Había un
conde, a quien llamaban el conde Arnaldo, que un día se puso enfermo y por más
que llamaron a médicos y curanderos a que vinieran a reconocerle, nadie daba
con el origen de su mal. Primero vinieron los médicos del condado y después de
tierras más alejadas, pero no había manera. Buscaron más allá de las tierras
que se conocían, y tampoco. Hasta que por fin apareció un hombre muy viejo y
muy sabio que vivía en el fin del mundo y que, después de reconocer al conde,
dijo que no había curación para él como no fuera frotado con las mantecas del
rey Hijón. Y todo el mundo se echó las manos a la cabeza pues nadie sabía dónde
podría encontrarse al rey Hijón, de quien jamás habían oído hablar.
El conde
Arnaldo tenía un hijo que era ya un buen mozo. Y este hijo, al oír el dictamen
del viejo médico sabio, anunció:
‑Yo voy a
salir a buscar al rey Hijón; en cuanto le encuentre, le sacaré las mantecas y
las traeré al palacio para sanar a mi padre.
Y dicho y
hecho, pues se preparó para un largo viaje, ensilló su caballo y abandonó el
pueblo y su casa camino de no‑se‑sabe‑dónde con el mejor de los ánimos.
Yendo por
una senda que atravesaba un monte, se encontró con una viejecilla que traía un
caballo del ramal, que no lo podía montar porque el pobre animal se tambaleaba
de flaco que estaba. Y la vieja le dijo al muchacho:
‑Ay, buen
mozo, ¿por qué no me cambia usted el caballo, que yo no puedo montar en el mío?
Y le dijo
el muchacho:
‑Señora,
tengo un viaje muy largo por delante, que no sé ni cuándo termina, y su caballo
no podría llevarme, que está en los huesos.
Y la
vieja le insistía:
‑Ay, buen
mozo, si me lo cambiara usted... y él:
‑Nada,
que no puedo.
Espoleó a
su caballo y siguió adelante sin mirar atrás. Pero a los cinco minutos ya
estaba de vuelta, porque le dolía ver a la pobre vieja en tan malas
condiciones. La llamó y le dijo:
‑Abuela,
tenga usted mi caballo y estas cinco monedas para que coma usted en la primera
fonda a la que llegue.
Aupó a la
vieja en su caballo y los despidió. Luego cogió el caballo flaco mientras
pensaba: «A ver si este animal puede aguantar mi peso». Y, en efecto, ya al
agarrarse a la crin para montarlo, el caballo se tambaleaba. Pero así que se
aupó en él, ¡no podía creer lo que estaba viendo!: el caballo no es que
corriera, volaba de tan rápido como iba, y en muy poco tiempo salvó montes y
valles y le llevó sin parar hasta la misma orilla del mar.
En esto
que desmonta en la orilla y allí mismo ve una ballena varada en la orilla dando
bocanadas porque le faltaba el agua. Y pensó: «Mira ese pobre animal que está a
punto de morir por no poder volver al agua».
Bueno,
pues se acercó a la ballena y, a fuerza de darle vuelcos y empujones, consiguió
llevarla al mar. Y apenas el animal sintió las olas, ya se dio vuelta sola y en
seguida salió nadando.
El hijo
del conde volvió a montar su caballo, picó espuelas y el caballo iba tan rápido
que pasó sobre las aguas del mar y le llevó al otro lado. Y después siguió
trotando por caminos de tierra, y así estaba cuando vio un águila que se cernía
sobre él y trataba de arrebatarle el sombrero. Y se dijo: «Este pobre animal
tiene hambre».
Rebuscó
en su bolsa, donde encontró un buen pedazo de carne curada, lo mostró en alto y
el águila, a la siguiente pasada que hizo, se la llevó en el pico y
desapareció.
Y otra
vez a galopar. Cuando en esto ve una zorra que ora se ponía delante del
caballo, ora lo rodeaba por los lados, ora volvía a adelantarse, hasta que el
hijo del conde se dijo: «Este animal debe de tener hambre».
