Había una vez un joven
pobre que había heredado de sus padres una cabaña en el bosque y subsistía
trabajando de carbonero. Se llamaba Kogoro. Vivía solo en su cabaña. Nadie le
habría dado la mano de su hija a un pobretón como él. El joven sufría por ello y,
más de una vez, le suplicó a la benéfica Kuan-Wong que le hiciese conocer a una
buena mujer.
La diosa lo escuchó.
Un día apareció en su
cabaña una muchacha muy bella, que le preguntó:
-¿Tú eres Kogoro el
carbonero?
-Sí, soy yo, hermosa
joven. ¿Qué deseas?
-Quiero ser tu mujer.
Anoche, mientras dormía, se me apareció la diosa Kuan-Wong y me dijo que
estando contigo me favorecerá la fortuna.
El pobre carbonero
respondió, apenado:
-¿Qué fortuna quieres
encontrar, hermosa joven, en esta vieja cabaña? Mi trabajo me alcanza a duras
penas para vivir.
Pero la hermosa muchacha
no se dejó desanimar. Abrió un bolso de brocado, sacó dos monedas de oro y se
las entregó a Kogoro diciendo:
-No temas, la buena Kuan-Wong
cuidará de nosotros. Ve a la ciudad y compra algo de comer.
Kogoro el carbonero cogió
las monedas y se puso en marcha hacia la ciudad. La carretera corría paralela a
un río. Junto a la orilla, nadaban dos pequeños patos. El carbonero se alegró:
-Con ellos podríamos
preparar una buena cena para mi hada y para mí.
Sin pensarlo dos veces,
arrojó a los patos las dos monedas de oro. El desdichado, que jamás había visto
dinero, las había confundido con dos piedras. Sin embargo, no golpeó a los
patos. Las monedas de oro se hundieron en el agua y las dos aves huyeron.
Kogoro tuvo que volver a casa. Con lágrimas en los ojos, le contó a la bella
joven cómo había perdido sus guijarros. La joven le respondió anonadada:
-Pero no eran guijarros,
eran monedas de oro, y el oro es la cosa más preciosa del mundo. Con esas dos
monedas podrías haber comprado carne, arroz, patos, todo lo que quisieras.
Esta vez le tocó a Kogoro
sorprenderse:
-Pero ¿qué me dices? ¿Que
esas piedras amarillas son lo más precioso del mundo? No lo sabía, de verdad.
En el bosque, detrás de mi cabaña, hay montones de esas piedras.
Guió a la joven hasta una
gruta. A la luz de la antorcha, las paredes resplandecían como si fuese la sala
del tesoro del emperador. La gruta estaba llena de oro.
Desde aquel día, Kogoro
el carbonero se convirtió en el hombre más rico del país. Compró el terreno que
rodeaba su cabaña, se hizo construir un espléndido palacio, dedicó un magnífico
templo a la diosa Kuan-Wong y vivió como un príncipe. La gente comenzó a
llamarlo el príncipe carbonero.
El príncipe carbonero y
su bella esposa vivían felices. Tenían un solo sinsabor: la falta de hijos.
Decidieron entonces elevar una súplica a la diosa Kuan-Wong y ella escuchó la
plegaria. Un año y un día después, la mujer de Kogoro dio a luz una niña tan
bella como una piedra preciosa. La llamaron Tamayo.
Cuando Tamapo cumplió
catorce años, ascendió al trono el emperador Yomeiki. El nuevo soberano aún era
joven y buscaba novia. Reunió a sus cortesanos y dignatarios del imperio;
distribuyó entre ellos sesenta y seis abanicos y les ordenó:
-Coged estos abanicos y
enviad mensajeros a las sesenta y seis provincias de mi imperio. Deberán
encontrar a una muchacha que sea tan hermosa como el retrato pintado en mis
abanicos. Sea pobre o rica, sea de noble origen o de humilde nacimiento, me
casaré con ella.
Los sesenta y seis
mensajeros salieron en busca, por todo el reino, de la bella del abanico.
