Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 27 de julio de 2012

Los tres leones .003

Un matrimonio tenía tres hijos varones y el padre tuvo la desgracia de caer enfermo de unas fiebres malignas que, a pesar de los cuidados que le prodigó su mujer, le llevaron a la tumba en poco tiempo. Y cuando murió, la mujer su­po que estaba embara-zada.
Fueron pasando los meses, y antes de que se cumpliera el plazo del naci­miento, los tres hijos fueron a ver a su madre y le dijeron:
‑Madre, ya es hora de que nos vayamos de esta casa; aquí nada nos que­da por hacer pero, además, no podemos estar más tiempo junto a usted. Cuan­do se cumpla el embarazo usted verá si es varón o hembra; si es varón, nos manda llamar, que nosotros vendremos a su lado; pero si es hembra no vol­verá usted a vernos, porque en ese caso nos acontecerá una gran desgracia de la que solamente ella podrá salvamos cuando ya sea mujer.
Por más que la madre lloró y suplicó no pudo evitar que los hijos partie­ran. Y su partida le causó un dolor muy grande.
Poco tiempo después se cumplieron los nueve meses y nació una niña. Y el nacimiento de la niña sólo le causó aflicción, porque sabía que ya nunca volvería a ver a sus tres hijos varones. Y de tanto penar, la mujer cayó enfer­ma y en pocos días fue a reunirse con su marido, dejando a la niña al cuida­do de una vecina.
La vecina era una buena mujer, cariñosa y alegre, que crió a la niña como si fuera su propia hija y a la niña se le pegó el carácter de la vecina y, además, fue creciendo tan bonita que todo el mundo lo celebraba. La vecina tenía otra hija, nacida de ella, que era envidiosa y de mal carácter y sentía muchos celos de la ahijada de su madre. Y aunque su madre se lo recriminaba, trataba muy mal a la muchacha, pues la hija decía que si la muchacha no estuviera en casa ella tendría dinero para comprarse vestidos nuevos, y por eso la odiaba todavía más. Y tan dura y cruel fue la hija con ella que la muchacha resolvió un día irse de la casa en secreto, sin decírselo ni a la bondadosa mujer que la había acogido.
Echó a andar a la buena de dios y al poco tiempo se vio metida en un bosque desconocido y allí la cogió la noche. La muchacha se sintió perdida y sola y empezó a dar vueltas con el desconsuelo creciéndole en el cuerpo; en una de sus ¡das y venidas descubrió un castillo y echó a correr hacia él por ver si allí podían acogerla y, si no, para quedarse aunque fuera a las puertas. Pero, por más que rodeó el castillo, no vio puerta alguna y ya no pudo sino echarse a llorar por su mala suerte.
En el momento en que empezó a llorar, se abrió un hueco en la muralla del castillo, un hueco del tamaño de una persona, y sin pensárselo dos veces lo cruzó aprisa y el hueco se cerró detrás de ella.
Estaba en un patio muy grande, rodeado de árboles y con una bella fuente en el centro y se quedó admirada porque nunca había visto una cosa igual en su vida. Luego atravesó el patio y entró en unos salones espléndidamente adorna-dos y llegó hasta un comedor donde, en una gran mesa, había servida una cena con todos los manjares que se pudiera imaginar. La muchacha iba de un lado a otro no sabiendo de qué admirarse más, y estaba tan entretenida viéndolo todo que, sin darse cuenta, se encontró de pronto ante tres leones de temible aspecto que la miraban fijamente. Le entró un miedo tan grande que corrió a esconderse y, al verla huir, los leones se lanzaron tras ella con aspecto furibundo. Ya se veía perdida cuando se oyó de pronto una voz, que dijo:
‑Quered a la muchacha, que es vuestra hermana.
Y al instante, los tres leones quedaron convertidos en tres jóvenes muy apuestos, que se echaron en sus brazos con emoción; en seguida la requirieron para que les contase cómo había podido llegar hasta ellos, pues el castillo no tenía puertas y la muchacha les contó su vida y cómo había llegado hasta allí y lo que le había sucedido al pie del castillo. Entonces ellos le dijeron que ya no tuviera pena, que si seguía sus mandados no tendría nada que temer y podría vivir feliz para siempre en aquel castillo.
Y allí se quedó, ocupándose del castillo y pasando el tiempo feliz y contenta; y cuando no le quedaba nada por hacer, se ponía a coser junto a la ventana más alta del castillo y por allí veía alejarse a los leones hacia otros montes y bosques; y cuando volvían, los leones se conver-tían en humanos y así hasta la mañana siguiente, en que volvían a convertirse en leones y se aleja­ban del castillo. La muchacha, a veces, sentía ganas de salir a aquel mundo exterior que ella veía, pero prefería la vida con sus hermanos.
