Las noticias que llegaban
a España sobre las riquezas de América animaron a muchos conquistadores a
cruzar el océano en busca de sus tesoros.
Con esa idea, un día de
noviembre llegó una expedición numerosa. Acamparon a orillas del Paraná, que
lucía unas riberas espléndidas, de exuberante vegetación.
El lugar tan apacible se
vio alterado por voces de mando, órdenes y un movimiento inusual. Pasaron los
días y el espíritu de aventura los decidió a salir a explorar.
Anduvieron muchas leguas
a través de bosques frondosos y tupidos hasta llegar a un sitio descampado
cerca de la costa. Allí vieron canoas y balsas amarradas balancéandose en las
tranquilas aguas, por lo que supusieron que el lugar estaba habitado. Más lejos
vieron una aldea formada por cantidad de toldos. Avanzaron hasta llegar a un
lugar distante de la costa de donde partían voces y gritos. Protegidos por los
árboles, pudieron ver que la tribu estaba cele-brando una fiesta.
Bajo un corpulento
aguaribai de hojas verdes y aromáticas, repleto de flores amarillas, estaba
sentado el cacique Teyú hablando con su hija Ibaga.
Ibaga no era linda, tenía
boca grande de labios gruesos, ojos pequeños, rasgados, piel morena cobriza y
largos y lacios cabellos negros, pero una voz dulce y expresiva que parecía una
caricia. Todos sentían la dulzura de su espíritu a través de su voz.
Estaban en una fiesta,
danzando y cantando para celebrar la cosecha de mandioca.
Los españoles, en
silencio, observaban la escena, pensando que era el momento más apropiado para
atacar.
Rápidamente se lanzaron
contra los indefensos guaraníes, que, tomados de sorpresa, no entendían lo que
ocurría.
El cacique, dando prueba
de su arrojo, impartió órdenes y organizó la defensa con arcos, flechas y teas
encendidas. La lucha fue general.
Una
densa humareda se levantó y los conquistadores no pudieron evitar la huida de
los indios, que se iban internando en el bosque. Sin lograr su objetivo
volvieron al campamento cuando ya amanecía.
El
cacique Teyú había sido mal herido en el combate y estaba en un toldo que
habían preparado para él. Ibaga no se separaba de su lado, mientras el
hechicero de la tribu le hacía las medicinas.
Varias
mujeres siguieron sus órdenes, tomaron una cantidad de hojas y flores de aguaribai,
las machacaron y las introdujeron en una vasija de barro. Las cubrieron con
agua y las pusieron a cocer y, cuando estuvieron a punto, exprimieron las hojas
y las flores con un lienzo y prepararon un bálsamo que aplicaron sobre las
heridas de Teyú.
Nada
parecía mejorar al cacique. A mediodía Teyú llamó a su hija, le pidió que se
acercara y le dijo:
‑Ibaga,
hija mía, voy a dejarte. Tupá me llama a su reino, así que te entrego el
porvenir de la tribu. Que la justicia y el honor acompañen tus actos para bien
de nuestro pueblo.
‑¡¡¡No!!! ¡Padre! ¡Padre! ‑gritó desesperada Ibaga.
Tupá no ha de querer que esto suceda. Si así ocurre yo te juro que sabré vengar
tu muerte.
Su
voz quedó entrecortada por el llanto. El cacique cerró los ojos.
Dejando
a un lado su pena, Ibaga se irguió, llamó a los ancianos de la tribu y les dio
la terrible noticia.
Prepararon
los funerales y en el lugar en que había vivido se abrió un pozo en el cual lo
enterraron.
Al
día siguiente empezaron a rehacer sus viviendas y a ordenar lo que había
quedado del desastre.
Ibaga
reunió a los principales guerreros y les preguntó si estaban dispuestos a
seguirla para vengar la muerte de su padre.
‑Cuando
lo mandes ‑dijo Ñaró, un joven guerrero que se destacaba por su coraje.
‑No
hay uno que no te siga, Ibaga. Estamos listos ‑dijo otro.
Y
al día siguiente, al atardecer, salieron.
Se
reunieron en un claro del bosque bajo el mando de Ibaga. Despacio fueron
llegando al campamento. Allí todos dormían mientras un centinela armado
vigilaba. Le dieron muerte y avanzaron.
Los
españoles rápidamente estuvieron en pie, trabándose en lucha con los atacantes.
Fogonazos de armas de fuego se cruzaban con los tizones encendidos. La lucha
fue desigual y terrible.
Muchos
guaraníes debieron huir, otros quedaron muertos y desparramados por el suelo, y
algunos fueron tomados prisioneros. Entre estos últimos se encontraba Ibaga,
que al ser reconocida como jefe, fue llevada a una celda de la barca y
custodiada por un centinela bien armado.
Indómita
y rebelde como era, sabía que podría vencer al centinela y huir, cruzando el
río a nado.
Cuando
creyó que era el momento, se lanzó contra el español, le arrebató el puñal y se
lo clavó en el pecho dejándolo sin vida.
Cuando
se preparaba para huir fue descubierta por un soldado que venía en reemplazo
del centinela. Gritos de alarma la rodearon hasta que la redujeron, llevándola
ante el Capitán.
Allí
la juzgaron y decidieron que esa misma noche debía morir en una hoguera.
Debajo
de un ceibo se amontonaron ramas secas y la prisionera fue atada a su tronco.
Con un tizón se prendió fuego a la leña, que rápidamente empezó a arder.
Fulgores rojos inundaron el lugar, iluminando los árboles y las personas que
observaban.
De
pronto, el cuerpo de Ibaga comenzó a ponerse rojo y a confundirse con el tronco
del árbol que la recibía en su interior apoderándose de su alma.
Los
que rodeaban la escena veían sorprendidos cómo el ceibo, que hasta el momento
sólo estaba cubierto de hojas verdes y frescas, se llenaba de infinitas flores
rojas de suave perfume.
Desde
entonces los ceibos llevan esas flores como señal del espíritu de los
primitivos habitantes de nuestra tierra, que, aunque desaparecidos, siguen
poblándola de belleza demostrando el candor de sus almas ingenuas, cuya esencia
llega hasta nosotros a través del recuerdo.
Argentina, Paraguay, Uruguay.
Aguaribai: árbol llamado
molle
Teyú: lagartija
Ibaga: cielo
Tupá: dios bueno
Ñaró: bravo
Fuente: María Luísa Miretti
081. anonimo (sudamerica)
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