Había una vez un rey que
tenía tres hijos. Los dos mayores eran inteligentes e instruidos, pero el menor
no tenía caso, y todo el mundo le llamaba el príncipe tonto.
Un día los dos mayores le
dijeron a su padre que querían salir a recorrer mundo y que para ello
necesitaban la herencia que les correspondía.
El menor, o sea el tonto,
dijo que él también se iba con los hermanos.
-Pero ¡qué va a hacer ese
bobo! -exclamó la reina al enterarse.
Ni ella ni el rey querían
que se fuera, y los hermanos se morían de la risa.
Salieron, pues, los
hermanos mayores con su herencia en la bolsa, y el más pequeño, dale que dale,
al final también se marchó, aunque no recibió nada de dinero. Y de veras se les
pegó a los dos hermanos y no había manera de que fuera por otro sitio, y eso
que los hermanos le dieron varias tundas e hicieron lo posible para que
regresara.
Así que el tonto decidió
seguirlos sin que se dieran cuenta. Por a noche, los hermanos se internaron en
un bosque con la intención de dormir, y el tonto se acercó a ellos lo más que
pudo y se acostó bajo un árbol que tenía tres ramas. Como estaba muy cansado,
pronto se durmió, pero a medianoche le despertaron unas voces que procedían del
árbol bajo el que se encontraba.
Eran tres aves, cada una
en una rama. Una de ellas dijo:
-Voy a cantar y dejo caer
mi mochilita.
-¿Y qué hace tu
mochilita? -preguntó otra de las aves.
-Pues que si se vacía, se
vuelve a llenar solita de dinero -dijo la primera.
Y, entonces, cantó y dejó
caer la mochilita. El tonto se fijó bien dónde cayó.
Otra de las aves dijo:
-Yo voy a cantar y dejo
caer mi violincito.
-¿Y qué hace tu
violincito? -preguntó otra ave.
-Que cuando suena, todos
bailan.
Y cantó el ave y dejó
caer el violincito.
La última dijo:
-Pues niñas, voy a cantar
y dejo caer mi capita.
-¿Y qué hace tu capita?
-le preguntaron.
-Que cuando uno se la
pone, no le ven.
Y cantó y dejó caer la
capita.
En cuanto amaneció, el
tonto se levantó antes que sus hermanos y recogió los objetos que habían dejado
las aves. Cuando sus hermanos se dieron cuenta de que estaba ahí, se enfadaron
y quisieron pegarle, pero él les suplicó que no lo hicieran, que a cambio les
daría algo. Y diciendo esto, les mostró los objetos, contándoles cómo los había
conseguido y las propiedades que tenían.
El hermano mayor cogió la
mochila, el otro, el violín, y al tonto le quedó la capita. Siguieron juntos el
camino y, cuando pasó el día y llegó la noche, volvieron a internarse en un
bosque y se refugiaron bajo un árbol. Cuando los hermanos mayores se dieron
cuenta de que el tonto dormía, aprovecharon para marcharse sin hacer ruido.
Al amanecer se despertó
el tonto y, en lugar de tomar el camino real por donde había ido con sus
hermanos hasta ese momento, tomó una veredita que le llevó hasta una montaña.
Allí había muchas fieras, pero el tonto se puso la capita y nadie le vio. Todo
el día caminó y caminó, y muy lejos encontró un árbol lleno de frutas olorosas
tan grandes como una naranja. Como estaba hambriento, recogió varias y se sentó
en un tronco a comer. Al ratito sintió que le pesaba la cabeza y, al pasarse la
mano por la frente, se dio cuenta de que ¡le habían salido unos cuernos como de
venado!
-¿Y ahora? -se dijo- ¿Qué
hago? ¿Cómo voy a llegar donde el rey así, con estas pintas?
Al rato pensó que no
sería tan malo tener cuernos, porque podría defenderse de las fieras. Tiró las
frutas que le quedaban y continuó su camino. Al pasar junto a un arroyo tropezó
y cayó en una poza que, por fortuna, no era muy profunda. Salió sin dificultad
con un gran susto y se dio cuenta de que los cuernos le habían desapa-recido.
Se puso a reír de contento y dijo:
-Ahora ya sé el remedio.
Y regresó para coger las
frutas que había dejado. Comió unas cuantas, y otra vez le nacieron los
cuernos. Fue a la poza y se mojó la cabeza, y enseguida desaparecieron.
Siguió caminando y llegó
a una ciudad y, aunque era tonto, se dio cuenta de que era la capital de un
reino importante, así que decidió ir donde el rey a venderle las frutas y
divertirse un rato.
Cuando llegó al palacio,
la princesa estaba en el balcón.
-Niña, ¿me compras
pelotas?
-¡Papá! -llamó la niña al
rey-. Dice un muchacho que si compras frutas.
-Niña, que son pelotas
-dijo el tonto.
Salió el rey y, al oler
las frutas, no pudo resistirse y las compró todas.
Al día siguiente, corrió
la noticia por toda la ciudad de que al rey y a todos los del palacio les
habían crecido unos cuernos como de venado. Todos querían verlo, pero nadie del
palacio se asomaba. El tonto, entonces, se puso su capita y entró en el palacio
sin que nadie le viera. Fue por todas las habitaciones y llegó hasta las de la
reina y la princesa, quienes estaban llorando en un rincón por los cuernos tan
grandes que tenían.
