391. Cuento popular castellano
En un pueblo de la Sierra vivía una pobre
viuda con un hijo único, que por cierto era hijo del trabajo y no podía ver a
su padre. Tanto era lo que debían a los vecinos -a todo el pueblo en general-
que ya no podían salir de casa, porque nadie les socorría. Y afligidos por el
hambre, dijo un día el hijo a la madre:
-Voy a hacer el muerto. Y en cuanto lo haga,
ustez empieza a pedir auxilio.
Como así lo hicieron. Se tendió en un escaño
de la cocina y se fingió muerto. Su madre empezó a pedir auxilio implorando la caridaz
de los vecinos. Los cuales, viendo la desgracia que sobre ella había caído,
empezaron por decir:
-Pobre mujer, ya no tiene quien la gane el
pan.
-A mí me debía un duro -dijo un vecino-. Se
lo perdono. Otro decía:
-A mí una fanega de trigo. También se lo
perdono.
Y varios vecinos del pueblo decían lo mismo.
Pero un zapatero cojo que había en el pueblo dijo:
-A mí me debe cuatro pesetas de un par de
zapatos. No se lo perdono.
Por lo cual, como antiguamente tenían la
costumbre de llevar los difuntos a la iglesia así que expiraban, y tenía que ir
uno durante la noche a velarle, le dijeron al zapatero:
-Ya que no le perdonas las cuatro pesetas, te
vamos a dar el castigo de ir a velar el cadáver esta noche.
Y la contestación del zapatero fue que en vez
de gastar luz en su casa, pues a la luz de la lámpara de la iglesia se hacía un
par de zapatos y le salía todavía con más economía y más interés.
Precisamente en esa noche dio la casualidaz
que intentaron robar la iglesia por sospechas de que había muchos intereses y
muchas alhajas. El zapatero, que estaba a su trabajo de su par de botas, sintió
ruido y dijo para sí:
-Alguno viene a darme la cencerrada. Pero no
me asustan. Estoy cumpliendo con mi deber.
Mas como el ruido continuaba, ya se aproximó
a la puerta de la iglesia a escuchar qué clase de personal era que intentaba
asustarle. Y como oyó palabras que no le agradaron, escapadamente fue donde
tenía todos los aparatos de coser, hormas, mesilla, martillo y todos los
trastos, y se lo subió al coro. Y allí en un rinconcito, esperando a ver qué
ruido era que había sentido y con ganas de que viniera el día -entraron una
tanda de catorce individuos. Por lo cual, viendo que había en medio de la
iglesia una tumba, dijo uno de los más jóvenes y más decididos:
-¡Qué espantajo será éste!
Y tirando el manto encima de la tumba se
encontró con el difunto. Por lo cual dijo a su capitán:
Mi capitán, voy a estrenar mi espada en el
cadáver. Y le dijo su jefe:
-Aquí no venimos a matar difuntos. Venimos a
por dinero, que es lo que más cuenta nos tiene.
Entraron en la sacristía y recogiendo alhajas
de mucho valor y bastante dinero, se pusieron a contarlo y a dividirlo a la luz
de la lámpara. Pero el joven no estaba conforme si no hacía una de las suyas
-de que había visto el cadáver, con lo que podría estrenar su nueva espada. Y
volvió a advertírselo a su capitán:
-Yo voy a dar una estocada al cadáver, que de
muerto no pasa, y así veo si mi acero vale.
Volvió a tirar el manto para atrás. Mas el
que aparentaba a ser difunto, viéndose con la muerte ya encima, abrió los
brazos de repente y dijo:
-;Vengan aquí todos los difuntos!
Y el zapatero, que estaba en lo alto del
coro, al oír hablar a su vecino y compañero, dijo en alta voz:
-¡Allá vamos todos juntos!
Tiró la mesilla, las hormas, los zapatos y
toda la herramienta -que produjeron un ruido espantoso. Al sentir el estrépito
tan resonante, los ladrones se escaparon, dejando allí todo el dinero, por el
miedo que les causó el estruendo, que creyeron que se hundía el firmamento.
Salieron a todo meter a dos quilómetros de la población.
Y se quedaron solos el que hacía de muerto y
el zapatero, que estaban disfrutando y partiendo el dinero. El uno decía que le
había puesto quince céntimos el domingo anterior en la cantina. El otro que le
había pagado un real las noches pasadas. Y como había vuelto uno de los
ladrones a escuchar el personal que había, al oír esas palabras, volvió rabo
entre piernas y le dijo a su capitán:
-¡Cualquiera se arrima! ¡El personal que debe
haber! ¡Con tanto dinero como había, y tocan a real y a quince céntimos!
Aldeonsancho,
Segovia. Juan Pascual Alonso.
23
de abril, 1936. Dulzainero, 55 años.
Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo
058. anonimo (castilla y leon)
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