Así estaban las cosas cuando un buen día escuchó el sonido de las trom­pas de caza y a poco aparecieron numerosos jinetes de montería que seguían el rastro de un jabalí. En su carrera, los cazadores se acercaron al castillo y entre ellos cabalgaba el hijo del rey, que enseguida llamó la atención de la muchacha por su apostura. El príncipe, al ver a aquella hermosa joven aso­mada a la ventana, abandonó la cacería y trató de entrar en el castillo, mas al ver que no tenía puerta alguna pidió una escala, la echó y subió por ella has­ta la ventana. La joven quedó intimidada al principio, pero en seguida la tran­quilizó el príncipe y después le confesó que se había enamorado de ella nada más verla y que deseaba llevarla a su palacio para casarse.
La muchacha estaba feliz en su castillo, pero también tenía deseo de salir de él y ver mundo y, además, también ella se había enamorado del príncipe, de manera que aceptó casarse con él. Entonces el príncipe le pidió que le con­tara qué hacía en aquel extraño castillo; y ella se disponía a contarle su histo­ria cuando escuchó una voz que le decía.
‑Durante tres años has de estar sin hablar o morirás y tus hermanos que­darán convertidos en leones para siempre.
Nada más oír esto, la pobre muchacha cerró la boca y, por más que el prín­cipe la interrogase o pretendiera hacerla hablar, ella permaneció muda. En­tonces miró por encima del príncipe, a lo lejos, y vio a los tres leones que la saludaban moviendo la cola con cariño.
El príncipe pensó que algo extraño le había ocurrido a la muchacha, pero fuera lo que fuese le insistió en que, aunque no pudiera hablar, él estaba de­cidido a llevarla a su palacio y hacerla su esposa. Entonces ella miró de nue­vo a los leones y vio que éstos, con la cabeza, le decían que sí, que aceptase y entonces ella dio por fin su consentimiento al príncipe.
Se fueron juntos al palacio del príncipe y éste la presentó a sus padres, ex­plicándoles cómo la había encontrado, así como el extraño suceso de su re­pentina mudez, pero volvió a repetir que quería casarse con ella y su padre, que ya era viejo y pensaba en la sucesión, le concedió su aprobación. La rei­na, en cambio, no veía con buenos ojos la boda, pues eso significaba que se­ría rey su hijo, pero la reina sería su nuera y no ella.
Y decía:
‑¿Acaso no te das cuenta del peligro que corres casándote con esta mujer? Bien puede ser que tus hijos salgan también mudos y uno de ellos tenga que reinar en su día siendo mudo. ¿Quién ha visto un rey mudo en parte alguna del mundo? Además, es una desconocida, lo que resulta una ofensa para todas las hermosas muchachas de este reino.
Y el príncipe decía:
‑No hay cuidado, que ella no es muda sino que su mudez se debe a un accidente del que sanará, porque yo he hablado con ella y la he oído hablarme. Pero aunque fuera muda de nacimiento, me casaría igualmente con ella.
Y llegó el día señalado y se casaron, contra la voluntad de la reina, que así veía perder sus privilegios.
Al poco tiempo murió el rey, le sucedió el príncipe y la muchacha se convirtió en reina. Todo el mundo estaba muy contento con la nueva reina, porque era tan sencilla y cariñosa que hacía olvidar el defecto de su mudez. Y un poco más tarde, la nueva reina quedó embarazada, lo que colmó la felicidad del joven rey. Sin embargo, pronto llegaron noticias de que en uno de los confines del reino había habido una sublevación y la gente de allí se había puesto al servicio de un rey vecino que, de este modo, amenazaba el territorio del joven rey. De modo que, aprisa y corriendo, tuvo que ponerse al frente de sus tropas para ir al combate.
Antes de partir, encargó a su madre que cuidara muy especialmente de su esposa y de la criatura que estaba por nacer y la madre le dijo que se fuera tranquilo.
Aún faltaba el rey del palacio cuando la reina dio a luz un hermoso niño. Pero la reina recelaba de tal modo de la madre del rey que, apenas nació, le cortó el dedo pequeño de uno de los pies y se lo guardó.
No le faltaron razones, pues a poco de nacer, la madre mandó a un criado de su confianza que raptara al niño y lo hiciera desaparecer echándolo al mar dentro de un cajón cerrado. Pero la doncella de la reina conocía bien al criado, que se interesaba por ella, y con astucia consiguió enterarse de dónde iban a echar al niño y los siguió. Cuando lo hubieron lanzado al mar, ella cogió una barquita que tenía preparada en aquel mismo lugar, navegó en pos del cajón, lo recogió y volvió a tierra con él. Luego lo entregó a una tía suya para que lo criase en secreto.
El rey, aunque estaba en guerra, mandaba pedir noticias de su mujer y la madre le envió una carta a su hijo diciéndole que la reina había tenido un niño que nació muerto y que, después de esto, se había entregado a toda clase de ligerezas, lo que hacía perentorio un castigo ejemplar.