Echó mano
a la bolsa otra vez, sacó un pedazo de pan y echó un buen pedazo al suelo. Y el
pedazo ni siquiera llegó al suelo, que antes lo cogió la zorra con la boca y
escapó con él.
Y así
continuó, haciendo preguntas en los lugares en que encontraba gente, para ver
si alguien podía darle cuenta del rey Hijón, pero nadie sabía nada. Y en una de
éstas, se metió por unos campos en los que, le habían advertido, vivía una
fiera que no dejaba acercarse a nadie, y, yendo por ellos, encontró una
herradura de la fiera y se la echó a la bolsa. Y entonces oyó que el caballo le decía:
‑Hijo del
conde, no cojas eso que va a ser tu perdición.
‑¡Atiza! ‑dijo
el muchacho‑. Este caballo, además, habla. Pero ¿qué mal puede hacerme una
herradura? ‑y no la tiró.
Y siguieron
adelante. Y se encontraron una carta tirada en mitad de la hierba.
‑Mira,
una carta ‑dijo el muchacho, y se bajó por ella.
Y le dijo
el caballo:
‑Hijo del
conde, no cojas eso que va a ser tu perdición.
El hijo
del conde no le hizo ni caso y se guardó la carta. Y llegaron a un pueblo a la noche, donde
el muchacho pidió posada, guardó a su caballo en el establo, cenó y se echó a
dormir. Y aprovechando que dormía, el posadero fue y le registró las alforjas
y lo primero que vio fue la herradura. Entonces esperó a la mañana y, nada
más levantarse el muchacho, se le encaró y le dijo:
‑¿De
dónde has sacado esta herradura?
Y dijo el
muchacho:
‑Nada,
que la encontré viniendo hacía aquí, que estaba en el suelo.
Y dice el
posadero, que era también el alcalde:
‑Pues
esta herradura es de la fiera y si no nos la trae viva o muerta, nosotros le
matamos a usted.
Apenas se
quedó solo, el muchacho empezó a lamentarse de su mala suerte y se fue a donde
tenía el caballo. Y el caballo que le vio tan doliente le preguntó:
‑¿Qué te
sucede, hijo del conde?
‑Ay ‑dijo
el muchacho‑, que ya me avisaste tú que esta herradura sería mi perdición ‑y le
contó lo que ocurría.
Dijo el
caballo:
‑Mira que
te lo dije. Pero, en fin, monta en mí y vamos a las tierras que guarda la
fiera.
Cabalgaron
un buen rato y el caballo le llevó a la entrada de una cueva de enorme boca.
Allí el caballo le dijo:
‑Ahora
entra y verás a la fiera dormida. Coge tu trabuco con la mano derecha y lleva
en la izquierda un palo corto y fino. Te llegas hasta la cabeza de la fiera y
le pones el trabuco junto al oído; entonces le pinchas con el palo y, en el
momento en que se despierte, disparas.
Así lo
hizo el muchacho y la fiera cayó muerta al instante. Luego la sacó a rastras de
la cueva hasta que se quedó sin fuerzas y le dijo el caballo:
‑Ata su
cola a la mía y monta en mí, que yo llevo a los dos.
De esta
manera el muchacho consiguió llevar la fiera hasta el pueblo. Nada más llegar,
se fue a la posada y tocó a la puerta y, cuando preguntaron quién era, gritó,
para que lo oyeran bien todos:
‑¡El hijo
del conde Amaldo, que trae a la fiera muerta!
Todo el
pueblo se llenó de júbilo por la muerte de la fiera y porque las tierras de la
fiera ahora quedaban libres. Y el muchacho estaban tan cansado que se fue a
dormir. Y el posadero volvió a la cuadra a registrar bien las alforjas y
encontró la carta. Lo
que no sabía el muchacho es que la carta era de la reina Sabiduría ,
que era la prometida del rey Hijón. Y, claro, el posadero fue a verle
inmediatamente:
‑A ver,
muchacho, ¿quién te ha dado a ti esta carta?
