Un
matrimonio tenía tres hijos varones y el padre tuvo la desgracia de caer
enfermo de unas fiebres malignas que, a pesar de los cuidados que le prodigó su
mujer, le llevaron a la tumba en poco tiempo. Y cuando murió, la mujer supo
que estaba embara-zada.
Fueron
pasando los meses, y antes de que se cumpliera el plazo del nacimiento, los
tres hijos fueron a ver a su madre y le dijeron:
‑Madre,
ya es hora de que nos vayamos de esta casa; aquí nada nos queda por hacer
pero, además, no podemos estar más tiempo junto a usted. Cuando se cumpla el
embarazo usted verá si es varón o hembra; si es varón, nos manda llamar, que
nosotros vendremos a su lado; pero si es hembra no volverá usted a vernos,
porque en ese caso nos acontecerá una gran desgracia de la que solamente ella
podrá salvamos cuando ya sea mujer.
Por más
que la madre lloró y suplicó no pudo evitar que los hijos partieran. Y su
partida le causó un dolor muy grande.
Poco
tiempo después se cumplieron los nueve meses y nació una niña. Y el nacimiento
de la niña sólo le causó aflicción, porque sabía que ya nunca volvería a ver a
sus tres hijos varones. Y de tanto penar, la mujer cayó enferma y en pocos
días fue a reunirse con su marido, dejando a la niña al cuidado de una vecina.
La vecina
era una buena mujer, cariñosa y alegre, que crió a la niña como si fuera su
propia hija y a la niña se le pegó el carácter de la vecina y, además, fue
creciendo tan bonita que todo el mundo lo celebraba. La vecina tenía otra hija,
nacida de ella, que era envidiosa y de mal carácter y sentía muchos celos de la
ahijada de su madre. Y aunque su madre se lo recriminaba, trataba muy mal a la
muchacha, pues la hija decía que si la muchacha no estuviera en casa ella
tendría dinero para comprarse vestidos nuevos, y por eso la odiaba todavía más.
Y tan dura y cruel fue la hija con ella que la muchacha resolvió un día irse de
la casa en secreto, sin decírselo ni a la bondadosa mujer que la había acogido.
Echó a
andar a la buena de dios y al poco tiempo se vio metida en un bosque
desconocido y allí la cogió la
noche. La muchacha se sintió perdida y sola y empezó a dar
vueltas con el desconsuelo creciéndole en el cuerpo; en una de sus ¡das y
venidas descubrió un castillo y echó a correr hacia él por ver si allí podían
acogerla y, si no, para quedarse aunque fuera a las puertas. Pero, por más que
rodeó el castillo, no vio puerta alguna y ya no pudo sino echarse a llorar por
su mala suerte.
En el
momento en que empezó a llorar, se abrió un hueco en la muralla del castillo,
un hueco del tamaño de una persona, y sin pensárselo dos veces lo cruzó aprisa
y el hueco se cerró detrás de ella.
Estaba en
un patio muy grande, rodeado de árboles y con una bella fuente en el centro y
se quedó admirada porque nunca había visto una cosa igual en su vida. Luego
atravesó el patio y entró en unos salones espléndidamente adorna-dos y llegó
hasta un comedor donde, en una gran mesa, había servida una cena con todos los
manjares que se pudiera imaginar. La muchacha iba de un lado a otro no sabiendo
de qué admirarse más, y estaba tan entretenida viéndolo todo que, sin darse
cuenta, se encontró de pronto ante tres leones de temible aspecto que la
miraban fijamente. Le entró un miedo tan grande que corrió a esconderse y, al
verla huir, los leones se lanzaron tras ella con aspecto furibundo. Ya se veía
perdida cuando se oyó de pronto una voz, que dijo:
‑Quered a
la muchacha, que es vuestra hermana.
Y al
instante, los tres leones quedaron convertidos en tres jóvenes muy apuestos,
que se echaron en sus brazos con emoción; en seguida la requirieron para que
les contase cómo había podido llegar hasta ellos, pues el castillo no tenía
puertas y la muchacha les contó su vida y cómo había llegado hasta allí y lo
que le había sucedido al pie del castillo. Entonces ellos le dijeron que ya no
tuviera pena, que si seguía sus mandados no tendría nada que temer y podría
vivir feliz para siempre en aquel castillo.
Y allí se
quedó, ocupándose del castillo y pasando el tiempo feliz y contenta; y cuando
no le quedaba nada por hacer, se ponía a coser junto a la ventana más alta del
castillo y por allí veía alejarse a los leones hacia otros montes y bosques; y
cuando volvían, los leones se conver-tían en humanos y así hasta la mañana
siguiente, en que volvían a convertirse en leones y se alejaban del castillo.
La muchacha, a veces, sentía ganas de salir a aquel mundo exterior que ella
veía, pero prefería la vida con sus hermanos.
