Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 2 de agosto de 2012

Juan catorce


Cuento popular

Pues señor, había una vez una viejita que vivía pobre y sola en un lugar muy apartado y, claro, siempre echaba de menos a alguien que le hiciera compañía. Tanto le pidió a Dios que le diera un hijo que un día apareció entre sus brazos un hermoso niño.
A medida que el niño crecía, aumentaba también su apetito, hasta que resultó insaciable. Comenzó comiéndose las gallinas, después, los corderos y, por último, las vacas. Como eran catorce las vacas que se comía cada día, acabaron por llamarle Juan Catorce.
Con un hijo así, enseguida se le acabaron a la viejita sus recursos, y un día Juan Catorce mandó hacerse una espada de catorce arrobas, se despidió de la madre y salió a recorrer el mundo.
Anda que andarás llegó a una ciudad y, al poco de estar en ella, supo que había allí siete hombre muy ricos que tenían tratos con el diablo. Averiguó cuál de ellos tenía más dinero y, una vez informado, se dirigió a su casa en busca de trabajo.
Cuando estuvo delante del señor, Juan Catorce dijo que haría el trabajo que quisiera a cambio de algo de comida. Enseguida fue aceptado como peón de la casa. Le preguntaron qué deseaba comer y, como Juan jamás variaba su menú, pidió catorce vacas, catorce barriles de vino y catorce arrobas de pan.
Después que comió, le indicaron el trabajo que tenía que hacer: colocar postes alrededor de una legua cuadrada. Tomó el hacha y partió. El capataz de la finca, siguiendo instrucciones de su jefe, fue detrás de él a corta distancia y observó que Juan, al llegar al sitio indicado, se tumbó en el suelo y se echó a dormir. Después del ayuno de varios días, la comida le había agotado. Se despertó tarde y, al ver que el sol comenzaba a ponerse, comenzó a hacer lo que le habían mandado. Tomó los árboles más próximos y, con una sola mano, los arrancó y los colocó como postes. De esta manera, enseguida terminó su tarea.
El capataz, viendo semejante cosa, corrió asustado a contarle al patrón. Este inmediatamente empezó a pensar en la manera de deshacerse de Juan, pues le parecía peligroso tener un hombre así.
Al día siguiente muy temprano, llamaron a Juan para que fuera a ver al patrón. Este le ordenó que montara en un viejo y flaco caballo y fuera al campo a traer vacas y toros salvajes. En la hacienda había un toro negro, terror de los trabajadores, que no dejaba con vida a ninguno que se atreviera a ponerse delante, así que cuando vieron salir a Juan, pensaron que no volvería con vida.
Juan ya estaba de regreso arreando con las vacas que encontraba a su paso cuando, de repente, fue embestido por el toro negro que del golpe mató al caballo. Juan, sin esperar nada más, tomó al toro por los cuernos y, levantándolo con una mano, le quebró el cogote como si fuera una paloma. Así que en la hacienda se quedaron todos boquiabiertos cuando lo vieron entrar con todas las vacas en una mano y el toro negro en la otra.
Cada vez más preocupado, el dueño decidió al día siguiente enviarlo a buscar leña a un bosque donde había un tigre siempre hambriento. Juan salió de madrugada en una carreta con dos bueyes y, cuando llegó al lugar indicado, como era todavía temprano, se puso a dormir debajo de un árbol.
Al despertar, vio que solo le quedaba un buey. Lo primero que pensó fue que algún ladrón se lo habría robado y, muy afligido, comenzó a buscarlo. A cierta distancia, vio que un terrible gato lo estaba devorando. El tigre, tan pronto vio a Juan, se lanzó sobre él, pero Juan, en cuanto se acercó, lo agarró por las orejas y lo colocó al lado del otro buey, obligándolo a sostener el yugo y tirar de la carreta.
Al regresar y pasar por las calles, las mujeres y los niños huían despavoridos, y los hombres salían asombrados al ver semejante animal salvaje tirando de una carreta.
Juan, asombrado de cómo le miraban, dijo:
-¡Anda! Parece que estos no conocen carretas, que les llama tanto la atención.
Cuando llegó a la casa, los criados gritaban horrorizados y fueron corriendo a avisar al patrón, justo cuando Juan se dirigía a él con el tigre en los brazos, diciendo:
-Mire, patrón, qué gato tan lindo para criarlo.
El patrón, todo asustado, le ordenó que lo matara inmediata-mente.
