Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 1 de agosto de 2012

Tocan a real


391. Cuento popular castellano

En un pueblo de la Sierra vivía una pobre viuda con un hijo único, que por cierto era hijo del trabajo y no podía ver a su pa­dre. Tanto era lo que debían a los vecinos -a todo el pueblo en general- que ya no podían salir de casa, porque nadie les soco­rría. Y afligidos por el hambre, dijo un día el hijo a la madre:
-Voy a hacer el muerto. Y en cuanto lo haga, ustez empieza a pedir auxilio.
Como así lo hicieron. Se tendió en un escaño de la cocina y se fingió muerto. Su madre empezó a pedir auxilio implorando la caridaz de los vecinos. Los cuales, viendo la desgracia que sobre ella había caído, empezaron por decir:
-Pobre mujer, ya no tiene quien la gane el pan.
-A mí me debía un duro -dijo un vecino-. Se lo perdono. Otro decía:
-A mí una fanega de trigo. También se lo perdono.
Y varios vecinos del pueblo decían lo mismo. Pero un zapatero cojo que había en el pueblo dijo:
-A mí me debe cuatro pesetas de un par de zapatos. No se lo perdono.
Por lo cual, como antiguamente tenían la costumbre de llevar los difuntos a la iglesia así que expiraban, y tenía que ir uno du­rante la noche a velarle, le dijeron al zapatero:
-Ya que no le perdonas las cuatro pesetas, te vamos a dar el castigo de ir a velar el cadáver esta noche.
Y la contestación del zapatero fue que en vez de gastar luz en su casa, pues a la luz de la lámpara de la iglesia se hacía un par de zapatos y le salía todavía con más economía y más interés.
Precisamente en esa noche dio la casualidaz que intentaron robar la iglesia por sospechas de que había muchos intereses y muchas alhajas. El zapatero, que estaba a su trabajo de su par de botas, sintió ruido y dijo para sí:
-Alguno viene a darme la cencerrada. Pero no me asustan. Estoy cumpliendo con mi deber.
Mas como el ruido continuaba, ya se aproximó a la puerta de la iglesia a escuchar qué clase de personal era que intentaba asus­tarle. Y como oyó palabras que no le agradaron, escapadamente fue donde tenía todos los aparatos de coser, hormas, mesilla, mar­tillo y todos los trastos, y se lo subió al coro. Y allí en un rincon­cito, esperando a ver qué ruido era que había sentido y con ganas de que viniera el día -entraron una tanda de catorce individuos. Por lo cual, viendo que había en medio de la iglesia una tumba, dijo uno de los más jóvenes y más decididos:
-¡Qué espantajo será éste!
Y tirando el manto encima de la tumba se encontró con el di­funto. Por lo cual dijo a su capitán:
Mi capitán, voy a estrenar mi espada en el cadáver. Y le dijo su jefe:
-Aquí no venimos a matar difuntos. Venimos a por dinero, que es lo que más cuenta nos tiene.
Entraron en la sacristía y recogiendo alhajas de mucho valor y bastante dinero, se pusieron a contarlo y a dividirlo a la luz de la lámpara. Pero el joven no estaba conforme si no hacía una de las suyas -de que había visto el cadáver, con lo que podría es­trenar su nueva espada. Y volvió a advertírselo a su capitán:
-Yo voy a dar una estocada al cadáver, que de muerto no pasa, y así veo si mi acero vale.
Volvió a tirar el manto para atrás. Mas el que aparentaba a ser difunto, viéndose con la muerte ya encima, abrió los brazos de repente y dijo:
-;Vengan aquí todos los difuntos!
Y el zapatero, que estaba en lo alto del coro, al oír hablar a su vecino y compañero, dijo en alta voz:
-¡Allá vamos todos juntos!
Tiró la mesilla, las hormas, los zapatos y toda la herramienta -que produjeron un ruido espantoso. Al sentir el estrépito tan resonante, los ladrones se escaparon, dejando allí todo el dinero, por el miedo que les causó el estruendo, que creyeron que se hun­día el firmamento. Salieron a todo meter a dos quilómetros de la población.
Y se quedaron solos el que hacía de muerto y el zapatero, que estaban disfrutando y partiendo el dinero. El uno decía que le había puesto quince céntimos el domingo anterior en la cantina. El otro que le había pagado un real las noches pasadas. Y como había vuelto uno de los ladrones a escuchar el personal que había, al oír esas palabras, volvió rabo entre piernas y le dijo a su capitán:
-¡Cualquiera se arrima! ¡El personal que debe haber! ¡Con tanto dinero como había, y tocan a real y a quince céntimos!

Aldeonsancho, Segovia. Juan Pascual Alonso.
23 de abril, 1936. Dulzainero, 55 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. anonimo (castilla y leon)

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