Cuento popular
Pues érase una vez un
campesino que tenía cinco hijos. El mayor, que se llamaba Rosendo, era muy vago
y solo pensaba en hacer maldades. El más sensato era el segundo, de nombre
Leonardo, pero un día se dejó convencer por el hermano mayor para salir en
busca de aventuras. Así que prepararon sus morrales y se fueron de casa sin
despedirse siquiera.
Sus padres los buscaron
por los alrededores, pero, como no aparecían, regresaron tristes a su casa. Por
si esto fuera poco, los otros tres hermanos también se escaparon pasados unos
días, porque querían hacer lo mismo que los mayores.
Camina que caminarás,
Rosendo y Leonardo recorrieron pueblos y aldeas y, en una de sus caminatas,
pasaron frente a una choza con un letrero que decía: «Consejos o dinero para
los caminantes». Contentos por haber descubierto tal anuncio, entraron. En la
casa estaba un ancianito de largas barbas y rostro tranquilo.
-Buenos días, señor
-dijeron los dos hermanos.
-Buenos los tengan ustedes,
hijos míos -contestó el anciano. ¿Qué hacen por estos lugares tan desiertos?
¿Entraron por el letrero que cuelga en la calle?
-Sí, señor -respondió
enseguida Rosendo, yo quiero las monedas. -Bien, ¿y tú? -le preguntó el
anciano a Leonardo.
-Yo, consejos, porque una
vez escuché decir que el que no toma un consejo no llega a viejo.
-Esperen un momentito,
muchachos -dijo el anciano, y se fue a otra habitación.
-¡Tonto! -le dijo Rosendo
a Leonardo. ¿Para qué quieres consejos, eso vas a comer?
-No, Rosendo, los
consejos valen más que el dinero, yo sé bien lo que te digo.
-¡Eres un tonto! Y eso
son bobadas. Hay que ser práctico y nada más. Era una buena oportunidad para
conseguir dinero.
En esto estaban cuando
regresó el anciano con una bolsa de monedas de oro. Rosendo ya miraba la bolsa
con avaricia, y el viejo se la entregó.
-Adiós y muchísimas
gracias, señor -dijo Rosendo y, sin despe-dirse de su hermano, echó a andar.
-Y ahora tú, que pareces
más cuerdo -continuó el viejo-, escucha atentamente. El primer consejo es
«nunca tomes camino de atajo»; el segundo, «jamás preguntes lo que no te
importa»; y el tercero, «piensa las cosas antes de arreglarlas por la fuerza».
Leonardo escribió estos
consejos en un papel y se despidió del anciano dándole las gracias.
Al salir de la choza vio
los dos caminos que había para ir a su casa. Uno era más corto que el otro y
ese fue el que eligió. Pero nada más comenzar a caminar, se le aparecieron
malezas, barrancos y piedras, y se acordó del primer consejo. Regresó de inmediato
y se metió por el otro sendero, aunque era más largo.
Ya era casi de noche
cuando vio a lo lejos una luz que indicaba hospedaje. Fue hacia allá.
-Dios guarde esta casa
-dijo.
-Adelante -gruñó una voz
áspera desde dentro.
Leonardo avanzó hacia
donde estaba el hombre, que tenía el semblante duro y era alto y seco.
-¿Quieres posada? -le
preguntó.
-Sí, señor, pero el caso
es que no tengo dinero y dependo de la caridad de los demás hasta que llegue a
casa de mis padres.
-Entra, que no te costará
nada. Ven conmigo para que veas el lugar donde vas a pasar la noche. Pero te
advierto que para llegar hasta allí tendremos que pasar por otras salas donde
quiero probar hasta dónde llega tu valentía, porque me parece que tú no conoces
el miedo.
Y primero fueron a una habitación
llena de horribles cuadros, cadáveres momificados y hasta aparatos que parecían
de tortura. Leonardo sintió que el terror se apoderaba de él y estuvo a punto
de preguntar para qué era todo eso, pero se acordó del segundo consejo y no
dijo nada.
-¿Qué te parece todo
esto? -preguntó el hombre.
-Bien -dijo Leonardo,
tratando de disimular su pánico.
-Pues vamos a otra sala.
Lo llevó a otra estancia
con esqueletos colgados, calaveras formando pirámides y otras figuras, además
de parrillas con fuego encendido.
-Y de esto, ¿qué me
dices? -le preguntó de nuevo.
-Lo mismo, señor.
-Vamos entonces al último
lugar por el que tenemos que pasar para llegar a la habitación donde dormirás
esta noche.
Leonardo iba asustado y
lo que vio en la tercera habitación le espantó aún más. Allí había muchos
hombres y mujeres guillotinados.
-Bien, bien -dijo el
hombre, pues Leonardo nada le preguntó. Te has librado de morir. Así castigo a
quienes preguntan lo que no les importa. Hace un rato llegó otro joven y
preguntó en el acto qué hacían aquí todos estos cadáveres, así que le mandé
encerrar. A ti te voy a premiar.
Leonardo siguió al
hombre, que bajó a un subterráneo por una escalera larguísima. Allí estaba
Rosendo, atado y llorando.
-¡Leonardo! -exclamó al
ver a su hermano.
-¡Rosendo! Ya ves cómo
los consejos ayudan a veces.
Entonces habló el hombre,
dirigiéndose a Rosendo.
-Como tu hermano no se
mete en lo que no le importa, te perdono.
Muy agradecidos salieron
corriendo de allí y siguieron su viaje. Otra vez cayó la noche y decidieron
descansar en un mesón donde podrían comer y dormir. Cuando terminaron con la
cena, le pagaron al mesonero con una moneda de oro que brilló como un sol a la
luz de la vela.
En la mesa de al lado
había tres muchachitos con los sombreros calados hasta las orejas que les
tapaban media cara. Eran tres ladronzuelos que les estaban espiando desde que
entraron al mesón y, al ver la moneda de oro, decidieron robarles cuando
estuvieran dormidos.
A media noche entraron al
cuarto donde dormían los dos hermanos. Leonardo, que tenía el sueño ligero, se
despertó en el acto y, tomando un cuchillo que llevaba, se encaró a los
ladrones. Iba a clavárselo ya al primero cuando se acordó del tercer consejo y
dijo:
-¿Qué es lo que quieren?
-La bolsa o la vida -dijo
uno sacando otro cuchillo.
-Pues ven hasta aquí para
quitármela... -dijo Rosendo, abrazándose a la bolsa de monedas.
Y en este punto, los tres
ladrones reconocieron a sus hermanos y se quitaron los sombreros para que les
vieran. ¡Qué sorpresa! y ¡qué alegría! Se sentaron todos para contarse todo lo
que habían vivido, y los hermanos menores relataron que tan mal les había ido
que habían tenido que robar para sobrevivir. Por la mañana, volvieron a casa de
sus padres y les pidieron perdón por haberse fugado. Con el dinero que
llevaron, compraron unas tierras que labraron y, año tras año, pudieron vivir
de ellas.
063. anonimo (mexico)
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