Un
matrimonio tenía una hija muy, pero que muy guapa, y sus padres estaban muy
orgullosos de su belleza y no hacían más que hablar de ella a todo el mundo.
Estaban tan orgullosos que no sólo hablaban de su guapeza sino de lo
trabajadora y dispuesta que era; en fin, hablaban tanto de ella, los padres y
sus vecinos, que la fama de la muchacha llegó a oídos del rey.
Y se dijo
el rey:
‑¿Cómo es
que en ese pueblo hay una muchacha tan bella y tan hacendosa? Eso lo tengo yo
que ver.
Para
verlo, organizó una fiesta a la que invitó a mucha gente y, claro, también a la
muchacha.
Pero la
muchacha no acudió a la
fiesta. Entonces el rey buscó a sus padres y les preguntó
cómo su hija no había acudido a la fiesta cuando tanta y tanta gente había
venido; y los padres, deshaciéndose en excusas, le dijeron que la muchacha no
era amiga de fiestas, que prefería quedarse en casa haciendo labores de casa y
que lo que más le gustaba era hilar. Todo eso lo decían para engrandecer a su hija,
pero no era cierto.
Pero la
reina se enteró de lo que dijeron los padres y le produjo gran contento porque
apreciaba mucho que las mujeres supieran hilar. Como también había tenido
noticias de que esta muchacha era hilandera y muy trabajadora, la mandó llamar
a palacio y le ofreció un buen salario. El padre de la muchacha puso muchas
excusas, pero acabó accediendo. El caso es que la reina aspiraba a casar a su
hijo el príncipe con una mujer que fuera hilandera y por eso la mandó llamar.
Una vez que estuvo la muchacha en palacio, la reina decidió comprobar sus
cualidades. Y le dijo:
‑Te voy a
mandar este trabajo para ver si sabes hilar tan bien como dicen y si eres tan
trabajadora como me han contado.
Conque la
llevó a una habitación grande que estaba llena de lana lista para hilar y le
dijo:
‑Si hilas
esta lana en tres días, te casas con mi hijo.
La pobre
muchacha se quedó consternada, porque nunca había usado la rueca y no sabía
hilar.
Y dijo la
reina:
‑Yo daré
orden para que aquí en esta habitación no entre más que quien te trae la comida. Así que tienes
tres días para hilar esta lana.
La
muchacha se puso a llorar en cuanto se quedó sola y no sabía qué hacer, ni con
la lana ni con la rueca.
Y
llorando se le echó la noche encima. Y aún hubiera seguido llorando si no llega
a oír que alguien tocaba en la ventana de la habitación. Abrió
la ventana y aparecieron tres señoras que le pidieron que no se asustara y les
contase su problema. Ella se lo contó, tan compungida que daba pena verla, y
las tres señoras le dijeron:
‑Déjanos
aquí contigo y no temas nada porque mañana cuando despiertes toda la lana
estará hilada.
Trajeron
un huso y una rueca mágicos y estuvieron hilando toda la noche y a la mañana
siguiente todo estaba hilado. Y cuando la reina entró, se quedó maravillada de
que hubiese hilado toda la lana en una sola noche. En vista de lo cual, se la
llevó a otra habitación mucho más grande que era como un salón y que estaba
también llena de lana y le dijo lo mismo que la otra vez.
Y la
muchacha, apenas se quedó sola, se echó de nuevo a llorar pensando qué haría
esta vez. Pero sucedió que las tres señoras volvieron a aparecer en la ventana
y, como la noche anterior, trajeron el huso y la rueca mágicos e hilaron toda
la lana de la habitación en una sola noche.
La
muchacha, además, se fijó en que una de las hilanderas tenía el dedo pulgar
desmesurada-mente ancho, de tanto dar al huso; y que otra tenía el labio
inferior muy ancho porque para hilar mojaba su dedo en él constantemente; y la
tercera tenía un pie enorme de tanto dar a la rueca de hilar. Pero no se
atrevió a comentárselo.
En fin, que cuando la reina vio
el portento de la segunda noche, se dijo:
‑Pues ésta se casa con el
príncipe.
En
seguida prepararon las bodas y, claro, el padre de la muchacha estaba loco de
contento. Entonces la muchacha, viendo que estaban preparando las listas de
invitados, dijo:
‑Las que no pueden faltar son
tres primas mías.
Que eran
las tres hilanderas. La reina dijo que sí y el padre, tan atolondrado como
estaba por el acontecimiento, ni se fijó en quiénes serían esas primas. Así que
llegó el día de la boda, pero la muchacha estaba triste porque pensaba: «De
qué me sirve casarme si cuando me manden seguir hilando no voy a saber».
Todo el
mundo vino a la boda y cuando llegaron las tres primas la gente se quedó
mirándolas porque con el dedo enorme, el labio colgante y el pie gigante a
todos les parecieron horrendas, aunque nadie dijo nada porque eran las primas
de la novia.
Terminada
la celebración, el príncipe, que era curioso, no pudo resistir preguntarles a
qué se debían aquellas deformidades y ellas empezaron a decir:
‑Pues yo
tengo este dedo de tanto dar al huso años y años, que siempre me gustó el huso ‑dijo
la primera.
‑Pues yo
tengo este labio de tanto mojarme el dedo para hilar ‑dijo la segunda.
‑Pues yo tengo este pie de tanto
dar a la rueca de hilar ‑dijo la tercera.
Y el príncipe, espantado, dijo a
su esposa:
‑Nunca más quiero verte hilando
desde ahora.
Y así se salvó de hilar la
muchacha.
003. anonimo (españa)
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