En
una humilde casa de campo, vivían, cierta vez, dos hermanas llamadas Rosa y
Cristina.
Rosa
por ser tan bella como la flor de su nombre era la mimada de sus padres y para
ella eran todos los regalos, todos las fiestas y todas las dichas de la vida.
Cristina,
por el contrario, era una niña humilde y dócil que había sido abandonada del
corazón de sus padres y sólo la utilizaban en la casa como sirvienta, ordeñando
las vacas por la mañana, haciendo la comida al mediodía, fregando los platos,
lavando la ropa de todos y dando de comer a las aves que cacareaban en los
corrales.
Tan
injusta era la diferencia, que el vecindario estaba indignado y las habladurías
llegaron hasta los más apartados rincones de la aldea.
Rosa,
como es natural, pronto tuvo un novio rico y buen mozo, tan orgulloso e inútil
como ella, con lo que colmó la ambición de los padres, que creían a la niña,
por su belleza, como el astro de la familia.
Cristina,
buena y sin manchas de envidia en su alma, se alegraba también de la felicidad
de su hermanita y proseguía sus quehaceres domésticos, sin pensar nada malo de
la frialdad de trato de cuantos la rodeaban.
La
humilde niña, se levantaba del lecho al amanecer, iba al pozo a sacar agua,
como primera faena, y escuchaba alegremente el chirrido de la roldana que le
cantaba mientras iniciaba su rápido girar:
-Soy
la roldana que canta
y
agua te da cristalina...
buenos
días, bella y santa,
inigualable
Cristina.
La
chica respondía a este saludo mañanero con su risa angelical y miraba con
cariño a la roldanita, que proseguía su canción estridente y alegre, mientras
el balde ascendía hasta sus manos.
Pero
para la pobre Cristina, las cosas iban de mal en peor, y la altiva Rosa, que
como la del rosal, estaba llena de espinas, comenzó a despreciarla en tal
forma, que los días se le hicieron amargos y las noches muy tristes.
Los
padres, entusiasmados con el próximo casamiento, de la hermosa Rosa ni se
acordaban de la otra hija, y sólo le hablaban cuando tenían que darle alguna
orden terminante o para castigarla por faltas imaginarias.
Pero
Cristina, paciente y buena, sufría todas estas injusticias y se consolaba
llorando a solas, mientras proseguía sus rudos trabajos diarios.
Así
continuó la vida, y todas las madrugadas, al llegar al pozo e iniciar sus
faenas, la roldanita le cantaba...
-Soy
la roldana que canta
y
agua te da cristalina...
buenos
días, bella y santa,
inigualable
Cristina.
La
infeliz criatura un día no pudo acallar más su dolor y al oír la canción de la
roldana, comenzó un lloro tan sentido y amargo que ésta, deteniendo su rápido
andar, le dijo en tono grave:
-Sé
que tú sufres y lloras
de
la noche a la mañana...
pídele
lo que desees
a
tu amiga la roldana.
Cristina
al escuchar la voz argentina de la pequeña rueda, no pudo contener un
estremecimiento de alegría y mirándola con sus grandes ojos dulces, la
respondió entre sollozos:
-Roldanita
amiga, compañera de todas mis horas, sólo pido el amor de mis padres y el
cariño de mi hermana.
-¡Los
tendrás! -fue la respuesta y prosiguió girando la frágil polea impulsada por
los desnudos y fornidos brazos de la niña.
Al
día siguiente, la casa se llenó de luz y se animó de alegría, abierta a todos
los habitantes de la región que acudían a presenciar el casamiento de la
hermosa muchacha, la niña mimada de sus padres.
Cristina
no tuvo permiso para presenciar tan magnífica fiesta y se contentó con mirar
todo desde lejos, mientras preparaba los manja-res para la comida de bodas.
Sus
ojos vertían copioso llanto y su corazón sufría en silencio tan gran
injusticia, pensando lo desgraciada que era, por el olvido en que la tenía su
familia.
La
música y las risas, llegaban hasta la cocina y se mezclaban con los sollozos de
la chica, que continuaba su labor sin odios ni rencores, pues éstos no tenían
cabida en su alma.
Pero,
hete aquí, que sucedió lo inesperado, como siempre suele acontecer cuando se
cometen tan grandes injusticias.
Cristina
necesitó sacar agua del pozo y se encaminó a él con los ojos enrojecidos y el
corazón contrito.
Había
iniciado el ascenso del balde lleno de agua cristalina, cuando escuchó la
alegre voz de la roldana, que le decía:
-Querida
amiga Cristina
yo
cumpliré mi promesa,
saca
lo que hay en el balde
y
envidiarán tu belleza.
La
niña, asombrada y curiosa, al escuchar la voz de su amiga, miró el cubo al
llegar a sus manos y quedó maravillada y suspensa de lo que vio dentro de él.
En
vez de agua, en el fondo había un voluminoso paquete con cintas de oro, que
estuvo pronto entre sus dedos.
-Ponte
todo lo que tiene
en
vez de agua cristalina
y
reinarás en la fiesta
mi
buena amiga Cristina.
Así
cantó la roldana entre sus chirridos estridentes y alegres.
La
chica, con el paquete junto a su corazón palpitante, corrió a su modesta
habitación y al abrirlo se encontró con un traje de extra-ordinario belleza,
todo recamado de piedras preciosas de incalculable valor, un cintillo de perlas
y diez anillos de oro rematados por deslumbrantes esmeraldas y rubíes.
Innecesario
es decir que Cristina se desprendió enseguida de sus viejas ropas y se puso el
extraordinario vestido, las esplendorosas alhajas y los adornos que había en el
paquete, y mirándose luego al espejo quedó asombrada ante el cambio que había
experimentado.
¡No
podía creer lo que contemplaban sus ojos! Era ella... ¡sí! Pero... ¡qué
cambiada! Hasta su cabello, como por arte de magia, aparecía debidamente
peinado y su cara rosada y juvenil era ahora de una belleza fascinante, capaz
de ser admirada por el más exigente galán.
Su
entrada en el salón de la fiesta fue digna de una reina y cruzó entre los
invitados, que la miraban mudos de asombro, en unión de sus padres, incapaces
de comprender lo sucedido.
Desde
aquel instante todos las ponderaciones fueron para ella y tanto su hermana Rosa
como los indiferentes padres, creyeron ver en este milagro una dura lección por
su desamor y despego, y abrazaron a la feliz y virtuosa Cristina que pasó a ser
tan mimada y querida como su hermosa hermanita Rosa.
Las
joyas y las piedras preciosas de su vestido de un valor incalculable, fueron
vendidas, y con el dinero de tanta magnificencia compraron campos, edificaron
una lujosa casa y vivieron todos felices por el resto de sus días.
Pero
la dichosa Cristina no abandonó nunca a su amiga, la roldana maravillosa, y
todas las mañanas iba al brocal del pozo y elevando el balde lleno de agua a
rebosar escuchaba la voz de su amiga, que alegremente le seguía cantando:
-Soy
la roldana que canta
y
agua te da cristalina...
Buenos
días, bella y santa,
inigualable
Cristina.
015. anonimo (argentina)
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