Así
estaban las cosas cuando un buen día escuchó el sonido de las trompas de caza
y a poco aparecieron numerosos jinetes de montería que seguían el rastro de un
jabalí. En su carrera, los cazadores se acercaron al castillo y entre ellos
cabalgaba el hijo del rey, que enseguida llamó la atención de la muchacha por
su apostura. El príncipe, al ver a aquella hermosa joven asomada a la ventana,
abandonó la cacería y trató de entrar en el castillo, mas al ver que no tenía
puerta alguna pidió una escala, la echó y subió por ella hasta la ventana. La joven
quedó intimidada al principio, pero en seguida la tranquilizó el príncipe y
después le confesó que se había enamorado de ella nada más verla y que deseaba
llevarla a su palacio para casarse.
La
muchacha estaba feliz en su castillo, pero también tenía deseo de salir de él y
ver mundo y, además, también ella se había enamorado del príncipe, de manera
que aceptó casarse con él. Entonces el príncipe le pidió que le contara qué
hacía en aquel extraño castillo; y ella se disponía a contarle su historia
cuando escuchó una voz que le decía.
‑Durante
tres años has de estar sin hablar o morirás y tus hermanos quedarán
convertidos en leones para siempre.
Nada más
oír esto, la pobre muchacha cerró la boca y, por más que el príncipe la
interrogase o pretendiera hacerla hablar, ella permaneció muda. Entonces miró
por encima del príncipe, a lo lejos, y vio a los tres leones que la saludaban
moviendo la cola con cariño.
El
príncipe pensó que algo extraño le había ocurrido a la muchacha, pero fuera lo
que fuese le insistió en que, aunque no pudiera hablar, él estaba decidido a
llevarla a su palacio y hacerla su esposa. Entonces ella miró de nuevo a los
leones y vio que éstos, con la cabeza, le decían que sí, que aceptase y
entonces ella dio por fin su consentimiento al príncipe.
Se fueron
juntos al palacio del príncipe y éste la presentó a sus padres, explicándoles
cómo la había encontrado, así como el extraño suceso de su repentina mudez,
pero volvió a repetir que quería casarse con ella y su padre, que ya era viejo
y pensaba en la sucesión, le concedió su aprobación. La reina, en cambio, no
veía con buenos ojos la boda, pues eso significaba que sería rey su hijo, pero
la reina sería su nuera y no ella.
Y decía:
‑¿Acaso
no te das cuenta del peligro que corres casándote con esta mujer? Bien puede
ser que tus hijos salgan también mudos y uno de ellos tenga que reinar en su
día siendo mudo. ¿Quién ha visto un rey mudo en parte alguna del mundo? Además,
es una desconocida, lo que resulta una ofensa para todas las hermosas muchachas
de este reino.
Y el
príncipe decía:
‑No hay
cuidado, que ella no es muda sino que su mudez se debe a un accidente del que
sanará, porque yo he hablado con ella y la he oído hablarme. Pero aunque fuera
muda de nacimiento, me casaría igualmente con ella.
Y llegó
el día señalado y se casaron, contra la voluntad de la reina, que así veía
perder sus privilegios.
Al poco
tiempo murió el rey, le sucedió el príncipe y la muchacha se convirtió en
reina. Todo el mundo estaba muy contento con la nueva reina, porque era tan sencilla
y cariñosa que hacía olvidar el defecto de su mudez. Y un poco más tarde, la
nueva reina quedó embarazada, lo que colmó la felicidad del joven rey. Sin
embargo, pronto llegaron noticias de que en uno de los confines del reino había
habido una sublevación y la gente de allí se había puesto al servicio de un rey
vecino que, de este modo, amenazaba el territorio del joven rey. De modo que,
aprisa y corriendo, tuvo que ponerse al frente de sus tropas para ir al
combate.
Antes de
partir, encargó a su madre que cuidara muy especialmente de su esposa y de la
criatura que estaba por nacer y la madre le dijo que se fuera tranquilo.
Aún
faltaba el rey del palacio cuando la reina dio a luz un hermoso niño. Pero la
reina recelaba de tal modo de la madre del rey que, apenas nació, le cortó el
dedo pequeño de uno de los pies y se lo guardó.
No le
faltaron razones, pues a poco de nacer, la madre mandó a un criado de su
confianza que raptara al niño y lo hiciera desaparecer echándolo al mar dentro
de un cajón cerrado. Pero la doncella de la reina conocía bien al criado, que
se interesaba por ella, y con astucia consiguió enterarse de dónde iban a echar
al niño y los siguió. Cuando lo hubieron lanzado al mar, ella cogió una
barquita que tenía preparada en aquel mismo lugar, navegó en pos del cajón, lo
recogió y volvió a tierra con él. Luego lo entregó a una tía suya para que lo
criase en secreto.
El rey,
aunque estaba en guerra, mandaba pedir noticias de su mujer y la madre le envió
una carta a su hijo diciéndole que la reina había tenido un niño que nació
muerto y que, después de esto, se había entregado a toda clase de ligerezas, lo
que hacía perentorio un castigo ejemplar.
