Cierta
vez, en el reino del cacique Calfucir, durante la dominación india de los
territorios de América, el influyente soberano de la gran tribu de los
tehuelches, que se extendía en todo el Sur de la hoy República Argentina, tuvo
graves desavenencias con otro jefe llamado Rayén, que ejercía su autoridad en
aquel tiempo, sobre los grupos aborígenes araucanos, que poblaban el lado
occidental de la cordillera de los Andes, hoy República de Chile.
Motivó
la situación de odio mortal entre los dos grandes caudillos el que Rayén, en un
viaje de cortesía que efectuó por la pampa, se enamoró locamente de la princesa
Ocrida, hija de Calfucir.
-¡Dámela
por mujer! -había suplicado Rayén al soberano tehuelche.
-¡Nunca!
-respondió el anciano monarca blandiendo su enorme lanza de combate.-Ocrida se
casará con un joven de su raza y no con un araucano enemigo de los indios
pampas.
Rayén,
ante esta contestación arrogante y desafiadora, se retiró a sus tierras lleno de
rencor y con propósitos de venganza; y convocando al Consejo de Ancianos de sus
vastos dominios, resolvió reunir un poderoso ejército e invadir las grandes
llanuras, dominio del padre de la hermosa Ocrida.
A
las pocas lunas, ya que de esta manera los aborígenes medían el tiempo,
millares de araucanos iniciaron la marcha, para cruzar las elevadas cumbres de
la cordillera de los Andes, lo que lograron después de múltiples peligros, al
transponer las enormes montañas, pasando ríos caudalosos, cimas casi inaccesibles
y senderos interrumpidos por las rocas y rodeados de abismos.
Una
tarde, cuando el sol ya se ponía por el lejano horizonte, las huestes de Rayén
se lanzaron como un huracán sobre la pampa, y sorprendieron a las tribus de
Calfucir, las que nunca pudieron imaginar que los araucanos intentaran la
temeraria empresa de atravesar las monumentales cumbres andinas.
La
batalla fue de corta duración, y aunque los tehuelches presentaron una tenaz
resistencia, fueron vencidos por los hombres del país de Arauco, que después de
dar muerte a muchos guerreros, raptaron a la hija de Calfucir, la bella Ocrida,
para entregarla a su jefe el bravo Rayén.
La
infeliz princesa, acomodada en un improvisado palanquín fue conducida al lejano
país de su raptor por los accidentados caminos que cruzan los nevados picachos.
El viaje duró varias lunas, ya que en esos días había dado comienzo el invierno
y caído sobre la cordillera tan enorme cantidad de nieve que, al obstruir las
sendas, dificultaba la lenta marcha de la comitiva.
Rayén
recibió la noticia con muestras de la mayor alegría y ordenó inmediatamente se
festejara la gran victoria obtenida sobre los hombres de la llanura y el rapto
de la mujer a quien tanto quería a la que pensaba hacer su esposa cuando las
flores de la araucaria, el árbol sagrado, cubrieran de blanco los caminos de su
reino.
Por
supuesto, la desgraciada prisionera lloraba angustiada, al recordar su lejana
patria, sus vastas pampas y el amor de su padre que, apenado, lamentaría su
involuntaria ausencia.
A
todo esto, el soberano de los tehuelches, desesperado no sólo por la derrota
sufrida sino por la pérdida de su hija, no sabía qué decisión adoptar en
venganza del agravio y pasaba los días encerrado en su toldo, triste y
meditabundo, pensando en el mal destino que la suerte había deparado a su
querida Ocrida.
-¡Ya
no la veré más! -gritaba sin consuelo. ¡Pobre hijita mía! ¡Mil veces preferiría
su muerte, a su vida en manos del odiado Rayén!
Los
ancianos de la tribu estaban también desconcertados, al no hallar el medio de
rescatar a la niña, pues sus ejércitos eran impotentes para luchar contra las
aguerridas fuerzas araucanas que defendían los difíciles pasos de la gran
cordillera.
