Cuento popular
Pues señor, había una vez
una viejita que vivía pobre y sola en un lugar muy apartado y, claro, siempre
echaba de menos a alguien que le hiciera compañía. Tanto le pidió a Dios que le
diera un hijo que un día apareció entre sus brazos un hermoso niño.
A medida que el niño
crecía, aumentaba también su apetito, hasta que resultó insaciable. Comenzó
comiéndose las gallinas, después, los corderos y, por último, las vacas. Como
eran catorce las vacas que se comía cada día, acabaron por llamarle Juan
Catorce.
Con un hijo así,
enseguida se le acabaron a la viejita sus recursos, y un día Juan Catorce mandó
hacerse una espada de catorce arrobas, se despidió de la madre y salió a
recorrer el mundo.
Anda que andarás llegó a
una ciudad y, al poco de estar en ella, supo que había allí siete hombre muy
ricos que tenían tratos con el diablo. Averiguó cuál de ellos tenía más dinero
y, una vez informado, se dirigió a su casa en busca de trabajo.
Cuando estuvo delante del
señor, Juan Catorce dijo que haría el trabajo que quisiera a cambio de algo de
comida. Enseguida fue aceptado como peón de la casa. Le preguntaron qué deseaba
comer y, como Juan jamás variaba su menú, pidió catorce vacas, catorce barriles
de vino y catorce arrobas de pan.
Después que comió, le
indicaron el trabajo que tenía que hacer: colocar postes alrededor de una legua
cuadrada. Tomó el hacha y partió. El capataz de la finca, siguiendo
instrucciones de su jefe, fue detrás de él a corta distancia y observó que Juan,
al llegar al sitio indicado, se tumbó en el suelo y se echó a dormir. Después
del ayuno de varios días, la comida le había agotado. Se despertó tarde y, al
ver que el sol comenzaba a ponerse, comenzó a hacer lo que le habían mandado.
Tomó los árboles más próximos y, con una sola mano, los arrancó y los colocó
como postes. De esta manera, enseguida terminó su tarea.
El capataz, viendo
semejante cosa, corrió asustado a contarle al patrón. Este inmediatamente
empezó a pensar en la manera de deshacerse de Juan, pues le parecía peligroso
tener un hombre así.
Al día siguiente muy
temprano, llamaron a Juan para que fuera a ver al patrón. Este le ordenó que
montara en un viejo y flaco caballo y fuera al campo a traer vacas y toros
salvajes. En la hacienda había un toro negro, terror de los trabajadores, que
no dejaba con vida a ninguno que se atreviera a ponerse delante, así que cuando
vieron salir a Juan, pensaron que no volvería con vida.
Juan ya estaba de regreso
arreando con las vacas que encontraba a su paso cuando, de repente, fue
embestido por el toro negro que del golpe mató al caballo. Juan, sin esperar
nada más, tomó al toro por los cuernos y, levantándolo con una mano, le quebró
el cogote como si fuera una paloma. Así que en la hacienda se quedaron todos
boquiabiertos cuando lo vieron entrar con todas las vacas en una mano y el toro
negro en la otra.
Cada vez más preocupado,
el dueño decidió al día siguiente enviarlo a buscar leña a un bosque donde
había un tigre siempre hambriento. Juan salió de madrugada en una carreta con
dos bueyes y, cuando llegó al lugar indicado, como era todavía temprano, se
puso a dormir debajo de un árbol.
Al despertar, vio que
solo le quedaba un buey. Lo primero que pensó fue que algún ladrón se lo habría
robado y, muy afligido, comenzó a buscarlo. A cierta distancia, vio que un
terrible gato lo estaba devorando. El tigre, tan pronto vio a Juan, se lanzó
sobre él, pero Juan, en cuanto se acercó, lo agarró por las orejas y lo colocó
al lado del otro buey, obligándolo a sostener el yugo y tirar de la carreta.
Al regresar y pasar por
las calles, las mujeres y los niños huían despavoridos, y los hombres salían
asombrados al ver semejante animal salvaje tirando de una carreta.
Juan, asombrado de cómo
le miraban, dijo:
-¡Anda! Parece que estos
no conocen carretas, que les llama tanto la atención.
Cuando llegó a la casa,
los criados gritaban horrorizados y fueron corriendo a avisar al patrón, justo
cuando Juan se dirigía a él con el tigre en los brazos, diciendo:
-Mire, patrón, qué gato
tan lindo para criarlo.
El patrón, todo asustado,
le ordenó que lo matara inmediata-mente.
