Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

viernes, 27 de julio de 2012

Las mantecas del rey hijón


Había un conde, a quien llamaban el conde Arnaldo, que un día se puso enfermo y por más que llamaron a médicos y curanderos a que vinieran a reconocerle, nadie daba con el origen de su mal. Primero vinieron los médicos del condado y después de tierras más alejadas, pero no había manera. Buscaron más allá de las tierras que se conocían, y tampoco. Hasta que por fin apareció un hombre muy viejo y muy sabio que vivía en el fin del mundo y que, después de reconocer al conde, dijo que no había curación para él como no fuera frotado con las mantecas del rey Hijón. Y todo el mundo se echó las manos a la cabeza pues nadie sabía dónde podría encontrarse al rey Hijón, de quien jamás habían oído hablar.
El conde Arnaldo tenía un hijo que era ya un buen mozo. Y este hijo, al oír el dictamen del viejo médico sabio, anunció:
‑Yo voy a salir a buscar al rey Hijón; en cuanto le encuentre, le sacaré las mantecas y las traeré al palacio para sanar a mi padre.
Y dicho y hecho, pues se preparó para un largo viaje, ensilló su caballo y abandonó el pueblo y su casa camino de no‑se‑sabe‑dónde con el mejor de los ánimos.
Yendo por una senda que atravesaba un monte, se encontró con una viejecilla que traía un caballo del ramal, que no lo podía montar porque el pobre animal se tambaleaba de flaco que estaba. Y la vieja le dijo al muchacho:
‑Ay, buen mozo, ¿por qué no me cambia usted el caballo, que yo no puedo montar en el mío?
Y le dijo el muchacho:
‑Señora, tengo un viaje muy largo por delante, que no sé ni cuándo termina, y su caballo no podría llevarme, que está en los huesos.
Y la vieja le insistía:
‑Ay, buen mozo, si me lo cambiara usted... y él:
‑Nada, que no puedo.
Espoleó a su caballo y siguió adelante sin mirar atrás. Pero a los cinco minutos ya estaba de vuelta, porque le dolía ver a la pobre vieja en tan malas condiciones. La llamó y le dijo:
‑Abuela, tenga usted mi caballo y estas cinco monedas para que coma usted en la primera fonda a la que llegue.
Aupó a la vieja en su caballo y los despidió. Luego cogió el caballo flaco mientras pensaba: «A ver si este animal puede aguantar mi peso». Y, en efecto, ya al agarrarse a la crin para montarlo, el caballo se tambaleaba. Pero así que se aupó en él, ¡no podía creer lo que estaba viendo!: el caballo no es que corriera, volaba de tan rápido como iba, y en muy poco tiempo salvó montes y valles y le llevó sin parar hasta la misma orilla del mar.
En esto que desmonta en la orilla y allí mismo ve una ballena varada en la orilla dando bocanadas porque le faltaba el agua. Y pensó: «Mira ese pobre animal que está a punto de morir por no poder volver al agua».
Bueno, pues se acercó a la ballena y, a fuerza de darle vuelcos y empujones, consiguió llevarla al mar. Y apenas el animal sintió las olas, ya se dio vuelta sola y en seguida salió nadando.
El hijo del conde volvió a montar su caballo, picó espuelas y el caballo iba tan rápido que pasó sobre las aguas del mar y le llevó al otro lado. Y después siguió trotando por caminos de tierra, y así estaba cuando vio un águila que se cernía sobre él y trataba de arrebatarle el sombrero. Y se dijo: «Este pobre animal tiene hambre».
Rebuscó en su bolsa, donde encontró un buen pedazo de carne curada, lo mostró en alto y el águila, a la siguiente pasada que hizo, se la llevó en el pico y desapareció.
Y otra vez a galopar. Cuando en esto ve una zorra que ora se ponía delante del caballo, ora lo rodeaba por los lados, ora volvía a adelantarse, hasta que el hijo del conde se dijo: «Este animal debe de tener hambre».