Como
una última esperanza, el rey Calfucir dictó una proclama que hizo pregonar
hasta en los más lejanos puntos de su reino, por la que ofrecía la mano de la
bella Ocrida y gran parte del país, al valiente que consiguiera restituirle la
dolorida cautiva.
Muchos
jóvenes tehuelches intentaron llegar a las tierras de Arauco en procura de la
princesa, pero fueron descubiertos y muertos por los centinelas de Rayén que
vigilaban noche y día los caminos de la montaña.
En
el tiempo de este suceso y en una apartada región de la pampa, sobre el
caudaloso río Colorado, vivía un pastor de guanacos llamado Catiel, quien al
escuchar de boca de los pregoneros del cacique los deseos de éste y el premio a
tan magna aventura, se propuso intentar el fantástico viaje, encaminándose a
las tolderías de Calfucir para ofrecer sus servicios.
-¡Aquí
estoy majestad! -dijo el valiente Catiel, arrodillándose ante su señor. ¡Yo
procuraré traer la tranquilidad y la alegría a la nación Tehuelche, rescatando
a la hermosa Ocrida de manos del sanguinario y cruel Rayén!
-¡Hijo
mío -contestó el dolorido cacique, si consiguieras ese milagro, serías mi
súbdito predilecto y el feliz esposo de mi desdichada hija!
Catiel,
sin temor ni vacilaciones inició la empresa y después de varias lunas llegó
hasta los primeros pasos de la enorme cordillera, casi sobre las fronteras de
su país con la tierra de los araucanos.
¡Pero...
allí comenzaron las grandes dificultades! El macizo andino estaba cubierto de
nieve y sus difíciles sendas eran intransitables para la planta humana, no sólo
por las crueldades del invierno, sino por los miles de guerre-ros que, muy
alerta, vigilaban la peligrosa línea divisoria.
Una
y otra vez, el denodado Catiel intentó subir a las cumbres y siempre se halló
detenido por el terrible frío y las flechas de los soldados araucanos, que
silbaban trágicamente sobre su cabeza.
Cansado
un día de pretender en vano la extraordinaria aventura, se sentó sobre una
piedra y bajó la cabeza abrumado y vencido, lamentando no poder cumplir el
juramento hecho a su rey, cuando, de manera inesperada, se presentó frente a él
una viejecita india, arrugada como una pasa, que con voz clara y firme le dijo:
-¡Valiente
Catiel! ¡Hijo predilecto del país de los tehuelches! ¡Sé tus pesares y tus
anhelos y comprendo que sólo la muerte será el premio a tus inútiles esfuerzos
para cruzar la gran cordillera! ¡Los araucanos vigilan y te matarán! ¡El hondo
de las montañas será tu sepulcro si prosigue la lucha!
-¿Qué
he de hacer entonces? -preguntó el decidido muchacho a la anciana hechicera.
-¡Nada
podrás, sin mí! -repuso ésta.
-¿Quieres
ayudarme? -suplicó de nuevo el mozo, mirando con ojos de duda a la centenaria
mujer.
-¡Sí!
¡Yo te ayudaré y podrás traer a la pampa a la hermosa Ocrida, ya que lo mereces
por tu valor y tu decisión!
-Pero...
¿cómo? ¡Los pasos de la montaña están cerrados por la nieve y los soldados
araucanos los guardan!
-Hay
un medio -respondió sonriente, la hechicera. Y luego, señalando a un cóndor que
en aquel instante volaba sobre ellos, continuó.
-¡Podrás llegar al país de
Arauco volando como esa ave que ahora cruza sobre nosotros!
-¿Volando
como el cóndor? ¡Tú estás loca!
-Loco
es quien no cree en mí poder -contestó la mujer.
-¡Dime
el medio!
-Yo
lo tengo, ya que poseo la fuerza del viento, el calor del sol y la grandeza de
las cumbres.
