Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 29 de julio de 2012

El chico que conquistó un reino con una aguja

Un hombre muy pobre tenía ocho hijos, siete ya crecidos y uno pequeño que se llamaba Saro. Un día, el pequeño Saro encontró en la tierra una aguja. Corrió hasta su casa y le dijo a su madre:
-Mira, mamá, he encontrado una aguja. Quiero cambiarla por una gallina.
Los siete mayores rieron a sus espaldas y lo tacharon de ton­to, pero Saro no les hizo caso. Salió a dar vueltas por el pueblo gritando:
-¿Quién me da una gallina a cambio de una aguja? ¿Quién me da una gallina a cambio de una aguja?
La mujer del alcalde del pueblo, en ese momento, estaba sen­tada cosiendo y, en lo mejor del trabajo, perdió su aguja. Buscó a su alrededor para recuperarla, pero fue en vano. Entonces lla­mó a Saro y le dijo:
-Podría comprarte la aguja, pero una gallina a cambio me parece demasiado.
-Por menos no la doy -declaró Saro con firmeza.
La mujer se enfadó, protestó, se indignó, pero al fin se echó a reír, le dio a Saro una gallina y se quedó con la aguja.
Cuando Saro volvió a casa, sus hermanos no daban crédito a sus ojos:
-¡Vaya! ¿Has logrado que te dieran una gallina a cambio de una aguja?
Saro le dio la gallina a su padre y dijo:
-Aquí está: ponedla al horno y comedla, pero guardadme un muslo que me lo quiero comer mañana por la mañana.
Por la mañana se despertó, cogió el muslo de la gallina y dijo:
-Voy a salir a cambiar este muslo de gallina por un caballo.
Los siete hermanos mayores se burlaron de él y le dijeron que estaba loco, pero Saro no les hizo caso. Salió a la calle, justo cuando pasaba el rey con su séquito, y gritó a voz en cuello:
-¿Quién me da un caballo a cambio de un muslo de gallina? ¿Quién me da un caballo a cambio de un muslo de gallina?
El rey pasó con su séquito cerca de Saro y no pudo contener la risa. Todos pensaban que el niño estaba de broma. Un caba­llero, sin embargo, llamó al chico, cogió el muslo de gallina, se lo comió, tiró el hueso y dijo:
-Ya está, me lo he comido. Ahora no podrás cambiarlo por un caballo.
Espoleó su caballo y galopó detrás de los demás. Pero Saro no se dio por vencido. Corrió tras el rey y su séquito hasta que el soberano dio la orden de detenerse para descansar.
Cuando los soldados terminaron de montar la tienda, Saro se presentó ante el rey y le dijo:
-Tú no actúas bien, señor, si permites que uno de tus hom­bres coja mi muslo de gallina sin pagarme lo que he pedido a cambio.
Los soldados querían echarlo, pero el rey lo retuvo y dijo:
-¿Podrías reconocer al soldado que se comió tu muslo de ga­llina?
-Claro, Majestad -respondió Saro.
-Entonces ve a buscarlo y tráelo a mi presencia -dijo el rey y envió a Saro, con tres soldados que le servían de guía, a dar una vuelta por el campamento.
Poco después, el soldado que se había comido el muslo de ga­llina estaba frente al rey. El rey le preguntó:
-¿Eres tú quien cogió el muslo de gallina de Saro?
-Sí, soy yo, Majestad.
-¿Y tú habías oído lo que pedía a cambio?
-Pedía un caballo.
-Entonces desde ahora en adelante tendrás que combatir a pie, porque tu caballo le pertenece al muchacho -sentenció el so­berano.
Cuando Saro volvió a casa a caballo, sus hermanos mayores se quedaron boquiabiertos y, durante seis días, se divirtieron ca­balgan-do. Pero al séptimo día, Saro dijo:
-Dadme el caballo. Quiero cambiarlo por un gato.
Los hermanos se enfadaron y lo trataron de estúpido. Pero Saro no les hizo caso, montó en el caballo y cabalgó hasta llegar a una casa humilde. Allí vivía una mujer pobre cuya gata acaba­ba de parir siete hermosos gatitos.
-Señora, ¿me daría sus gatitos a cambio de mi caballo? Durante toda la semana, Saro jugó con los gatitos. Finalmen­te, los cogió y dijo:
-He decidido cambiar estos gatitos por siete esclavos.
Los hermanos mayores se burlaron de él y lo trataron de idio­ta, pero el chico no les hizo caso y se fue con los siete gatitos en una cesta.
Después de mucho caminar, llegó a un país donde había una terrible escasez porque sus habitantes no conocían a los gatos y los ratones se comían toda la cosecha. Saro sacó los gatitos de la cesta, a los ratones se les acabó la buena vida, y ya no hubo es­casez en aquel país. Sus habitantes le regalaron a Saro un toro, a cambio de los gatos, le dieron siete esclavos.
Cuando Saro volvió a su casa, los hermanos mayores no sa­bían dónde meterse, muertos como estaban de vergüenza. Du­rante tres meses, el pequeño Saro trabajó con los esclavos en el campo de su padre, pero un día lió sus petates y dijo:
-Quiero cambiar estos esclavos por un muerto.
Los hermanos mayores protestaron, porque ahora les tocaba trabajar de nuevo a ellos. Saro no les hizo caso y se fue con sus esclavos. Después de mucho caminar, al cabo de un mes llegó a un reino lejano. El rey había muerto hacía una semana, sus siete hijos se disputaban la sucesión en el trono y, mientras tanto, se habían olvidado completamente del difunto y ni siquiera habían pensado en sepultarlo. El pequeño Saro les ofreció sus esclavos a cambio del muerto y sus hijos, enfermos de codicia, no vacilaron ni un instante:
-Total, un muerto no sirve para nada.
Saro enterró al rey con todos los honores, como si fuese su pa­dre. Esa misma noche, el muerto se le apareció en sueños y le dijo:
-Tú te has comportado conmigo como un hijo afectuoso. Por ello quiero tratarte como a un hijo y sólo a ti te diré dónde ten­go ocultos mis tesoros. Desentiérralos, porque te pertenecen, y también mi trono será tuyo.
Al día siguiente, Saro se dirigió al lugar que el rey muerto le había indicado en sueños y allí encontró todos sus tesoros. Des­pués de desenterrarlos, preparó un gran banquete e invitó a to­dos los habitantes del reino. La gente fue, comió, bebió y no se cansaba de admirar la generosidad de Saro.
-Él merece ser nuestro rey, no esos avarientos que han vendi­do los restos de su propio padre -decían todos.
Y así fue. Expulsaron a los hijos sin corazón y consagraron soberano a Saro.
Pero el pequeño Saro envió a cincuenta caballeros para que fuesen a buscar a sus familiares y le dijo a su padre:
-Soy tu hijo y sé que eres tú quien debe reinar en este país. En cuanto a mis hermanos mayores, los nombro tus dignatarios. Que aprendan que también se puede conquistar un reino con una aguja.

009. anonimo (africa)

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