Y el
muchacho:
‑Pues lo
mismo, que venía caminando hacia aquí y la encontré y la guardé.
Y dice el
posadero:
‑Ésta es
la carta de la reina
Sabiduría , la prometida del rey Hijón. Como no nos traigas a
la reina, te mataremos a ti.
Y vuelta
a la cuadra a contárselo al caballo, para ver qué hacían esta vez.
‑Anda ‑le
dijo el caballo‑ y vuelve a montar en mí, que mira que te lo advertí.
Salieron
al camino de nuevo y el caballo echó a correr sin parar hasta un lugar
lejanísimo donde estaba el palacio de la reina Sabiduría ,
la prometida del rey Hijón. Y así que llegaron a las puertas, el hijo del conde
pidió hablar con la reina y le llevaron con ella.
‑Bien, ¿qué es lo que deseas? ‑preguntó
la reina.
‑Yo he
encontrado una carta que es de usted ‑dijo el muchacho‑ y me han dicho que si
no la llevo a usted viva o muerta, ellos me matarán a mi, así que vengo a
llevármela.
La reina
se asombró de la desfachatez del muchacho y le dijo:
‑¿Ves ahí
todos esos cadáveres que cuelgan muertos? Son de otros que vinieron antes que
tú; porque yo tengo un derecho que tú debes respetar y es que durante tres
noches te esconderás donde tú quieras a dormir; si una de las tres noches no te
encuentro, me tengo que casar contigo; pero si te encuentro las tres noches te
mato y te cuelgo como a los otros cadáveres.
El hijo
del conde comprendió que estaba metido en un buen lío y se fue a hablar con el
caballo. Y el caballo le dijo:
‑Esta
noche, cuando te mande acostar, yo te llevo a la orilla del mar, allí llamas a
la ballena a la que salvaste la vida y le pides que te trague y te lleve con
ella al fondo del mar hasta que amanezca.
Eso
hicieron. El muchacho durmió en el vientre de la ballena y a la mañana
siguiente se dirigió al palacio y pidió hablar con la reina; y le dijo a la
reina:
‑Bien,
¿sabe usted dónde he dormido yo esta noche?
Y la
reina le contestó:
‑Sí que
lo sé, que ha dormido usted en el vientre de una ballena en el fondo del mar.
Y el
muchacho dijo:
‑Sí,
señora, así ha sido.
Y dijo la
reina:
‑Pues ya
he acertado la primera noche.
Cuando
llegaba la segunda noche, el hijo del conde volvió a hablar con el caballo y
éste le dijo:
‑Esta vez
va a venir el águila aquella a la que diste un pedazo de carne cuando estaba
hambrienta. Te montarás en ella y te llevará a dormir por el cielo, más allá
de las nubes, para que nadie te vea.
Así
sucedió. A la mañana siguiente, el muchacho se fue a ver a la reina y le dijo:
‑Bien,
¿sabe usted dónde he dormido yo esta noche?
Y la
reina le contestó:
‑Sí que
lo sé, que esta noche has dormido en un colchón de plumas en lo alto del cielo.
Y el
muchacho dijo, admirado y pesaroso:
‑Sí,
señora, así ha sido.
Y la
reina:
‑Pues ya
he acertado dos noches y una sola te queda.
Llegó la
tercera noche y volvió a hablar con el caballo. Y le dijo éste:
‑Ahora va
a venir aquella zorra a la que diste tu pan. Le arrancarás un pelito y te irás
a la habitación de la reina; con la ayuda del pelito te vuelves lagarto,
entras por debajo de la puerta y esperas escondido; y cuando veas que sale a
buscarte, te metes a dormir debajo de su cabecera.
Llegó la
noche y la reina se fue a buscarle por todos los sitios: por mar, cielo,
tierra... y no le encontraba. Y a la mañana siguiente, el hijo del conde acudió
a la cita con la reina y le dijo:
‑Bien,
¿ya sabe usted dónde he dormido esta noche?