Viendo que el segundo intento por deshacerse de Juan había fracasado, el patrón pensó en otra cosa. Le escribió una carta al diablo en la que le pedía que, tan pronto llegara Juan, le echara en las calderas hirvientes. Le pidió entonces a Juan que llevara la carta al infierno, y Juan partió al instante. La mula que lo conducía, conocedora del lugar al que iban, lo llevó sin demora.
En la puerta del infierno, encontró a un diablo muy gordo a quien le entregó la carta y esperó la respuesta. La contestación fue que pasara. Enseguida aparecieron dos diablos que, escoltándolo, lo llevaron hasta los fondos. Juan se dio por fin cuenta de lo que pasaba y, agarrando un látigo, les dio tantos azotes que los diablos huyeron y lo dejaron solo.
Entonces Juan se puso a recorrer el infierno, hasta que llegó a una habitación que le llamó la atención. Allí había siete camas: debajo de cada una, calderas llenas de brasas y, al frente de ellas, los nombres de los que las debían ocupar. Le sorprendió ver el nombre de los ricos del pueblo y que la cama con siete calderos era, justamente, la de su amo. Sin averiguar más, salió de allí y regresó a la ciudad, donde convocó a los siete ricos.
Cuando llegaron, Juan les contó lo que había visto y les propuso devolverles los tratos que habían firmado con el diablo a condición de que por cada caldero le dieran una carga de plata. Los ricos aceptaron, y cada uno puso el dinero a los pies de Juan.
Juan Catorce emprendió de nuevo su viaje al infierno. Cuando los diablos vieron que llegaba, corrieron a esconderse, y un diablito chico salió a recibirlo diciéndole que, en ese momento, los demás estaban ausentes. Como Juan no estaba para bromas, lo agarró por la nariz y comenzó a darle vueltas como si fuera un molinillo, ordenándole le dijera dónde estaba el diablo jefe. El diablito, muerto de dolor, no tuvo más remedio que confesar y le dijo que se encontraba debajo de una batea.
Juan levantó la batea y, tomando al diablo por la nariz, hizo lo mismo que con el primero, ordenándole que le entregara las escrituras de los siete ricos. El diablo jefe al principio se resistió, pero cuando ya no pudo aguantar más el dolor, le entregó las escrituras.
¡Qué contentos se pusieron entonces los ricos al verse por fin libres! Pero como temían la fuerza de Juan, le hicieron una apuesta, no creyéndolo capaz de dormir una noche en una ciudad muerta, en la que había un alma condenada que se había comido ya a todos los habitantes.
Juan, que no conocía el miedo, aceptó con gusto, con la condición de que le mandaran catorce vacas para cenar. El peón que le acompañó con las vacas, apenas llegó a la ciudad, las abandonó y salió corriendo sin que a Juan le diese tiempo de darle las gracias.
Juan era el único superviviente de aquella ciudad. Después de pasear por sus calles, eligió una casa grande con un hermoso salón y, cuando ya tenía todo dispuesto para cenar, se le apareció por la puerta un fantasma vestido de blanco. Del hueco de los ojos le salían grandes llamas, y Juan al verlo le dijo:
-¡Pero qué haces que estás tan flaco! ¿Quieres un poco de carne?
Y enganchando una pierna de vaca en la punta de la espada, se la alcanzó. El fantasma la devoró, y así continuaron hasta acabar con la cena. Entonces Juan le propuso que lucharan, y los dos se enzar-zaron en una pelea para medir sus fuerzas. Pero si Juan conseguía cortar al espectro en dos pedazos, antes de caer, ya estaban unidos de nuevo. Y si Juan era tumbado, antes de que parpadeara el fantas-ma, estaba de nuevo en pie. Así continuaron hasta que amaneció y cantó el gallo. Entonces, el fantasma, todo emocionado, le dio las gracias a Juan, porque lo había salvado de su condena. Se convirtió en una paloma y voló al cielo, dejándole dueño de todas las riquezas y de la ciudad.
Cuando Juan volvió al día siguiente, se encontró una gran fiesta, pues los ricos pensaban que había muerto y se habían llevado el dinero. Juan, entonces, les ordenó enviar todas las cargas de plata a su anciana madre y, como era de buen corazón, invitó a todos a su ciudad, donde los bailes y banquetes, dicen, todavía no han terminado.

078. anonimo (uruguay)

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