Cuento popular
Había una vez una viejita
que tenía tres hijos: dos eran muy listos y uno era muy tonto. Los listos
trataban mal a la madre y nunca la obedecían, pero el tonto era muy bueno con
ella y hacía todo lo que le pedía. La verdad es que el tonto no era tan tonto,
pero como era bueno lo creían tonto, porque así son las cosas.
Pues señor, un día lo
mandó la anciana a la montaña a traer una carga de leña. Y allá que se fue el
tonto a recoger leña hasta que tuvo una buena carga. Cuando estaba juntando
algunos palitos para que su madre pudiera encender el fuego con facilidad, se
le apareció una vieja que traía una varillita en la mano. Y le dijo:
-Mira, Juan, aquí te
traigo esta varillita de regalo. Es como un premio por lo bien que te portas
con tu mamá.
Y Juan preguntó:
-¿Y esto para qué me
sirve?
-Para lo que se te
antoje: ¿que quieres dinerito? Pues a pedírselo a la varillita. Y si no, mira,
cuando estés muy cansado, tocas con ella la carga de leña, y al mismo tiempo le
dices: «Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dio, que mi carguita de
leña me sirva de carro y me lleve a casa».
Así lo hizo Juan. Se
sentó sobre la carga de leña y en un abrir y cerrar de ojos estuvo en su casa.
Juan no dijo ni una
palabra a nadie de lo que le había pasado, pero desde ese día ya no volvió a
caminar, sino que andaba de arriba abajo montado en la carga de leña. Si su
madre o sus hermanos le preguntaban, se hacía el tonto.
Sucedió entonces que las
hijas del rey de vez en cuando iban a bañarse a una poza cercana a la casa de
ellos, y un día la más pequeña se echó a llorar desconsoladamente porque se le
había caído al agua su sortija. El rey había regalado a cada una de las niñas
una sortija única, y ¡ay de aquella que la perdiera!
Por la noche llegaron a
la casa los dos hermanos listos de Juan y contaron que el rey estaba furioso
por la pérdida de la sortija y había prometido la mano de su hija a aquel que
la encontrara.
En cuanto amaneció, los
dos listos se fueron a la poza a buscar, pero no encontraron nada. Poco
después, el tonto llegó con su varillita y dijo: «Varillita, varillita, por la
virtud que Dios te dio, encuéntrame la sortija». Y de veras, la sortija salió
del agua y se ensartó en la varillita. La guardó, tocó con su varillita la
carguita de leña y le pidió que le llevara hasta el palacio del rey. Cuando
estuvo ante la puerta, los soldados que estaban de centinela lo pararon y, por
supuesto, no lo querían dejar entrar.
Entonces, el tonto armó
tal alboroto que hasta el rey lo escuchó y mandó a ver qué era ese jaleo.
Cuando supo el motivo, ordenó que lo dejaran pasar.
Juan subió entonces las
escaleras montado en su carga de leña hasta el salón donde estaba el rey con
toda su corte. Bajó del vehículo un poco avergonzado, sacó la sortija de su
bolsillo y dijo:
-Señor rey, aquí traigo
la sortija de la niña, y a ver en qué quedamos con lo de la boda.
Todos, al verlo, se
echaron a reír a carcajadas, y al oír sus pretensiones casi lo echan del
palacio diciéndole que no estaba hecha la miel para el burro. Pero cuando
oyeron al rey decir que estaba dispuesto a cumplir su promesa, se quedaron
mudos. La princesa, que tampoco podía creerlo, comenzó a hacer pucheros y
enseguida se echó a llorar.
Las tres niñas se
pusieron de rodillas ante su padre rogándole que no lo hiciera, pero este dijo:
-Di mi palabra de rey y
tengo que cumplirla.
Y la niña llora que te
llora sin nada que la consolara: cuando pensaba que ese que había entrado por
la puerta montado en una carga de leña iba a ser su marido, rompía de nuevo a
llorar avergonzada, pues todos se habían reído a carcajadas.
Pero no hubo remedio y
llegó el día de la boda, que se haría en la catedral.
La madre y los hermanos
del tonto ni se habían enterado de todo el lío este, y el tonto salió de su
casa como si tal cosa, montado en su carga de leña. Pero al ir a entrar en la
ciudad, tocó la carga con su varillita y dijo: «Varillita, varillita, por la
virtud que Dios te dio, que la carga de leña se vuelva un carruaje de plata, y
yo un gran señor hermoso y bien vestido».
Y la carga de leña se
transformó en un hermoso carruaje, y él en un elegante caballero.
Cuando la gente vio
llegar aquella carroza al palacio y salir a aquel príncipe, se quedó con la
boca abierta, pues ya había corrido el rumor de que la princesa se iba a casar
con un tonto.
La princesa -que siempre
fue bonita, pero que de tanto llorar tenía la nariz como un pimiento y los ojos
rojos- estaba en un rincón y no tenía consuelo. Pero cuando vio entrar a ese
príncipe que le daba la mano y la llevaba hasta la catedral, no salía de su
asombro. Después de la boda, en la fiesta, todavía no sabía si estaba dormida o
despierta. Bailó y bailó con su marido, y todos se agruparon alre-dedor no
tanto para mirarla a ella, que estaba muy guapa, como para observar al
muchacho. Incluso las otras dos princesas, que se habían burlado de la mala
suerte de la pequeña, sintieron algo de envidia.
Y todo el mundo: ¡Juan
esto! ¡Juan lo otro!
Para acabar la fiesta,
Juan se fue a un rincón y, a escondidas, acarició la varillita mientras le
decía: «Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dio, que la casita de
nosotros se vuelva un palacio de cristal y mi madre, una gran señora».
Y así fue. La viejita,
que estaba en la cocina tratando de encender un fuego y echando de menos a Juan
que últimamente estaba en la inopia, oyó un estruendo y sintió como que se
mareaba. Al volver en sí, se vio en una gran sala de cristal con muebles
dorados sentada en un sillón vestida toda de terciopelo y abanicándose con un
gran abanico de plumas. A su alrededor, un grupo de sirvientes se empeñaban en
sonarle la nariz, abanicarla y hasta en sacarla en silla a pasear. Por todas
partes entraban y salían criados muy atareados. Al cabo de un rato, se oyó un
ruido de carros y vio entrar una pareja que eran, como quien dice, un rey y una
reina, y ambos le echaron los brazos mientras la voz de Juan decía:
-Mamita, aquí tienes a mi
esposa.
Y detrás de ellos
entraron el rey, la reina, las princesas y cuanto marqués y conde había por el
país.
Ya por la noche, estando
la fiesta en lo mejor, llegaron los dos hermanos listos y se quedaron con la
boca abierta. Juan los encerró en un cuarto, les contó lo que había pasado y
les dijo que si se formalizaban, los casaría con las hermanas. Y dicen que sí
se formalizaron, pues los dos se casaron. Juan y su esposa fueron reyes y todos
vivieron muchos años felices y sanos.
077. anonimo (costa rica)
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