Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 27 de julio de 2012

Las tres prendas de pedro


Éranse una vez dos hermanos, llamados Pedro y Juan, que decidieron ir por el mundo a ganarse la vida. Se echaron a andar así por las buenas hasta que vieron que el camino por el que iban juntos se dividía en dos. Entonces le dijo Pedro a su hermano:
‑Aquí nos separaremos. Tú te vas por un camino y yo por el otro y, den­tro de una semana, nos volvemos a encontrar aquí, a ver qué tal nos ha ido.
Y así lo hicieron.
Pedro echó a andar y a andar y, a fuerza de andar, se metió en un bosque y salió a un monte, donde encontró a un hombre a la puerta de una cueva. El hombre le llamó y le dijo que, si le servía como criado durante tres días, le ha­ría rico para siempre.
A Pedro le pareció bien y el hombre le llevó a la cueva, le enseñó una ve­la que ardía encima de una piedra y le dijo:
‑Aquí estarás hasta que la vela se levante sola y se dirija a la cama; en­tonces, tú la sigues y te acuestas en esa cama.
El hombre desapareció después de decir esto y Pedro se quedó allí espe­rando. Al cabo de un rato, la vela se dirigió hacia la cama y él la siguió y se acostó. Pero, a poco de acostarse, empezó a oír ruidos y le entró miedo. Los ruidos eran cada vez más grandes y Pedro se dijo: «En cuanto amanezca me marcho de aquí, que esto no hay quien lo resista».
De manera que en cuanto amaneció y se presentó el hombre, le dijo Pedro:
‑Mire usted, que yo me voy, que esto está lleno de espantos.
‑Está bien ‑dijo el hombre‑. Tómate esta tortilla y esta botella de vino que te he traído y luego te vas; pero, si te vas, no te pago nada por la noche que pa­saste aquí.
Cuando Pedro comió la tortilla y bebió el vino, se encontró tan a gusto que se dijo: «Bueno, comido y bebido y con lo tranquilo que parece todo, sí que se puede estar en la cueva».
De modo que se quedó. Llegó la noche y el hombre dejó a Pedro con la vela encendida sobre la piedra. Y ocurrió lo mismo que la primera noche: la ve­la se dirigió a la cama y Pedro se acostó en ella. Pero al poco rato empezaron los ruidos y los estruendos y Pedro, asustadísimo, se dijo: «Esta vez sí que es la última. Mañana en cuanto amanezca me marcho de aquí».
Amaneció el día siguiente y el hombre se presentó de nuevo con la tortilla y la botella de vino. Y Pedro le dijo nada más verle llegar:
‑Mire usted, que esta vez sí que me voy, que no sabe usted los espantos que he pasado esta noche.
‑Está bien ‑dijo el hombre‑. Pero yo no te pago nada por las dos noches que has pasado aquí. Además, sólo te queda una noche para hacerte rico.
Pedro se puso a comer y a beber, y en seguida pensó que, comiendo y bebiendo bien y habiendo tranquilidad, bien podía estarse allí. Conque resolvió pasar la tercera noche.
Llegó la noche y todo volvió a ocurrir como en las anteriores, siguió la vela y se acostó. Y en esto empezaron unos ruidos como de cadenas que se arrastraban y escuchó una voz que decía una y otra vez:
‑¡Ay, que caigo! ¡Ay, que caigo!
Lo dijo tantas veces que Pedro, muerto de miedo, contestó:
‑¡Pues cae de una vez!
Cayeron ante la cama las piernas de un hombre. Y la voz seguía diciendo:
‑¡Ay, que caigo!
‑¡Pues cae de una vez! ‑volvió a decir Pedro.
Y cayó un cuerpo. Y la voz seguía diciendo:
‑¡Ay, que caigo!
‑¡Pues cae de una vez! ‑repitió Pedro.
Y cayó la cabeza. Y cuando la cabeza cayó, las tres partes se unieron y formaron un hombre; el hombre se levantó y Pedro vio que era el que le tenía contratado como criado. Y dijo el hombre:
‑Gracias a que has tenido el valor de pasar aquí las tres noches, me has salvado de un encantamiento y, como te prometí, voy a darte tres prendas que te harán rico ‑y le dio una bolsa de la que podía sacar todo el dinero que quisiera sin que se acabara nunca; y una espada con la que vencería siempre a todos los que peleasen con él; y una manta a la que se le decía: «Manta, a tal sitio», y a ese sitio te llevaba.
Pedro se marchó más contento que unas pascuas camino del lugar donde había quedado en encontrarse con su hermano. Y allí estaba Juan, que le contó que había encontrado amo, y Pedro le dijo:
‑Pues yo también encontré amo, pero lo dejé y mira lo que traigo ‑y le enseñó la bolsa; y le dio tanto dinero que Juan pudo dejar al amo que tenía y comprar casa y tierra para vivir por su cuenta.
A todo esto, a Pedro le dio por viajar e iba de un lado a otro en la manta, gastando dinero a manos llenas. Hasta que, de tanto ir y venir, un poderoso rey se enteró de que Pedro tenía las tres prendas y le mandó llamar a su palacio. Y le dijo el rey:
‑Si me das las tres prendas que tienes, te doy a mi hija por esposa.
La hija del rey era hija única, por lo que Pedro pensó que, si se casaba con ella, con el tiempo heredaría las tres prendas y volverían a ser suyas. De manera que le dio al rey las tres prendas; pero, apenas éste las tuvo en sus manos, mandó que le echaran del palacio y no le casó con su hija.
Pedro se fue con las orejas gachas a buscar trabajo en algún lugar donde nadie le conociera, porque le daba vergüenza verse engañado. Y encontró trabajo en la casa de un hortelano.
Cuando llegó el tiempo de la fruta, el hortelano, que estaba contento con Pedro, le advirtió que comiera las frutas que quisiera, pero que no probase ni de las peras ni de los albaricoques. Y Pedro, intrigado, se dijo: «¿Por qué no querrá el amo que coma estas peras? ¡Pues voy a probar una!».
La comió y le salió un cuerno; y al verse así se dijo: «¿Qué cosa peor me puede ocurrir ya? Pues, total, me voy a comer un albaricoque, a ver qué pasa».
Comió el albaricoque y se le quitó el cuerno. Entonces pensó en lo que el rey le había hecho y se dijo: «iAhora me toca a mí!».
Conque recogió unas cuantas peras y albaricoques, los guardó en una bolsa y se despidió del amo. Y con el dinero que le dio el amo, se compró un traje de médico.
Llegó a la puerta del palacio del rey ofreciendo las peras y, como tenían muy buen aspecto, se las compraron en seguida y las pusieron en la mesa aquel mismo día. El rey, la reina y la princesa se las comieron de postre y, nada más terminar, les salieron unos cuernos horribles y se escondieron llenos de vergüenza.
Llamaron a todos los médicos del reino para ver si alguno podía quitarles aquellas cosas de la cabeza, pero ninguno daba con el remedio. Entonces Pedro se vistió con su traje de médico y se fue a palacio diciendo que él se comprometía a curar de cualquier enfermedad a los enfermos que hubiera allí. Lo llevaron ante el rey, Pedro le examinó cuidadosamente la cabeza y dijo:
‑Yo puedo quitarle estos cuernos si me da una bolsa que usted tiene.
Y respondió el rey:
‑Te daré lo que quieras, pero la bolsa no.
Y dijo Pedro:
‑Pues quédese usted con sus cuernos, que yo no se los quito.
Ya se iba Pedro, cuando la reina le dijo al rey:
‑¿Tanto apego le tienes al dinero que prefieres parecer un ciervo que perder la bolsa?
Entonces el rey le entregó la bolsa a Pedro. Éste pidió un cuenco con agua y echó un albaricoque dentro. Con el agua untaba los cuernos y el albarico­que se lo iba dando a comer al rey en trocitos pequeños. Y al poco le desapa­recieron los cuernos al rey.
Luego examinó a la reina y dijo:
‑Yo puedo quitarle estos cuernos si me da usted una espada que tiene el rey.
El rey dijo que ni hablar, que la espada sí que no se la daba, pero la reina, indignada, le replicó:
‑¿Ahora que tú ya no tienes cuernos quieres que me quede yo con los míos?
El rey, refunfuñando, le dio la espada a Pedro, que hizo a la reina la mis­ma operación que al rey y también le desaparecieron los cuernos. Entonces apareció la princesa llorando y le suplicó a Pedro que le quitara los cuernos a ella, que, si no, no se podría casar jamás.
‑Bueno ‑dijo Pedro‑, yo te los quito, pero has de tenderte en el patio en­cima de una manta que tiene tu padre.
De modo que la princesa extendió la manta en el patio, se puso encima y Pedro, ni corto ni perezoso, se puso a su lado y gritó:
‑¡Manta, a Roma!
Y en un santiamén fueron a parar a Roma. Allí le dijo Pedro a la princesa que, si se casaba con él, le quitaba los cuernos. La princesa aceptó de inme­diato, Pedro le dio a comer un albaricoque y le desaparecieron los cuernos también a ella. Después de casados se fueron a vivir a la casa y las tierras que Juan había comprado con el dinero que le dio Pedro. Y Juan estaba tan intri­gado por que su hermano se hubiera casado con una princesa que un día le preguntó, muerto de curiosidad:
‑¿Cómo te las arreglaste para robar a la hija del rey?
Y Pedro le contó que se había sentado en la manta con ella y cómo esca­paron del palacio del rey. Y Juan, que era un poco envidioso, se enteró de dón­de guardaba su hermano la manta, la extendió y se puso sobre ella; pero, co­mo no conocía los nombres de los lugares y no sabía a dónde quería llegar, empezó a ir de un lado a otro sin parar hasta que se cansó tanto que dijo:
‑¡Manta, a donde está mi hermano Pedro!
Y volvió a casa, le pidió perdón a su hermano y se fue a dormir porque es­taba molido de tanto viaje. Entonces Pedro volvió a esconder la manta y to­dos vivieron allí tranquilos, felices y contentos.

003. anonimo (españa)

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