Echó mano a la bolsa otra vez, sacó un pedazo de pan y echó un buen pedazo al suelo. Y el pedazo ni siquiera llegó al suelo, que antes lo cogió la zorra con la boca y escapó con él.
Y así continuó, haciendo preguntas en los lugares en que encontraba gente, para ver si alguien podía darle cuenta del rey Hijón, pero nadie sabía nada. Y en una de éstas, se metió por unos campos en los que, le habían advertido, vivía una fiera que no dejaba acercarse a nadie, y, yendo por ellos, encontró una herradura de la fiera y se la echó a la bolsa. Y entonces oyó que el caballo le decía:
‑Hijo del conde, no cojas eso que va a ser tu perdición.
‑¡Atiza! ‑dijo el muchacho‑. Este caballo, además, habla. Pero ¿qué mal puede hacerme una herradura? ‑y no la tiró.
Y siguieron adelante. Y se encontraron una carta tirada en mitad de la hierba.
‑Mira, una carta ‑dijo el muchacho, y se bajó por ella.
Y le dijo el caballo:
‑Hijo del conde, no cojas eso que va a ser tu perdición.
El hijo del conde no le hizo ni caso y se guardó la carta. Y llegaron a un pueblo a la noche, donde el muchacho pidió posada, guardó a su caballo en el establo, cenó y se echó a dormir. Y aprovechando que dormía, el posadero fue y le registró las alforjas y lo primero que vio fue la herradura. Entonces esperó a la mañana y, nada más levantarse el muchacho, se le encaró y le dijo:
‑¿De dónde has sacado esta herradura?
Y dijo el muchacho:
‑Nada, que la encontré viniendo hacía aquí, que estaba en el suelo.
Y dice el posadero, que era también el alcalde:
‑Pues esta herradura es de la fiera y si no nos la trae viva o muerta, nosotros le matamos a usted.
Apenas se quedó solo, el muchacho empezó a lamentarse de su mala suerte y se fue a donde tenía el caballo. Y el caballo que le vio tan doliente le preguntó:
‑¿Qué te sucede, hijo del conde?
‑Ay ‑dijo el muchacho‑, que ya me avisaste tú que esta herradura sería mi perdición ‑y le contó lo que ocurría.
Dijo el caballo:
‑Mira que te lo dije. Pero, en fin, monta en mí y vamos a las tierras que guarda la fiera.
Cabalgaron un buen rato y el caballo le llevó a la entrada de una cueva de enorme boca. Allí el caballo le dijo:
‑Ahora entra y verás a la fiera dormida. Coge tu trabuco con la mano derecha y lleva en la izquierda un palo corto y fino. Te llegas hasta la cabeza de la fiera y le pones el trabuco junto al oído; entonces le pinchas con el palo y, en el momento en que se despierte, disparas.
Así lo hizo el muchacho y la fiera cayó muerta al instante. Luego la sacó a rastras de la cueva hasta que se quedó sin fuerzas y le dijo el caballo:
‑Ata su cola a la mía y monta en mí, que yo llevo a los dos.
De esta manera el muchacho consiguió llevar la fiera hasta el pueblo. Nada más llegar, se fue a la posada y tocó a la puerta y, cuando preguntaron quién era, gritó, para que lo oyeran bien todos:
‑¡El hijo del conde Amaldo, que trae a la fiera muerta!
Todo el pueblo se llenó de júbilo por la muerte de la fiera y porque las tierras de la fiera ahora quedaban libres. Y el muchacho estaban tan cansado que se fue a dormir. Y el posadero volvió a la cuadra a registrar bien las alforjas y encontró la carta. Lo que no sabía el muchacho es que la carta era de la reina Sabiduría, que era la prometida del rey Hijón. Y, claro, el posadero fue a verle inmediatamente:
‑A ver, muchacho, ¿quién te ha dado a ti esta carta?