No le
gustaron al rey estas noticias, pero decidió que nada se haría hasta su vuelta,
pues sabía de la mala voluntad que su madre manifestaba a su esposa.
Por fin
acabó la guerra, que duraba ya dos años largos, y volvió el rey. Entonces la
madre se adelantó a recibirle y le fue contando los mil y un horrores de la
conducta de su esposa durante su ausencia, llegando a decir que había tenido
amores con varios criados del palacio, de los de peor reputación. Ella confiaba
en que la reina no pudiera defenderse puesto que no podía hablar y se
aprovechaba de esta circunstancia. Además, había sobornado a varios testigos
para que diesen falso testimonio de lo que ella contaba y se los presentó a su
hijo. En fin, todo el mundo en palacio tenía tanto miedo a la madre del rey que
nadie se atrevió a desmentirla. El rey fue a hablar con su esposa y a preguntarle
sobre lo que había oído, pero la pobre reina no podía hacer otra cosa que negar
con la cabeza y llorar de pena.
Fue tal y
tan gruesa la trama que urdió la madre que, al fin, llevaron a la reina a los
tribunales para que la juzgasen y como nadie se presentó a defenderla, la
condenaron a muerte por adulterio.
La
presentaron en el patíbulo en el que había de cumplirse la condena justo el
día en que se cumplían los tres años de su salida del castillo sin puertas para
casarse con el príncipe. Y la reina tenía la esperanza de que dieran las doce
antes de que la ajusticiasen, pues así se cumpliría la promesa hecha para
salvar su vida y del encantamiento a sus hermanos y podría hablar y contarlo
todo. Y la gente que rodeaba el patíbulo se veía triste y el mismo rey también
lo estaba, pues aún no podía creer que la reina le hubiese engañado, como le
decían.
Al llegar
a lo alto del patíbulo, la reina tendió la vista a lo lejos y allí divisó el
castillo sin puertas y en las almenas estaban los tres leones. Entonces ella
agitó un pañuelo para saber si podía hablar, pero los tres leones, moviendo la
cola, le dijeron que aún no era tiempo.
La madre
del rey, en vista de la lentitud del acto y la conmiseración de la gente, instó
al verdugo a que actuase cuanto antes y la pobre reina, siempre muda, dirigió
al rey una mirada de tristeza tan honda que el rey, afectado por ello, dio
orden de que se retrasase la ejecución hasta que él lo ordenara, pues en el
fondo de su corazón se resistía a ejecutar la sentencia. Y la madre
ya iba a volver a insistir ante él cuando, de pronto, se produjo una gran confusión
entre los asistentes, unos echaron a correr en una dirección y otros en otra
con gran susto y se vio que habían aparecido tres feroces leones que, en cuatro
saltos, subieron al patíbulo y rodearon a la reina como en actitud de
defenderla.
Apenas se
habían rehecho los guardias del rey cuando empezaron a dar las doce en la torre
del campanario. Y al dar la última campanada, los tres leones se convirtieron
en tres apuestos jóvenes que rescataron a la reina del patíbulo y se dirigieron
a donde estaba el rey; y el mayor de ellos dijo:
‑Aquí
está nuestra hermana, tan pura como el día en que la sacasteis del castillo
para hacerla vuestra esposa. Al salir del castillo se le impuso un silencio de
tres años, pues de ello dependía su vida y la nuestra; ella ha cumplido su
compromiso y ahora estamos libres del encantamiento que nos tenía convertidos
en leones y atados al castillo sin puertas y hemos venido para ser sus testigos
y defender su vida ante las calumnias de vuestra madre.
El rey se
abrazó a la reina con disimulada alegría y su madre comenzó de nuevo a atacar a
la reina, entonces el rey se dirigió a su esposa y le dijo:
‑Puesto
que tu compromiso ha terminado y ya puedes hablar, hazlo ahora.
La reina
dijo lo primero de todo que reclamaba a su hijo, nacido dos años antes, y la
madre del rey dijo entonces que, como naciera muerto, enterrado estaba.
Entonces
la reina llamó a su doncella y ésta acudió corriendo con el niño, que se parecía
a su padre. Y pidió a la doncella que relatase lo que había sucedido y, luego
que lo hubo hecho, descalzó al niño y le mostró el piececito al rey para que
viera que faltaba uno de los dedos. Y pidió a la doncella su bolsa, la abrió y
dijo:
‑Éste es
el dedo que falta, que lo corté y lo guardé para reconocerlo si fuera
necesario, pues temía que vuestra madre me quitase al niño por el odio que me
tenía.
Entonces
el rey, loco de alegría, abrazó a su esposa y a su hijo y condenó a muerte a su
madre, pero la reina intervino y consiguió que fuera desterrada a un lugar de
donde nunca pudiera volver. Y así se cumplió la suerte de la muchacha y sus
hermanos, los cuales se quedaron a vivir en el palacio al servicio del rey.
003. anonimo (españa)
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