Cuentan
que hace muchos años Pikí se deslizaba todas las mañanas sobre las aguas del
Paraná en una igá, en busca del agua fresca que brotaba de la roca para
llevársela a su madre.
Pikí
vivía en la tribu del cacique Itá‑curá. Le gustaba hacer estar tarea porque le
encantaba observar la belleza de las plantas y le parecía estar en un jardín
encantado. Depositaba la vasija en el suelo y se quedaba extasiado mirando las
variedades de orquídeas, ivirá pitá, musgos y helechos, güembés y claveles del
aire, en medio del guacayán, el ñangapirí y el jacarandá en floración que teñía
el follaje con diversos tonos. Los pájaros de vistoso plumaje cruzaban el
espacio o se colgaban de los frutos maduros picoteándolos alegremente.
La
ará‑ivotí reinaba sobre la tierra y Pikí era feliz. Era joven y muy diestro en
el manejo del arco y de la flecha; acompañaba a los cazadores de la tribu a
buscar alimentos y todos los días iba hacia la otra orilla, tras el agua fresca
y cristalina que brotaba de la peña en un chorro abundante y ruidoso.
Un
día fue con su madre. Mientras se llenaba el cántaro de agua fresca, Pikí salió
en busca de los dulces frutos del ñangapirí y del guaviyú. Volvía con su tesoro
cuando, un poco antes del lugar donde ella estaba esperándolo, vio a un
animalito que se debatía impotente, sin poder salir del agua donde había caído.
Pikí
lo miró y comprobó que era una arañita blanca, de una ñandutí condenada a morir
ahogada. Estaba fuera de su alcance, pero hizo todo lo posible para salvarla.
Consiguió una rama larga y resistente y trató de acercar uno de los extremos a
la ñandutí, pero la rama era corta.
Volvió
a buscar otra rama, la colocó con cuidado acercando el extremo a la arañita,
hasta que por fin ella pudo afirmarse y subir. La llevó hasta la tierra y allí
la depositó.
Agradecida,
la ñandutí subió a la mano de Pikí y se paseó varias veces por ella, pero la
madre lo llamaba, así que la dejó en una planta que crecía cerca.
Volvió
otro día y la buscó, pensando qué habría sido de su vida. Se sentó sobre la
piedra y sintió un rozamiento en la hierba. Allí vio a una hermosa cuñataí que,
con un cántaro en la cabeza apoyada sobre una apiteaó, iba hacia la vertiente
en busca del agua.
Pikí
se sorprendió de su hermosura y de sus bellos ojos negros. La saludó y ella le
devolvió una sonrisa encantadora.
Cuando
volvió a su casa le preguntó a su madre si conocía a la muchacha y ella le
contestó:
‑Sí,
no cabe duda. Has conocido a Tukira.
‑¿Quién
es Tulkira?
‑Es
la hija menor de nuestro cacique ltá curá.
‑Pero,
¿por qué nunca antes la he visto? ‑preguntó Pikí sorpren-dido.
‑No
te extrañes ‑respondió su madre‑. Al nacer Tukira murió su madre y el cacique
la entregó a una hermana suya de la tribu que ocupa las tierras al otro lado
del bosque para que la criara. Hace unos día Tukira ha vuelto.
‑¿Se
quedará para siempre? ‑continuó preguntando Pikí.
‑Su
padre la ha llamado porque está en edad de elegir esposo, pero el que aspire a
serio deberá cumplir las condiciones que exija ltá curá.
‑¿Y
por qué no tuvo esas exigencias con sus otras hijas?
‑Porque
el esposo de Tukira será el cacique de esta tribu a la muerte de ltá curá.
La
suerte acompañó a Pikí porque a los pocos días volvió a ver a Tukira. Se
ofreció a ayudarla a transportar el cántaro y al rato ya estaban sentados en
las piedras conversando. Luego, cada uno volvió con su canoa y, una al lado de
la otra, las dos embarcaciones se deslizaron sobre las aguas tranquilas del
Paraná.
Así
se fueron viendo casi todos los días y se empezaron a querer. Cuando llegó el
momento, el cacique no escuchó los ruegos de Tukira y ordenó que aquel que
quisiera desposarla debía cumplir sus exigencias.
‑Para gobernar un pueblo se necesita algo más que bondad ‑dijo el padre.
Los pretendientes debían
participar en el Torneo y someterse a las pruebas, pero Pikí se tenía
confianza.
Pocos días antes, un
movimiento inusitado se produjo en la tribu. Venían de todas las regiones para
ver triunfar a sus candidatos. Las doncellas tejían guirnaldas de flores para
el ganador y la hermosa Tukira rogaba a sus antepasados que Pikí fuera el único
vencedor.