Viajaron de ciudad en ciudad, visitaron las aldeas, entraron en los palacios y
en las chozas, hasta que no tuvieron más remedio que volver a la corte con las
manos vacías. Sólo desde el país en el que vivía el príncipe carbonero llegó la
noticia de que había una muchacha aún más hermosa que la del abanico. El
emperador decidió admirar en persona su belleza y envió a Kogoro un mensajero
para suplicarle que llevase a la corte a la bella Tamayo. Pero Kogoro se negó
cortésmente:
-La orden del emperador
es un honor para mí, pero Tamago es nuestra única hija y no podemos separarnos
de ella.
Cuando el emperador
escuchó la respuesta del príncipe carbonero, montó en cólera y envió, ese
mismo día, el siguiente mensaje:
-Si no quieres traerme a
tu hija, tendrás que enviarme, en siete días, cien mil celemines de flores de
amapola.
Kogoro, abatido, le dijo
con mucha tristeza a su bella esposa:
-Ahora no tendremos más
remedio que entregarle nuestra hija al emperador. ¿Dónde quieres que encuentre
cien mil celemines de semillas de amapola?
Pero su mujer sonrió y
dijo:
-No te preocupes. En los
catorce mil jardines que me has regalado en estos últimos catorce años, he
cultivado todas las plantas del mundo y, año tras año, he guardado sus semillas
en el inmenso granero que se encuentra detrás de nuestro palacio. No sé cuántas
semillas de amapola hay allí, pero sin duda habrá más de cien mil celemines.
Kogoro se alegró por la
sabiduría de su mujer y, antes de los siete días fijados, envió al emperador
cien mil celemines de semillas de amapola en unos carros espléndidos.
El emperador se quedó con
la boca abierta:
-Éste debe de ser el
hombre más rico de los tres mayores reinos: la India , China y Japón.
Pero la bella Tamayo le
robaba el sueño. Pasado un tiempo, mandó nuevos embajadores a Kogoro con esta
orden:
-Si no me entregas a tu
hija, deberás enviarme siete piezas de tela del más fino brocado de oro. Cada
pieza debe tener treinta y cinco metros de largo y cada brocado debe
representar la imagen del paraíso.
Kogoro, abatido, le dijo
con mucha tristeza a su mujer:
-Esta vez no habrá más
remedio que entregarle nuestra hija al emperador. ¿Dónde quieres que encuentre
siete piezas de tela con un brocado de ese tipo?
Pero su esposa sonrió y
dijo:
-Debemos la llegada de
nuestra hija a la diosa Kuan-Wong. Pidámosle consejo a ella.
Kogoro se alegró por la
sabiduría de su mujer yambos se encaminaron hacia el templo de la diosa
Kuan-Wong para pedirle consejo.
La diosa les dijo:
-Tamayo es también mi
hija y me daría mucha pena separarme de ella. Por eso quiero ayudaros.
Con una seña llamó a
todos los dioses y semidioses del cielo y de la tierra, y les ordenó que
tejiesen siete telas con el precioso brocado.
En pocos instantes,
estuvieron listas y, antes de cumplirse los siete días de plazo, se las
llevaron al emperador. El emperador estaba atónito:
-Por lo que veo, Kuan-Wong
en persona protege a este carbonero. Siendo así, mis poderes imperiales nada
pueden hacer.
El mismo día, el
emperador se disfrazó de peregrino y dejó furtivamente el palacio. Viajando
siempre a pie, fue a la residencia de Kogoro para ver con sus propios ojos si
Tamayo era tan bella como se decía. Al llegar al palacio, se presentó y pidió
trabajo.
A Kogoro le cayó bien el
muchacho.
-¿De dónde vienes? -le
preguntó.
-De la ciudad del
emperador.
-¿Y cómo te llamas?
-San-Ro -respondió el
peregrino.
-¿San-Ro? Tu nombre
significa «camino entre montañas». No sabía que un hombre podía llevar ese
nombre. De todos modos, San-Ro, desde hoy en adelante te ocuparás de las mil
vacas que poseo. Tengo mil pastores, pero no han hecho bien su trabajo y han
permitido que, en muchas ocasiones, falte hierba y agua para mis vacas. Si
logras hacerlo mejor que ellos, te quedarás conmigo.
