Éranse
una vez dos hermanos, llamados Pedro y Juan, que decidieron ir por el mundo a
ganarse la vida. Se
echaron a andar así por las buenas hasta que vieron que el camino por el que
iban juntos se dividía en dos. Entonces le dijo Pedro a su hermano:
‑Aquí nos
separaremos. Tú te vas por un camino y yo por el otro y, dentro de una semana,
nos volvemos a encontrar aquí, a ver qué tal nos ha ido.
Y así lo hicieron.
Pedro
echó a andar y a andar y, a fuerza de andar, se metió en un bosque y salió a un
monte, donde encontró a un hombre a la puerta de una cueva. El hombre le llamó
y le dijo que, si le servía como criado durante tres días, le haría rico para
siempre.
A Pedro
le pareció bien y el hombre le llevó a la cueva, le enseñó una vela que ardía
encima de una piedra y le dijo:
‑Aquí
estarás hasta que la vela se levante sola y se dirija a la cama; entonces, tú
la sigues y te acuestas en esa cama.
El hombre
desapareció después de decir esto y Pedro se quedó allí esperando. Al cabo de
un rato, la vela se dirigió hacia la cama y él la siguió y se acostó. Pero, a
poco de acostarse, empezó a oír ruidos y le entró miedo. Los ruidos eran cada
vez más grandes y Pedro se dijo: «En cuanto amanezca me marcho de aquí, que
esto no hay quien lo resista».
De manera
que en cuanto amaneció y se presentó el hombre, le dijo Pedro:
‑Mire
usted, que yo me voy, que esto está lleno de espantos.
‑Está
bien ‑dijo el hombre‑. Tómate esta tortilla y esta botella de vino que te he
traído y luego te vas; pero, si te vas, no te pago nada por la noche que pasaste
aquí.
Cuando
Pedro comió la tortilla y bebió el vino, se encontró tan a gusto que se dijo:
«Bueno, comido y bebido y con lo tranquilo que parece todo, sí que se puede
estar en la cueva».
De modo
que se quedó. Llegó la noche y el hombre dejó a Pedro con la vela encendida
sobre la piedra. Y
ocurrió lo mismo que la primera noche: la vela se dirigió a la cama y Pedro se
acostó en ella. Pero al poco rato empezaron los ruidos y los estruendos y
Pedro, asustadísimo, se dijo: «Esta vez sí que es la última. Mañana en
cuanto amanezca me marcho de aquí».
Amaneció
el día siguiente y el hombre se presentó de nuevo con la tortilla y la botella
de vino. Y Pedro le dijo nada más verle llegar:
‑Mire
usted, que esta vez sí que me voy, que no sabe usted los espantos que he pasado
esta noche.
‑Está
bien ‑dijo el hombre‑. Pero yo no te pago nada por las dos noches que has
pasado aquí. Además, sólo te queda una noche para hacerte rico.
Pedro se
puso a comer y a beber, y en seguida pensó que, comiendo y bebiendo bien y
habiendo tranquilidad, bien podía estarse allí. Conque resolvió pasar la
tercera noche.
Llegó la
noche y todo volvió a ocurrir como en las anteriores, siguió la vela y se
acostó. Y en esto empezaron unos ruidos como de cadenas que se arrastraban y
escuchó una voz que decía una y otra vez:
‑¡Ay, que
caigo! ¡Ay, que caigo!
Lo dijo
tantas veces que Pedro, muerto de miedo, contestó:
‑¡Pues
cae de una vez!
Cayeron
ante la cama las piernas de un hombre. Y la voz seguía diciendo:
‑¡Ay, que
caigo!
‑¡Pues
cae de una vez! ‑volvió a decir Pedro.
Y cayó un
cuerpo. Y la voz seguía diciendo:
‑¡Ay, que
caigo!
‑¡Pues
cae de una vez! ‑repitió Pedro.
Y cayó la cabeza. Y cuando la
cabeza cayó, las tres partes se unieron y formaron un hombre; el hombre se
levantó y Pedro vio que era el que le tenía contratado como criado. Y dijo el
hombre:
‑Gracias
a que has tenido el valor de pasar aquí las tres noches, me has salvado de un
encantamiento y, como te prometí, voy a darte tres prendas que te harán rico ‑y
le dio una bolsa de la que podía sacar todo el dinero que quisiera sin que se
acabara nunca; y una espada con la que vencería siempre a todos los que
peleasen con él; y una manta a la que se le decía: «Manta, a tal sitio», y a
ese sitio te llevaba.
Pedro se
marchó más contento que unas pascuas camino del lugar donde había quedado en
encontrarse con su hermano. Y allí estaba Juan, que le contó que había
encontrado amo, y Pedro le dijo:
‑Pues yo
también encontré amo, pero lo dejé y mira lo que traigo ‑y le enseñó la bolsa;
y le dio tanto dinero que Juan pudo dejar al amo que tenía y comprar casa y
tierra para vivir por su cuenta.
A todo
esto, a Pedro le dio por viajar e iba de un lado a otro en la manta, gastando
dinero a manos llenas. Hasta que, de tanto ir y venir, un poderoso rey se
enteró de que Pedro tenía las tres prendas y le mandó llamar a su palacio. Y le
dijo el rey:
‑Si me
das las tres prendas que tienes, te doy a mi hija por esposa.