Llegó el día. Se hicieron
pruebas de natación, carreras a pie, de resistencia y velocidad y muchos fueron
considerados triunfadores. El cacique dio a conocer su última condición:
‑Mi hija será la
tembirecó de aquel que le ofrende el regalo más exquisito y original, digno de
su gracia y de sus excelentes cualidades. Los que aspiren a su mano tendrán un
plazo de cuatro lunas para cumplirlo.
Pikí se desesperó porque
le parecíó que era una exigencia que no podría cumplir. No tenía experiencia
como para pensar algo original. Tulkira lo animaba:
‑No desesperes, Pikí.
Tupá siempre premia la bondad y te enviará ayuda.
Los días pasaban y nada
se le ocurría. El resto de los preten-dientes ya estaba regresando y todos
volvían cargados de ofrendas originales: pieles de animales raros cazados en
selvas lejanas, hermosas, coloridas y suaves plumas, collares de metales
preciosos cincelados por pacientes artífices, colecciones de piedras brillantes
arrancadas de la tierra, pendientes, brazaletes de plata y cobre, pájaros
raros...
Ante todo esto la vida de
Pikí se hizo intolerable. De tanta tristeza, no quería alimentarse y sus
fuerzas empezaron a decaer. La madre inútilmente intentaba reanimarlo, hasta
que un día le dijo:
‑Pikí, ¿por qué no cruzas
hasta la otra orilla y me traes unas hojas y algunas ramitas de cabará caá?
Junto a la vertiente hay una planta.
Pikí fue a cumplir el
pedido de su madre. Llegó hasta la orilla donde estaba amarrada su igá y se
deslizó por el río.
Cuando desembarcó fue
hasta la vertiente. Se sentó en una de las piedras; al lado, la cabará caá
cubierta de flores rojas y anaranjadas le recordó el pedido de su madre. Tomó
el cesto y empezó a llenarlo con las hojas y las ramas de la planta medicinal,
cuando sintió un raro y suave cosquilleo en la mano derecha. Movió la mano con
energía y vio a su amiga, la ñandutí, que subió hasta su hombro y le dijo:
No hay buena acción que
Tupá no premie, así como recibe castigo aquel que lo merece. Tupá me envió en
tu ayuda. Lo que otros han logrado con audacia, podrás conseguir con tu
corazón. Yo te fabricaré el encaje más hermoso y sutil que nadie haya tejido y
visto jamás. Antes de que el sol vuelva a lucir sobre la tierra, mi obra estará
terminada y llegarás a tiempo para ser elvencedor.
‑¿Es verdad, ñandutí?
‑Nada es imposible para
Tupá. Vuelve a tu hogar, descansa y tranquiliza a tu madre, que también sufre
por tu causa. Regresa mañana apenas despunte el sol, que mi encaje estará
terminado.
Pikí cumplió al pie de la
letra sus órdenes. Le contó a su madre lo sucedido, se puso muy contenta y
ambos descansaron tranquilos.
Con los primeros tintes
de la aurora, Pikí subió a la canoa y fue en busca de su amiga, a la que halló
feliz al lado de su obra, en la que había trabajado toda la noche.
El asombro de Pikí fue
enorme. Sus ojos azorados admiraron sin límite el milagroso encaje tejido por
la arañita blanca, que extendía ante él un manto de belleza singular.
Cuando llegó Pikí al lugar
de la fiesta, otros pretendientes ya habían entregado sus regalos, pero él
estaba radiante con la esperanza de nuevo instalada en su corazón. Fue el
último en presentarse. Al hacerlo, Tukira se puso de pie. El muchacho desplegó
el mágico encaje y lo colocó sobre la cabeza de la doncella, desde donde cayó
sobre hombros y cuerpo como una cascada blanca, de belleza incomparable.
Todos quedaron
deslumbrados. Tukira estaba engalanada con una joya que nadie había visto
antes. El cacique, impresionado por la belleza y originalidad de la ofrenda, lo
señaló sin titubeos como el vencedor absoluto del torneo y único pretendiente
de la mano de su hija.
Desde entonces, entre los
dibujos que hacen los hilos del ñandutí, se pueden observar la bondad de un
niño y el agradecimiento de un animalito que, a pesar de su tamaño
insignificante, fue capaz de realizar una obra perfecta y hermosa.
Argentina, Paraguay.
Igá: canoa
Pikí: pez pequeño
ltá curá: imán
Ará‑ivotí: primavera
Tupá: dios bueno
Tembirecó: esposa
Cuñataí: docella
Apiteaó: almohadilla que
usan las mujeres en la cabeza para apoyar el cántaro
Fuente: María Luísa Miretti
15. Pescados,
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