Viendo que el segundo
intento por deshacerse de Juan había fracasado, el patrón pensó en otra cosa.
Le escribió una carta al diablo en la que le pedía que, tan pronto llegara
Juan, le echara en las calderas hirvientes. Le pidió entonces a Juan que
llevara la carta al infierno, y Juan partió al instante. La mula que lo
conducía, conocedora del lugar al que iban, lo llevó sin demora.
En la puerta del
infierno, encontró a un diablo muy gordo a quien le entregó la carta y esperó
la respuesta. La contestación fue que pasara. Enseguida aparecieron dos diablos
que, escoltándolo, lo llevaron hasta los fondos. Juan se dio por fin cuenta de
lo que pasaba y, agarrando un látigo, les dio tantos azotes que los diablos
huyeron y lo dejaron solo.
Entonces Juan se puso a
recorrer el infierno, hasta que llegó a una habitación que le llamó la
atención. Allí había siete camas: debajo de cada una, calderas llenas de brasas
y, al frente de ellas, los nombres de los que las debían ocupar. Le sorprendió
ver el nombre de los ricos del pueblo y que la cama con siete calderos era,
justamente, la de su amo. Sin averiguar más, salió de allí y regresó a la
ciudad, donde convocó a los siete ricos.
Cuando llegaron, Juan les
contó lo que había visto y les propuso devolverles los tratos que habían
firmado con el diablo a condición de que por cada caldero le dieran una carga
de plata. Los ricos aceptaron, y cada uno puso el dinero a los pies de Juan.
Juan Catorce emprendió de
nuevo su viaje al infierno. Cuando los diablos vieron que llegaba, corrieron a
esconderse, y un diablito chico salió a recibirlo diciéndole que, en ese
momento, los demás estaban ausentes. Como Juan no estaba para bromas, lo agarró
por la nariz y comenzó a darle vueltas como si fuera un molinillo, ordenándole
le dijera dónde estaba el diablo jefe. El diablito, muerto de dolor, no tuvo
más remedio que confesar y le dijo que se encontraba debajo de una batea.
Juan levantó la batea y,
tomando al diablo por la nariz, hizo lo mismo que con el primero, ordenándole
que le entregara las escrituras de los siete ricos. El diablo jefe al principio
se resistió, pero cuando ya no pudo aguantar más el dolor, le entregó las
escrituras.
¡Qué contentos se
pusieron entonces los ricos al verse por fin libres! Pero como temían la fuerza
de Juan, le hicieron una apuesta, no creyéndolo capaz de dormir una noche en
una ciudad muerta, en la que había un alma condenada que se había comido ya a
todos los habitantes.
Juan, que no conocía el
miedo, aceptó con gusto, con la condición de que le mandaran catorce vacas para
cenar. El peón que le acompañó con las vacas, apenas llegó a la ciudad, las
abandonó y salió corriendo sin que a Juan le diese tiempo de darle las gracias.
Juan era el único
superviviente de aquella ciudad. Después de pasear por sus calles, eligió una
casa grande con un hermoso salón y, cuando ya tenía todo dispuesto para cenar,
se le apareció por la puerta un fantasma vestido de blanco. Del hueco de los
ojos le salían grandes llamas, y Juan al verlo le dijo:
-¡Pero qué haces que
estás tan flaco! ¿Quieres un poco de carne?
Y enganchando una pierna
de vaca en la punta de la espada, se la alcanzó. El fantasma la devoró, y así
continuaron hasta acabar con la cena. Entonces Juan le propuso que lucharan, y
los dos se enzar-zaron en una pelea para medir sus fuerzas. Pero si Juan
conseguía cortar al espectro en dos pedazos, antes de caer, ya estaban unidos
de nuevo. Y si Juan era tumbado, antes de que parpadeara el fantas-ma, estaba
de nuevo en pie. Así continuaron hasta que amaneció y cantó el gallo. Entonces,
el fantasma, todo emocionado, le dio las gracias a Juan, porque lo había
salvado de su condena. Se convirtió en una paloma y voló al cielo, dejándole dueño
de todas las riquezas y de la ciudad.
Cuando Juan volvió al día
siguiente, se encontró una gran fiesta, pues los ricos pensaban que había
muerto y se habían llevado el dinero. Juan, entonces, les ordenó enviar todas
las cargas de plata a su anciana madre y, como era de buen corazón, invitó a
todos a su ciudad, donde los bailes y banquetes, dicen, todavía no han terminado.
078. anonimo (uruguay)
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