El poderoso príncipe Wan
tenía una sola hija, la hermosa Yinyín. La joven princesa era amable como una
flor de loto. Quien la miraba se quedaba sin aliento. Yinyín, sin embargo,
aunque era la hija de un príncipe poderoso, aunque era hermosa y vivía en medio
del lujo p no le faltaba nada, estaba siempre triste como una sombra. Los
astrólogos de la corte habían leído en los astros que había nacido bajo un
signo infausto.
Cuando la hermosa
princesa creció, comenzaron a llegar los hijos de los príncipes vecinos y de
los señores de las inmediaciones que pretendían casarse con ella.
Llegaron tantos que Yinyín
tuvo que decidirse a elegir uno. Comunicó que todos sus pretendientes debían
reunirse frente al palacio del príncipe. La princesa lanzaría una bola de seda
roja y, quien la recogiese, sería su marido.
El día acordado, la plaza
frente al palacio estaba tan repleta que era a todas luces imposible que la
bola tocase la tierra. Se habían reunido todos los jóvenes y ricos señores,
pero habían acudido también visitantes de la provincia, curiosos, gandules,
pobretones. En medio de ellos había un joven mendigo, andrajoso y desharra-pado,
pero bello y de aspecto alegre.
Cuando la hermosa
princesa salió del palacio, lo vio enseguida en medio de la multitud y no pudo
apartar la vista de él. Los ojos del joven brillaban como dos llamas y sus
orejas eran grandes, signo de que le estaba destinada una gran fortuna. Sin
detenerse a pensar, la princesa Yinyín le arrojó la bola roja.
El altanero príncipe
montó en cólera.
-¡Has elegido a un
pordiosero habiendo tantos señores y nobles poderosos!
-Sus ojos son como dos
llamas -respondió la princesa, y es un hombre afortunado. Si me convierto en su
esposa, tal vez acabe siendo tan afortunada como él.
Pero la cólera de su
padre no se aplacó.
-¡Si es así, vete! -gritó
alzando su mano en actitud amenazadora.
La hermosa Yinyín tuvo
que abandonar el palacio del príncipe e irse a vivir a la casucha del mendigo.
Vinieron para ellos
tiempos bastante duros. Yinyín preparaba comidas frugales y a menudo le tocó
también ayunar. Pero sopor-taba todo serenamente porque era feliz.
Toda aquella miseria
atormentaba a su marido. Un día él tomó una decisión. Abrazó a su hermosa mujer
y le dijo:
-Quiero irme en busca de
fortuna. Si la encuentro, volveré por ti para que puedas vivir una vida más
dichosa. Tú, mientras tanto, espérame y, te lo ruego, no dejes de serme fiel.
Desde aquel día, Yinyín
vivió sola en la mísera casucha. Ni siquiera aquella vez el príncipe, su padre,
se compadeció de ella. Siguió alimentándose de raíces y de hierbas y recogiendo
leña del bosque. Vivía pobremente, solía tener hambre y frío, pero jamás se le
escapó una queja. Esperaba fielmente a su hombre. Así pasó un año, y dos, y
tres, y cinco, y diez.
La hermosa Yinyín seguía
esperando, pero parecía que su marido no volvería nunca.
Durante ese tiempo, el
corazón del viejo príncipe llegó a enternecerse. Mandó a unos criados a la
casa de su hija para que la llevasen a palacio en una silla de manos. Pero Yinyín
dio las gracias y, decidida a quedarse en su humilde hogar, dijo:
-He esperado diez años a
mi marido, puedo esperarlo diez anos mas.
Un día, cuando ya habían
pasado dieciocho años, un fastuoso séquito se detuvo frente a su casa. Era el
gran emperador del norte de Persia. La fiel Yinyín se asustó y se inclinó ante
el ilustre huésped. Pero el gran emperador le dirigió la palabra afablemente
y le preguntó cómo estaba.
-¿Por qué me lo
preguntas, gran emperador? -respondió la fiel Yinyín sin atreverse a mirarlo a
la cara. Soy una persona demasiado insignificante para que tú te rebajes a
hablarme.
Pero el emperador
prosiguió:
-He oído hablar de ti en
mi reino. ¿Dónde está tu marido?
-Se fue hace dieciocho
años en busca de fortuna y aún no ha vuelto -respondió Yinyín.
-Tu marido ya no volverá
-dijo el emperador. No lo esperes y cásate con uno de los príncipes de mi
séquito.
-No puedo, Majestad
-respondió la fiel Yinyín. Me quedaré aquí hasta que vuelva mi marido, aunque
tenga que esperarlo hasta la muerte. Pero estoy segura de que un día volverá.
Entonces el gran
emperador del norte pidió a la fiel Yinyín que lo mirase a la cara. Ella se
estremeció de alegría al reconocer a su marido, que había encontrado finalmente
la fortuna y se había convertido en emperador del norte de Persia. Sirvientes
y criadas rodearon a Yingín y la llevaron, en una suntuosa silla de manos, al
palacio real.
Desde aquel día, el
emperador y la emperatriz vivieron juntos, enamorados y felices. Su vida era
tan dichosa que un día el empera-dor, embargado por la emoción, dijo:
-Pasan los días y estamos
tan felices juntos como si fuese siempre el primer día de nuestro encuentro.
La fiel Yinyín sonrió y
dijo:
-¿Y cómo podría ser de otro
modo si tú eres emperador yo emperatriz?
Pero su felicidad había
sido demasiado grande y la hermosa emperatriz no pudo soportarla mucho tiempo.
Había esperado dieciocho años a su marido; vivió dieciocho días con él; finalmente
cayó enferma y murió. Y poco después también el emperador la acompañó a la
tumba.
005. anonimo (china)
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