-Y
diciendo esto, hizo un signo misterioso con la mano derecha y por arte de
encantamiento aparecieron junto al asombrado Catiel, unos zapatos de cuero de
guanaco, llamados usutas.
-¿Qué
es esto? -exclamó aterrorizado el muchacho.
-¡Son
tus alas! -contestó la vieja.
-¿Mis
alas? ¡No lo comprendo!
-¡Escucha!
¡Las cumbres están nevadas y los guerreros araucanos te aguardan para matarte
en los pasos de la montaña! ¡Tienes un solo medio para llegar a donde está la
infeliz cautiva! ¡volando! ¡Estos zapatos, una vez puestos, te elevarán sobre
los hombres y la tierra, como si fueses un cóndor y así, burlarás la vigilancia
de los soldados y podrás rescatar a la pobrecita Ocrida!
Esto
diciendo, la misteriosa viejecita desapareció tan súbitamente como había
llegado y el valiente Catiel quedó mudo de asombro contemplando los usutas que
estaban próximos a sus pies.
-¡Lo
intentaré! -exclamó, y acto seguido se calzó los zapatos.
No
bien terminó de atárselos a los tobillos, cuando sucedió lo inesperado. Como
impulsado por una enérgica fuerza invisible, comenzó a elevarse con rapidez
fulmínea y luego de unos pequeños giros, como los que para orientarse describen
las palomos, inició su marcha por sobre la cordillera hacia el temido país de
Arauco.
-¡Esto
es maravilloso! -exclamaba Catiel en el colmo del estupor.
El
viaje fue de pocos minutos; muy pronto estuvo a la vista de la corte del reino
de Rayén, que claramente se distinguía a la luz de una gran luna que parecía de
plata.
Catiel
preparó sus armas cuando los usutas iniciaron el descenso y antes de que lo
pudiera pensar, ya estaba sobre el negro castillo del monarca, que se elevaba
majestuoso sobre unas grandes moles de piedra rojiza.
Como
es lógico, la entrada le fue muy fácil, al descender sobre los techos de la
morada y luego, cerciorado de que nadie le había visto, inició sus trabajos
para dar con el paradero de la hermosa cautiva.
Bien
pronto, el llanto y los suspiros de una mujer, que se oían por una ventana
pequeña, le indicó el lugar donde estaba encerrada Ocrida y entrando audazmente
en la lujosa residencia, se encontró con la morena princesa que sollozaba sin
consuelo por su triste soledad.
-¡Ocrida!
-gritó Catiel cayendo de rodillas ante la apenada muchacha.
-¡Me
manda tu padre, el cacique Calfucir para que te lleve a las lejanas tierras de
la pampa!
La
prisionera, loca de alegría, casi no daba crédito a lo que escuchaba y veía y
presa de una invencible pasión, se echó en brazos de su joven salvador,
cubriéndolo de besos.
Fácil
fue para el valiente Catiel el regreso. Tomó a Ocrida de la cintura suavemente
y dijo:
-¡Vamos!
Los
zapatos maravillosos elevaron a la pareja por encima de la ciudad en silencio,
y tomando de nuevo el camino de los cielos, en muy poco tiempo llegaron a las
tolderías del dolorido soberano de las pampas que aun lloraba la pérdida de su querida
hija.
El
entusiasmo fue imponderable y Calfucir ordenó se celebrasen grandes fiestas en
homenaje del salvador de la bella cautivo, las que se realizaron en toda la
vasta extensión de la pampa, desde el Río de Agua Dulce, que más tarde se llamó
Río de la Plata ,
hasta las desiertas regiones de la Patagonia.
De
más está decir que Catiel se casó con la divina Ocrida y así consiguió la
felicidad, por la ayuda milagrosa de la viejecita india que, en tan buen
momento, le había obsequiado con los zapatos voladores.
015. anonimo (argentina)
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