El pobre San-Ro no sabía
por dónde empezar. Había sido educado en la corte y en toda su vida no había
visto nunca una vaca. Los demás pastores se dieron cuenta enseguida de su torpeza
y se burlaban de él:
-Ánimo, San-Ro, comienza,
déjanos ver cómo te las arreglas
San-Ro sintió mucho
miedo. Se sentó sobre la hierba, sacó de su mochila una flauta y comenzó a
tocar. Pero tocaba tan dulcemente que todos contuvieron la respiración para
oírlo mejor. Y no sólo los pastores, sino también las vacas y los toros bravos
se quedaron allí quietos y tranquilos como corderitos. Cuando San-Ro acabó de
tocar, los pastores lo rodearon asombrados y uno de ellos le preguntó:
-¿Cómo se llama el mágico
instrumento que tocabas?
-No es más que una
flauta.
-Toca de nuevo -le
suplicaron los pastores, segaremos la hierba por ti.
Mientras San-Ro tocaba,
los pastores segaron toda la hierba que hacía falta, mientras las manadas
permanecían tranquilas escuchan-do.
Desde aquel momento, no
pasaba día sin que el emperador disfrazado tocara la flauta, los pastores
trabajaron para él y los animales se volvieron cada vez más hermosos y fuertes.
El príncipe estaba contento. San-Ro tocaba cada día más dulcemente porque, a
medida que pasaba el tiempo, pensaba con más pasión en la hermosa Tamayo. Así
fue como permaneció al servicio del príncipe carbonero durante tres años, pero
no pudo ver ni siquiera una vez a la bella joven.
Mientras tanto, en la
corte, la situación se tornaba cada vez más difícil. Habían pasado tres años y
el emperador no volvía. Los dignatarios del imperio interrogaron a un adivino.
Éste se concentró para desvelar el misterio durante una noche y un día y, por
fin, declaró:
-El emperador volverá el
decimoquinto día del octavo mes, para la fiesta del dios Hachimana. Pero la
condición es que el príncipe Kogoro dirija los festejos como maestro de
ceremonias.
El mismo día se lanzó una
proclama desde el palacio imperial. El príncipe Kogoro la recibió y prometió
ocuparse de los festejos. Convocó a los doctos sacerdotes del templo de Hachimana
y preparó todo lo necesario. Reunió a cantantes, bailarines y músicos e hizo
organizar certámenes y la danza de los leones. Sólo le faltaba un hábil
tirador para la última ceremonia, durante la cual un arquero, montado en un
caballo al galope, debía dar tres veces con una flecha en un blanco sagrado.
Reunió a sus pastores y averiguó si entre ellos había alguno dispuesto a afrontar
la difícil empresa.
-Nosotros no somos capaces
-respondieron los pastores. El único que puede hacerlo es, sin duda, San-Ro.
El príncipe Kogoro mandó
llamar a San-Ro y le dijo:
-Si no me haces quedar
mal y logras dar tres veces en el sagrado blanco del dios Hachimana, te daré a
mi hija Tamaljo como esposa.
San-Ro se inclinó y le
dijo:
-No te decepcionaré, ya
verás.
Llegó el día memorable
del octavo mes. Los festejos en honor del dios Hachimana estaban a punto de
acabar y todos esperaban la última ceremonia. Entre los asistentes se
encontraban los dignatarios de la corte y, en el lugar de honor, se sentaba el
príncipe Kogoro entre su bella esposa y su hermosísima hija.
El heraldo anunció el
tiro al blanco del jinete montado en un caballo al galope. Todos los ojos se
fijaron en la puerta desde la cual salió al galope un intrépido caballero
montado en un fogoso caballo. Llevaba hábitos de príncipe q empuñaba el arco
con firmeza. Siempre al galope, cabalgó alrededor del blanco, colocó la flecha
y dio con ella exactamente en el centro. Del mismo modo galopó por segunda y
por tercera vez y en todos los casos las flechas se clavaron en el blanco una
junto a la otra. Después San-Ro frenó al caballo, se quitó su capa y apareció
vestido con su espléndido traje imperial. Los dignata-rios reconocieron al emperador
y se inclinaron a sus pies.
Sólo entonces el príncipe
Kogoro comprendió que el caballero había trabajado para él como pastor en el
afán de conquistar a su hija, la bella Tamayo. Se sintió muy feliz de dársela
como esposa pero, para no separarse de ella, se trasladó con su hermosa mujer
a la ciudad imperial, donde los cuatro vivieron felices hasta el fin de sus
días.
040. anonimo (japon)
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