No le gustaron al rey estas noticias, pero decidió que nada se haría hasta su vuelta, pues sabía de la mala voluntad que su madre manifestaba a su esposa.
Por fin acabó la guerra, que duraba ya dos años largos, y volvió el rey. Entonces la madre se adelantó a recibirle y le fue contando los mil y un horrores de la conducta de su esposa durante su ausencia, llegando a decir que había te­nido amores con varios criados del palacio, de los de peor reputación. Ella con­fiaba en que la reina no pudiera defenderse puesto que no podía hablar y se aprovechaba de esta circunstancia. Además, había sobornado a varios testigos para que diesen falso testimonio de lo que ella contaba y se los presentó a su hijo. En fin, todo el mundo en palacio tenía tanto miedo a la madre del rey que nadie se atrevió a desmentirla. El rey fue a hablar con su esposa y a pregun­tarle sobre lo que había oído, pero la pobre reina no podía hacer otra cosa que negar con la cabeza y llorar de pena.
Fue tal y tan gruesa la trama que urdió la madre que, al fin, llevaron a la reina a los tribunales para que la juzgasen y como nadie se presentó a defen­derla, la condenaron a muerte por adulterio.
La presentaron en el patíbulo en el que había de cumplirse la condena jus­to el día en que se cumplían los tres años de su salida del castillo sin puertas para casarse con el príncipe. Y la reina tenía la esperanza de que dieran las doce antes de que la ajusticiasen, pues así se cumpliría la promesa hecha pa­ra salvar su vida y del encantamiento a sus hermanos y podría hablar y con­tarlo todo. Y la gente que rodeaba el patíbulo se veía triste y el mismo rey también lo estaba, pues aún no podía creer que la reina le hubiese engañado, como le decían.
Al llegar a lo alto del patíbulo, la reina tendió la vista a lo lejos y allí di­visó el castillo sin puertas y en las almenas estaban los tres leones. Entonces ella agitó un pañuelo para saber si podía hablar, pero los tres leones, movien­do la cola, le dijeron que aún no era tiempo.
La madre del rey, en vista de la lentitud del acto y la conmiseración de la gente, instó al verdugo a que actuase cuanto antes y la pobre reina, siempre muda, dirigió al rey una mirada de tristeza tan honda que el rey, afectado por ello, dio orden de que se retrasase la ejecución hasta que él lo ordenara, pues en el fondo de su corazón se resistía a ejecutar la sentencia. Y la madre ya iba a volver a insistir ante él cuando, de pronto, se produjo una gran confu­sión entre los asistentes, unos echaron a correr en una dirección y otros en otra con gran susto y se vio que habían aparecido tres feroces leones que, en cuatro saltos, subieron al patíbulo y rodearon a la reina como en actitud de defenderla.
Apenas se habían rehecho los guardias del rey cuando empezaron a dar las doce en la torre del campanario. Y al dar la última campanada, los tres leones se convirtieron en tres apuestos jóvenes que rescataron a la reina del patíbulo y se dirigieron a donde estaba el rey; y el mayor de ellos dijo:
‑Aquí está nuestra hermana, tan pura como el día en que la sacasteis del castillo para hacerla vuestra esposa. Al salir del castillo se le impuso un silencio de tres años, pues de ello dependía su vida y la nuestra; ella ha cum­plido su compromiso y ahora estamos libres del encantamiento que nos tenía convertidos en leones y atados al castillo sin puertas y hemos venido para ser sus testigos y defender su vida ante las calumnias de vuestra madre.
El rey se abrazó a la reina con disimulada alegría y su madre comenzó de nuevo a atacar a la reina, entonces el rey se dirigió a su esposa y le dijo:
‑Puesto que tu compromiso ha terminado y ya puedes hablar, hazlo ahora.
La reina dijo lo primero de todo que reclamaba a su hijo, nacido dos años antes, y la madre del rey dijo entonces que, como naciera muerto, enterrado estaba.
Entonces la reina llamó a su doncella y ésta acudió corriendo con el niño, que se parecía a su padre. Y pidió a la doncella que relatase lo que había su­cedido y, luego que lo hubo hecho, descalzó al niño y le mostró el piececito al rey para que viera que faltaba uno de los dedos. Y pidió a la doncella su bolsa, la abrió y dijo:
‑Éste es el dedo que falta, que lo corté y lo guardé para reconocerlo si fue­ra necesario, pues temía que vuestra madre me quitase al niño por el odio que me tenía.
Entonces el rey, loco de alegría, abrazó a su esposa y a su hijo y condenó a muerte a su madre, pero la reina intervino y consiguió que fuera desterrada a un lugar de donde nunca pudiera volver. Y así se cumplió la suerte de la mu­chacha y sus hermanos, los cuales se quedaron a vivir en el palacio al servi­cio del rey.

003. anonimo (españa)

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