Un día, un campesino
llevó su vaca al mercado y la vendió por cinco monedas de oro. Por la noche, al
volver a su casa, pasó cerca de un estanque y oyó parpar a unos patos: «cua...
cua... cua».
-Sois unos patos tontos,
¿qué estáis diciendo? No han sido «cuatro, cuatro»: ¡he vendido mi vaca por
cinco monedas de oro!
Pero los patos siguieron
parpando:
-Cua, cua, cua...
-A ver -se irritó el
campesino: ¿por qué seguís diciendo «cuatro, cuatro»? Os he dicho que me han
pagado cinco monedas de oro por mi vaca: ¡cinco!
Pero los patos siguieron
parpando y el campesino montó en cólera:
-Sé mucho mejor que
vosotros cuánto me han pagado. ¡Si no me creéis, ahí están las monedas!
¡Contadlas!
Y, sacándolas del
bolsillo, arrojó las monedas de oro al estanque. Pero los patos, para nada
convencidos, siguieron diciendo:
-Cua, cua, cua...
-¡Cabezotas, testarudos!
No tengo nada que hablar con vosotros. No sois capaces siquiera de contar
hasta cinco.
Poco tiempo después, el
campesino mató una segunda vaca y llevó la carne a la ciudad para vendérsela al
carnicero. El perro del carnicero avanzó hacia la puerta de entrada ladrando:
-Guau, guau, guau...
-¿Qué dices? -preguntó el
campesino, y se puso a hablar con el perro. ¿Qué quieres? No pensarás robarme
la carne, ¿no?
El perro continuaba:
-Guau, guau, guau...
-Que no, que no es
guanaco, es carne de vaca. Imagino que no querrás robármela. Sería una
grosería... Pero ¡vaya, si tú eres el perro del carnicero! ¿Quieres llevarle la
carne a tu amo?
Y el perro seguía
ladrando.
-¡Ah! Ahora comprendo qué
quieres decir. Vale, vale, te entregaré la carne. Pero escúchame bien: dentro
de tres días debes traerme el dinero; si no, tendrás que vértelas conmigo.
El perro insistió:
-Guau, guau, guau...
-Vale, vale, me fío de ti
-exclamó el campesino, cogió la carne del carrito, se la dejó al perro y
volvió a su casa.
Tres días después, el
campesino le dijo a su mujer:
-Hoy podremos gastar algo
de dinero: el perro del carnicero debe traerme lo que me debe.
Pero el perro no se dejó
ver. El campesino, fuera de sí, fue a la ciudad a hablar con el carnicero.
Cuando estuvo frente a él, se quejó por no haber recibido el importe de la
carne que le había dejado al perro. Al principio, el carnicero pensó que se
trataba de una broma, pero después se puso nervioso, dijo que probablemente el
perro se había comido la carne y que no le daría un céntimo de su bolsillo. Y
echó al campesino de la carnicería.
-¿Qué hago ahora? -se
dijo el campesino para sus adentros.
Decidió ir a palacio y
denunciar en presencia del rey a los patos y al perro del carnicero. El rey
estaba sentado en su trono. Junto a él se encontraba su hija, una princesa muy
triste que no había reído nunca en su vida.
El campesino se quitó el
sombrero, se inclinó ante el rey y le contó las dificultades que había tenido
con los patos y con el perro del carnicero, y cómo esos animales lo habían
engañado. La princesa, al escuchar esa historia, estalló en una sonora carcajada
y se siguió riendo hasta que comenzaron a caer lágrimas por sus mejillas.
-¡Bravo! -dijo el rey. Has logrado serenar a mi hija, que jamás se había reído en toda su vida. Te
mereces un premio. ¡Si quieres, puedes casarte con ella!
-Por favor -respondió el
campesino. Ya tengo una mujer en casa y con ella me basta.
El rey se ofendió y dijo:
-Vale, entonces vuelve
dentro de tres días y haré que te den veinticinco.
El campesino le dio las
gracias y prometió volver.
En la puerta de entrada,
estaba de guardia un soldado que interrogó al campesino sobre la recompensa que
el rey le había concedido.
-¿Cuánto ha prometido
darte el rey por haber hecho reír a la princesa? -preguntó el guardián.
-Veinticinco.
-¿Veinticinco? ¿Y qué
harás con tanto dinero? Al menos podrías darme cinco a mí.
-¿Y por qué no? -exclamó
el campesino. Ve a ver al rey y dile que te los dé. Aclárale que go te los he
prometido.
En ese momento, un
banquero se acercó al campesino y le dijo:
-Aún te quedan veinte
ducados. Si quieres, te los cambio en monedas.
-¿Por qué no? -respondió
el campesino. Entrégame tú el cambio y, dentro de tres días, ve a hablar con
el rey en mi nombre para que te dé el dinero.
El banquero contó el
valor de quince ducados en monedas y lo engañó quedándose con cinco a su favor.
Pero el campesino no se dio cuenta de nada y volvió a su casa muy contento. Se
decía a sí mismo: «Los patos me han engañado, el perro del carnicero me ha
robado, el rey se ha ofendido conmigo. Le he dado al guardián cinco ducados sin
ningún motivo y, probablemente, también me ha engañado el banquero. A pesar de
todo, tengo en mi poder un buen talego lleno de monedas».
A los tres días, el
soldado y el banquero fueron a ver al rey y le pidieron el pago de los famosos
«veinticinco». Pero el rey ordenó que les diesen veinticinco azotes: cinco al
soldado y veinte al banquero.
-Ay, ay -gritaban ellos,
¡qué duros ducados regala Su Majestad!
012. anonimo (alemania)
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