La hija
del rey era hija única, por lo que Pedro pensó que, si se casaba con ella, con
el tiempo heredaría las tres prendas y volverían a ser suyas. De manera que le
dio al rey las tres prendas; pero, apenas éste las tuvo en sus manos, mandó que
le echaran del palacio y no le casó con su hija.
Pedro se
fue con las orejas gachas a buscar trabajo en algún lugar donde nadie le
conociera, porque le daba vergüenza verse engañado. Y encontró trabajo en la
casa de un hortelano.
Cuando
llegó el tiempo de la fruta, el hortelano, que estaba contento con Pedro, le
advirtió que comiera las frutas que quisiera, pero que no probase ni de las
peras ni de los albaricoques. Y Pedro, intrigado, se dijo: «¿Por qué no querrá
el amo que coma estas peras? ¡Pues voy a probar una!».
La comió
y le salió un cuerno; y al verse así se dijo: «¿Qué cosa peor me puede ocurrir
ya? Pues, total, me voy a comer un albaricoque, a ver qué pasa».
Comió el
albaricoque y se le quitó el cuerno. Entonces pensó en lo que el rey le había
hecho y se dijo: «iAhora me toca a mí!».
Conque
recogió unas cuantas peras y albaricoques, los guardó en una bolsa y se
despidió del amo. Y con el dinero que le dio el amo, se compró un traje de
médico.
Llegó a
la puerta del palacio del rey ofreciendo las peras y, como tenían muy buen
aspecto, se las compraron en seguida y las pusieron en la mesa aquel mismo día.
El rey, la reina y la princesa se las comieron de postre y, nada más terminar,
les salieron unos cuernos horribles y se escondieron llenos de vergüenza.
Llamaron
a todos los médicos del reino para ver si alguno podía quitarles aquellas cosas
de la cabeza, pero ninguno daba con el remedio. Entonces Pedro se vistió con su
traje de médico y se fue a palacio diciendo que él se comprometía a curar de
cualquier enfermedad a los enfermos que hubiera allí. Lo llevaron ante el rey,
Pedro le examinó cuidadosamente la cabeza y dijo:
‑Yo puedo
quitarle estos cuernos si me da una bolsa que usted tiene.
Y
respondió el rey:
‑Te daré
lo que quieras, pero la bolsa no.
Y dijo
Pedro:
‑Pues
quédese usted con sus cuernos, que yo no se los quito.
Ya se iba
Pedro, cuando la reina le dijo al rey:
‑¿Tanto
apego le tienes al dinero que prefieres parecer un ciervo que perder la bolsa?
Entonces
el rey le entregó la bolsa a Pedro. Éste pidió un cuenco con agua y echó un
albaricoque dentro. Con el agua untaba los cuernos y el albaricoque se lo iba
dando a comer al rey en trocitos pequeños. Y al poco le desaparecieron los
cuernos al rey.
Luego examinó a la reina y dijo:
‑Yo puedo
quitarle estos cuernos si me da usted una espada que tiene el rey.
El rey
dijo que ni hablar, que la espada sí que no se la daba, pero la reina,
indignada, le replicó:
‑¿Ahora que tú ya no tienes
cuernos quieres que me quede yo con los míos?
El rey,
refunfuñando, le dio la espada a Pedro, que hizo a la reina la misma operación
que al rey y también le desaparecieron los cuernos. Entonces apareció la
princesa llorando y le suplicó a Pedro que le quitara los cuernos a ella, que,
si no, no se podría casar jamás.
‑Bueno ‑dijo
Pedro‑, yo te los quito, pero has de tenderte en el patio encima de una manta
que tiene tu padre.
De modo
que la princesa extendió la manta en el patio, se puso encima y Pedro, ni corto
ni perezoso, se puso a su lado y gritó:
‑¡Manta, a Roma!
Y en un
santiamén fueron a parar a Roma. Allí le dijo Pedro a la princesa que, si se
casaba con él, le quitaba los cuernos. La princesa aceptó de inmediato, Pedro
le dio a comer un albaricoque y le desaparecieron los cuernos también a ella.
Después de casados se fueron a vivir a la casa y las tierras que Juan había
comprado con el dinero que le dio Pedro. Y Juan estaba tan intrigado por que
su hermano se hubiera casado con una princesa que un día le preguntó, muerto de
curiosidad:
‑¿Cómo te las arreglaste para
robar a la hija del rey?
Y Pedro
le contó que se había sentado en la manta con ella y cómo escaparon del
palacio del rey. Y Juan, que era un poco envidioso, se enteró de dónde
guardaba su hermano la manta, la extendió y se puso sobre ella; pero, como no
conocía los nombres de los lugares y no sabía a dónde quería llegar, empezó a
ir de un lado a otro sin parar hasta que se cansó tanto que dijo:
‑¡Manta, a donde está mi hermano
Pedro!
Y volvió
a casa, le pidió perdón a su hermano y se fue a dormir porque estaba molido de
tanto viaje. Entonces Pedro volvió a esconder la manta y todos vivieron allí
tranquilos, felices y contentos.
003. anonimo (españa)
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