Y la
reina confesó:
‑Pues no,
no lo sé.
Y dijo el
hijo del conde:
‑Pues yo
he oído todo lo que usted ha estado diciendo porque he dormido junto a usted,
bajo los almohadones de su cama.
La reina
reconoció su derrota y le dijo que ahora se tenían que casar y luego se irían
a donde él quisiera.
El hijo
del conde, que sabía que la reina era la prometida del rey Hijón porque se lo
había dicho el posadero, le contó los planes que traía y que buscaba al rey
para sacarle las mantecas y llevarlas a su padre. Y decidieron irse los dos al
palacio del rey Hijón.
Llegaron
al palacio y se anunciaron al rey. Y la reina había discurrido un ardid que le
contó al hijo del conde:
‑Escucha
bien: yo prepararé en el patio del palacio una hoguera y sobre la hoguera
pondré un caldero de aceite hirviendo. Después cogeré una flor y anunciaré que
el primero que se tire por esa flor se casará conmigo. Yo sé que el rey se
tirará, pero no lo hagas tú y estate preparado.
Hizo todo
como lo había dicho y, cuando tenía el aceite hirviendo, se puso la reina
junto al caldero y anunció:
‑El
primero que se tire por esta flor se casará conmigo.
El rey
Hijón, que lo oyó, se tiró de cabeza y, claro, cayó en el caldero y murió
abrasado. Entonces el hijo del conde, que estaba preparado, acudió aprisa,
sacó al rey, le abrió las tripas y le sacó la manteca. Y ya los
soldados del rey los habían visto, pero entonces montaron en el caballo del
hijo del conde y éste corría tan rápido que dejó a todos atrás porque nadie
podía seguirlo.
Cuando
llegaron al pueblo del conde Arnaldo, éste estaba a punto de expirar. Llegaron
el hijo del conde y la reina a donde estaban los médicos rodeando al conde y
entregaron las mantecas que el viejo médico sabio había pedido. Y allí mismo
cogieron al conde y le untaron con las mantecas y poco a poco empezó a sanar y
en dos días ya estaba sano por completo.
En vista
de todo esto, el conde Arnaldo ordenó que inmediatamente se casaran su hijo y la reina Sabiduría y
pronto se celebraron las bodas con gran contento de todo el pueblo.
Y sucedió
que el hijo del conde había dejado su caballo en la cuadra y ordenado a los
criados que lo tratasen lo mejor que supieran y que le trajesen cuanto le
apeteciera. Y cuando volvían de la boda, sintió el hijo del conde un revuelo
muy grande en la cuadra y, dejando a todos plantados, se fue a ver el porqué
del alboroto.
Llegó a
la cuadra y vio que el caballo estaba saltando de un lado para otro y dándose
golpes contra las paredes. Y preguntó a los que había dejado allí asistiendo al
caballo:
‑Pues
¿qué es lo que habéis hecho con él para que se ponga de esta manera?
Y los
criados le dijeron:
‑Nosotros
no hemos hecho nada, que ha sido él solo el que se ha puesto así.
Entonces
el hijo del conde empezó a hablar con el caballo, pero éste no le hacía ningún
caso y tampoco hablaba sino que relinchaba como cualquier caballo.
Y ya se
iba para fuera todo confuso el hijo del conde, pues tampoco entendía él lo que
pasaba, cuando se tropezó con la vieja que llevaba el caballo flaco del ramal
cuando se cruzaron en el camino del monte.
Y le dijo
el conde:
‑¿Qué
hace usted por aquí?
Y le
contestó la vieja:
‑Que he
venido a traerle a usted su caballo y a llevarme el mío. Y además le traigo
también las cinco monedas que me dejó usted. Y ahora me llevo mi caballo, que
ya le he sacado de los apuros que tenía usted.
Y el hijo
del conde Arnaldo se quedó todo admirado y luego volvió con su esposa y su
padre y los invitados a la boda y así termina esta historia.
003. anonimo (españa)
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