Y el muchacho:
‑Pues lo mismo, que venía caminando hacia aquí y la encontré y la guardé.
Y dice el posadero:
‑Ésta es la carta de la reina Sabiduría, la prometida del rey Hijón. Como no nos traigas a la reina, te mataremos a ti.
Y vuelta a la cuadra a contárselo al caballo, para ver qué hacían esta vez.
‑Anda ‑le dijo el caballo‑ y vuelve a montar en mí, que mira que te lo advertí.
Salieron al camino de nuevo y el caballo echó a correr sin parar hasta un lugar lejanísimo donde estaba el palacio de la reina Sabiduría, la prometida del rey Hijón. Y así que llegaron a las puertas, el hijo del conde pidió hablar con la reina y le llevaron con ella.
‑Bien, ¿qué es lo que deseas? ‑preguntó la reina.
‑Yo he encontrado una carta que es de usted ‑dijo el muchacho‑ y me han dicho que si no la llevo a usted viva o muerta, ellos me matarán a mi, así que vengo a llevármela.
La reina se asombró de la desfachatez del muchacho y le dijo:
‑¿Ves ahí todos esos cadáveres que cuelgan muertos? Son de otros que vi­nieron antes que tú; porque yo tengo un derecho que tú debes respetar y es que durante tres noches te esconderás donde tú quieras a dormir; si una de las tres noches no te encuentro, me tengo que casar contigo; pero si te encuentro las tres noches te mato y te cuelgo como a los otros cadáveres.
El hijo del conde comprendió que estaba metido en un buen lío y se fue a hablar con el caballo. Y el caballo le dijo:
‑Esta noche, cuando te mande acostar, yo te llevo a la orilla del mar, allí llamas a la ballena a la que salvaste la vida y le pides que te trague y te lleve con ella al fondo del mar hasta que amanezca.
Eso hicieron. El muchacho durmió en el vientre de la ballena y a la mañana siguiente se dirigió al palacio y pidió hablar con la reina; y le dijo a la reina:
‑Bien, ¿sabe usted dónde he dormido yo esta noche?
Y la reina le contestó:
‑Sí que lo sé, que ha dormido usted en el vientre de una ballena en el fon­do del mar.
Y el muchacho dijo:
‑Sí, señora, así ha sido.
Y dijo la reina:
‑Pues ya he acertado la primera noche.
Cuando llegaba la segunda noche, el hijo del conde volvió a hablar con el caballo y éste le dijo:
‑Esta vez va a venir el águila aquella a la que diste un pedazo de carne cuando estaba hambrienta. Te montarás en ella y te llevará a dormir por el cie­lo, más allá de las nubes, para que nadie te vea.
Así sucedió. A la mañana siguiente, el muchacho se fue a ver a la reina y le dijo:
‑Bien, ¿sabe usted dónde he dormido yo esta noche?
Y la reina le contestó:
‑Sí que lo sé, que esta noche has dormido en un colchón de plumas en lo alto del cielo.
Y el muchacho dijo, admirado y pesaroso:
‑Sí, señora, así ha sido.
Y la reina:
‑Pues ya he acertado dos noches y una sola te queda.
Llegó la tercera noche y volvió a hablar con el caballo. Y le dijo éste:
‑Ahora va a venir aquella zorra a la que diste tu pan. Le arrancarás un pe­lito y te irás a la habitación de la reina; con la ayuda del pelito te vuelves la­garto, entras por debajo de la puerta y esperas escondido; y cuando veas que sale a buscarte, te metes a dormir debajo de su cabecera.
Llegó la noche y la reina se fue a buscarle por todos los sitios: por mar, cielo, tierra... y no le encontraba. Y a la mañana siguiente, el hijo del conde acudió a la cita con la reina y le dijo:
‑Bien, ¿ya sabe usted dónde he dormido esta noche?