Más tarde, en la ciudad,
supo que sus hermanos estaban allí y fue a visitarlos. Ellos se portaron muy
amablemente, y el tonto, apro-vechando esto, le pidió a uno de ellos que le
prestara el violín. Se puso entonces la capita, tomó el violín y fue hasta el
palacio donde, a las puertas, comenzó a tocar con tal entusiasmo que los reyes
y toda la servidumbre, olvidándose de que tenían cuernos, se pusieron a bailar
en los salones que daban a la calle. Poco a poco, se fue apiñando alrededor del
palacio un gentío tremendo que también bailaba al ritmo de la música. Y como
esta era cada vez más alegre, aumentaba el entusiasmo de los danzantes que,
cuando veían aparecer por los balcones al rey o a sus criados con los cuernos,
reían sin poder parar.
Como la música no cesaba,
los más cansados se tiraban al suelo, pero ni así conseguían dejar de mover
brazos y piernas.
El rey, más muerto que
vivo, gritaba que acabara la música y prometió dar una gran bolsa de dinero a
quien lo consiguiera. El tonto le contestó que solamente dejaría de tocar la
música si le daba a la princesa como esposa. El rey, pues, como no tenía otra
alter-nativa, le dijo que sí, que bueno.
Así está mejor -dijo el
tonto, y guardó el violín.
Al día siguiente, fue el
tonto al palacio y pidió que le anunciaran como futuro esposo de la princesa.
El rey, recordando su promesa del día anterior, le hizo pasar, pues tenía
curiosidad por saber quién era el personaje del violín. El tonto entró entonces
acompañado de un criado, y enseguida reconocieron al muchacho de las frutas. El
rey, lleno de rabia, lo arrojó a un patio, dando la orden de que lo
encarcelaran para ahorcarlo al día siguiente.
-Ahora sí que hasta aquí
he llegado -se dijo el tonto-.
Aunque, pensando y
pensando, decidió que prefería tener a la princesa por esposa y comenzó a
suplicarle al carcelero:
-Ay, buen hombre, déjame
salir un poquito para que me dé el aire, que ya bastante tengo con mi castigo a
pesar de ser inocente. No seas mala persona y déjame salir un segundo, que este
aire me asfixia, que yo no hice sino vender unas frutas frescas, y mírame ahora
como estoy. Ay, que voy a morir asfixiado si no me abres un poquito la
puerta... Me muero antes de la hora...
El carcelero, por no
escucharle más o porque le creyó, quién sabe, le abrió un poco la puerta, y el
tonto se puso entonces su capita y salió sin que nadie se diera cuenta. Fue
corriendo donde el hermano y le pidió prestada su mochilita. La vació unas
cuantas veces y, con el dinero, compró en una tienda un buen traje de doctor.
En otra compró un carruaje con caballo, se buscó un criado y en un local puso
un letrero que decía: «Médico especialista en enfermedades de la cabeza, como
cuernitis aguda».
Pronto le llegó al rey la
noticia de este nuevo médico, y lo mandó llamar al palacio.
El rey le dijo que había
prometido la mano de su hija a quien les curara de tan espantosa enfermedad. El
médico le contestó que bueno, que aceptaba, pero le advirtió que la curación
era muy penosa, y que no todo el mundo la resistía.
-No importa qué clase de
medicina sea -respondió el rey, haré lo que se tercie con tal de librarme de
estos cuernos.
-Entonces, empecemos
cuanto antes -dijo el médico. Mande construir una pila que tenga cinco metros
de largo y cuatro de profundidad y llénela de agua cristalina hasta los bordes.
Yo regresaré dentro de tres días.
Al tercer día volvió el
supuesto doctor, le mostraron la pila y comenzó su tarea. Echó en el agua
varias clases de perfumes y aceites, diciendo que eran los medicamentos
indispensables para la curación. En cada esquina puso unos cuernos con sahumerios
y, cuando estuvo todo listo, pidió que llevaran hasta ahí al rey en traje de
baño.
-Su majestad me perdone
-le dijo muy solemne, pero para hacerle circular la sangre, tengo que darle
con esta vara, así que arrodíllese, que cuanto antes comencemos, antes
terminaremos. Créame que es el único remedio.
El rey se arrodilló, y le
cayó una tanda de varazos. Luego, el supuesto médico lo aupó y lo echó a la
pila como quien deja caer una piedra. Al rato, cuando el rey ya casi parecía
que se ahogaba, lo sacó.
-¡Ay, hijitas! -decía el
rey a la reina y a la princesa- ¡Quién sabe si ustedes soportarán la
curación...! ¡Ay, miren qué cuerpo me ha dejado!
El doctor llamó entonces
a la reina, y esta llegó llorando a lágrima viva.
-Mi señora -dijo el
médico, arrodíllese aquí y no se aflija, que su dosis va a ser mucho menor.
Le dio media docena de
veces con la vara y la echó a la pila, pero la sacó enseguida.
Luego llegó la princesa,
llorando también, pero el doctor le dijo que su dosis sería insignificante. La
mandó arrodillarse y sacó un pañuelo de seda con el que la pegó. Después, la
tomó en brazos, la echó en la pila y la sacó de inmediato.
Por último, llegaron los
criados, a quienes les daba un poco con la vara y los echaba a la pila. Cuando
terminó la curación, el rey le obsequió con un baile y un gran banquete. Pocos
días después, se casó con la princesa, y el rey, además, le entregó la corona
del reino. Y así es como nuestro príncipe tonto llegó a convertirse en rey. Y,
aunque era tonto, como tenía buen corazón, hizo venir al palacio a sus hermanos
y les dio puestos de honor en el reino.
Y se acabó el cuento.
010. anonimo (centroamerica)
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