parecía natural, el intruso había apagado el farol,
no había medio de saber si continuaba allí o no. Al amanecer Celia se removió
inquieta en el lecho. Yo fingí que dormía. Ella entonces apartó las sábanas y
se acercó a la ventana. Permaneció mirando el exterior durante algunos minutos,
al cabo de los cuales volvió a acostarse. «Sigue allí», musitó dándome la
espalda.
Desayunamos muy tarde. Cuando nos asomamos al
porche, vimos que el desconocido estaba sentado en una de las butacas situadas
al borde de la piscina. Tomy se había echado a su lado y parecía dormitar
apaciblemente.
Yo permanecí en el porche en actitud vacilante.
Celia -hubiera jurado que me miró con el mayor desprecio del mundo- entró de
nuevo en la casa, y salió al poco en traje de baño. Tomando de encima de la
mesa del porche la novela que estaba leyendo, se encaminó hacia la piscina y se
sentó en la otra butaca a escasos metros del desconocido, el cual no dio muestras
de haberse apercibido de su presencia. Ella llamó al perro, que corrió a
tumbarse a sus pies. Después, mi esposa se enfrascó en la lectura del libro
como si tal cosa. Yo debía hacer una figura ridícula en lo alto del porche.
Poco después, el intruso, despojándose del pantalón
vaquero, se quedó en bañador y se lanzó a la piscina. Tomy -como solía hacer
cada vez que yo saltaba al agua- se levantó saltando y siguió por la orilla las
trayectorias del nadador. Celia, sin cerrar la novela, permanecía atentas a las
evoluciones natatorias del desconocido. Sentí que un odio sordo se iba
incubando en mi alma, y que ese odio tenía también a Celia como objeto. Cuando
el des-conocido salió del agua, me pareció que Celia lo contemplaba con
satisfac-ción.
Descendí lentamente las escaleras y caminé sobre la
hierba en dirección paralela a donde ellos se encontraban. Me sentía ridículo,
y Celia había sido la causante de aquel sentimiento al actuar como si nada
anormal estuviera ocurriendo. Cuando llegué a la altura de piscina, siempre
siguiendo la cerca del jardín, me senté sobre la hierba. Desde donde me
encontraba podía ver perfectamente a los dos. El desconocido tomaba el sol
apaciblemente. Celia fingía leer la novela, pero me apercibí de que, por encima
de las páginas, no cesaba de mirar al intruso.
Después del mediodía, Celia cerró su libro y se
encaminó hacia la casa. Yo la seguí. Entró a la cocina y se dispuso a preparar
la comida. Sin decir palabra dispuso tres servicios sobre la mesa. Yo me quedé
perplejo y, ante la expresión adusta de su rostro, preferí no hacer ningún
comentario. Si aquella era su forma de llamarme cobarde, lo más sensato sería
no darme por enterado. Retiré uno de los servicios y me senté a la mesa. Ella
se encerró en un silencio cazurro y no me dirigió la palabra durante toda la
comida.
Una vez que hubimos fregado la vajilla, nos
dirigimos al dormitorio para echarnos una siesta. Al poco de estar en la cama,
me sentí fuertemente excitado y me fui aproximando a su cuerpo. Ella, con
suavidad, pero enérgicamente, apartó mis manos y se retiró a un extremo del
lecho.
Al atardecer, se repitió la escena de la mañana.
Celia se sentó cerca del intruso, al borde de la piscina, y yo, caminado cerca
de la valla me situé a su altura, a una distancia media entre el porche y la
tienda de campaña. El perro corría alocadamente sobre la hierba persiguiendo
pequeños insectos voladores. En determinado momento el desconocido hizo un
gesto con la mano y Tomy corrió hacia él de manera sumisa. Se echó s sus pies
moviendo la cola y emitió unos aullidos de contento.
Poco a poco, procurando que no me viera, comencé a
caminar cerca de la valla en dirección a la tienda de campaña. Cuando ya estaba
cerca de la parte superior del jardín, Celia me miró y debió comprender mis
intenciones, porque cerrando el libro, dirigió por primera vez unas palabras al
desconocido y, poniéndose en pie, se dirigió hacia la casa. El hombre fue
siguiéndola con la mirada hasta que ella subió las escaleras del porche. Una
vez allí, ella se volvió y se detuvo un momento sonriente. No supe si su mirada
estaba dirigida a mí o a él, porque en ese momento nos encontrá-bamos los tres
en línea recta. Después los dos entraron en la casa.
Llegué hasta la tienda y me detuve un buen rato con
los ojos fijos en la puerta del chalet. Por un momento pensé que alguien me
observaba desde la ventana de la cocina. El perro se vino corriendo hacia mí y
comenzó a olisquearme los zapatos y a lamerme la mano. De pronto me sentí
fuerte-ente excitado. Comprendí repentinamente que los dos habían entrado en la
casa con el mismo propósito. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al imaginarlos
desnudos sobre el lecho. Experimenté un deseo atroz y un odio furibundo. Entré
en la tienda como una exhalación y vi el machete junto a las provisiones.
Con el cuchillo en la mano me encaminé hacia la
casa. Di un rodeo buscando una ventana abierta y me deslicé en el interior por
la de la cocina. Caminando sigilosamente llegué hasta la puerta del dormitorio.
Desde fuera se oían sus jadeos. Me detuve un instante mientras sentía
acrecentarse en mi interior el odio y el deseo. Después, di una gran patada a
la puerta y entré dando alaridos y enarbolando el cuchillo en alto. Allí
estaban, desnudos sobre la cama, indefensos.
Sin perder un segundo me lancé contra ellos y hundí
repetidas veces el machete en el cuerpo del hombre. La sangre brotó a
borbotones. Un último tajo a la altura de la garganta, y se derrumbó muerto
sobre el entarimado. Entonces me volví hacia ella que, incapaz de emitir un
solo grito, me miraba espantada con los ojos fuera de las órbitas. Apliqué el
machete a la altura de su yugular y la abracé convulsamente. Ella retorció bajo
mi peso, pero al cabo de un instante las fuerzas la abandonaron. Entonces la
forcé y gocé de su cuerpo. Simultáneamente con el último espasmo, el machete
tembló en mi mano y, a impulsos de aquel gozo, penetró profundamente en su
blanca garganta. Después lo levanté varias veces sobre mi cabeza y lo hundí en
su cuerpo convulso.
Salí del dormitorio manchado de sangre. Bajé los
escalones del porche y me lancé al agua desde el borde de la piscina
sosteniendo el machete en la mano. El perro corrió hacia la casa y comenzó a
aullar lastimeramente.
Después me encaminé hacia la tienda y, tras
asegurarme de que el machete estaba completa-mente limpio, lo guardé en su
funda. Recogí el hornillo y la sartén y los guardé en la mochila. Plegué el
saco de dormir y descolgué el farol. Luego, sin precipitaciones, haciendo las
cosas ordenada-mente, comencé a desmontar la tienda.
Cuando hube empacado todas mis pertenencias, cargué
la mochila al hombro, salté la tapia del jardín y, silbando tranquilamente, me
largué por donde había venido.
999. Anonimo
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