Y la reina confesó:
‑Pues no, no lo sé.
Y dijo el hijo del conde:
‑Pues yo he oído todo lo que usted ha estado diciendo porque he dormido junto a usted, bajo los almohadones de su cama.
La reina reconoció su derrota y le dijo que ahora se tenían que casar y lue­go se irían a donde él quisiera.
El hijo del conde, que sabía que la reina era la prometida del rey Hijón por­que se lo había dicho el posadero, le contó los planes que traía y que buscaba al rey para sacarle las mantecas y llevarlas a su padre. Y decidieron irse los dos al palacio del rey Hijón.
Llegaron al palacio y se anunciaron al rey. Y la reina había discurrido un ardid que le contó al hijo del conde:
‑Escucha bien: yo prepararé en el patio del palacio una hoguera y sobre la hoguera pondré un caldero de aceite hirviendo. Después cogeré una flor y anunciaré que el primero que se tire por esa flor se casará conmigo. Yo sé que el rey se tirará, pero no lo hagas tú y estate preparado.
Hizo todo como lo había dicho y, cuando tenía el aceite hirviendo, se pu­so la reina junto al caldero y anunció:
‑El primero que se tire por esta flor se casará conmigo.
El rey Hijón, que lo oyó, se tiró de cabeza y, claro, cayó en el caldero y murió abrasado. Entonces el hijo del conde, que estaba preparado, acudió aprisa, sacó al rey, le abrió las tripas y le sacó la manteca. Y ya los soldados del rey los habían visto, pero entonces montaron en el caballo del hijo del conde y éste corría tan rápido que dejó a todos atrás porque nadie podía se­guirlo.
Cuando llegaron al pueblo del conde Arnaldo, éste estaba a punto de ex­pirar. Llegaron el hijo del conde y la reina a donde estaban los médicos ro­deando al conde y entregaron las mantecas que el viejo médico sabio había pedido. Y allí mismo cogieron al conde y le untaron con las mantecas y poco a poco empezó a sanar y en dos días ya estaba sano por completo.
En vista de todo esto, el conde Arnaldo ordenó que inmediatamente se casaran su hijo y la reina Sabiduría y pronto se celebraron las bodas con gran contento de todo el pueblo.
Y sucedió que el hijo del conde había dejado su caballo en la cuadra y ordenado a los criados que lo tratasen lo mejor que supieran y que le trajesen cuanto le apeteciera. Y cuando volvían de la boda, sintió el hijo del conde un revuelo muy grande en la cuadra y, dejando a todos plantados, se fue a ver el porqué del alboroto.
Llegó a la cuadra y vio que el caballo estaba saltando de un lado para otro y dándose golpes contra las paredes. Y preguntó a los que había dejado allí asistiendo al caballo:
‑Pues ¿qué es lo que habéis hecho con él para que se ponga de esta manera?
Y los criados le dijeron:
‑Nosotros no hemos hecho nada, que ha sido él solo el que se ha puesto así.
Entonces el hijo del conde empezó a hablar con el caballo, pero éste no le hacía ningún caso y tampoco hablaba sino que relinchaba como cualquier caballo.
Y ya se iba para fuera todo confuso el hijo del conde, pues tampoco entendía él lo que pasaba, cuando se tropezó con la vieja que llevaba el caballo flaco del ramal cuando se cruzaron en el camino del monte.
Y le dijo el conde:
‑¿Qué hace usted por aquí?
Y le contestó la vieja:
‑Que he venido a traerle a usted su caballo y a llevarme el mío. Y además le traigo también las cinco monedas que me dejó usted. Y ahora me llevo mi caballo, que ya le he sacado de los apuros que tenía usted.
Y el hijo del conde Arnaldo se quedó todo admirado y luego volvió con su esposa y su padre y los invitados a la boda y así termina esta historia.

003. anonimo (españa)

No hay comentarios:

Publicar un comentario