Amalia
era una niña mimada por su padre, que vivía en las lejanas regiones de la Patagonia , en donde su
familia era poseedora de grandes extensiones de tierra en donde pululaban
grandes rebaños de ovejas.
Según
aseguraban los que conocían al padre de Amalia, éste era propietario de dos
millones de estos mansos animalitos que nos dan sus rizadas lanas para fabricar
nuestros vestidos y otras prendas necesarias para la vida cotidiana.
Amalia
poseía virtudes que la hacían querer por racionales e irracionales y todas las
mañanas las dedicaba a recorrer las solitarios extensiones cuidando los
corderillos recién nacidos y acariciando a las madres que balaban de gusto al
verla llegar.
No
había persona en cien leguas a la redonda, que no hubiera sido alguna vez
protegida por la buena niña y no tuviera palabras de agradecimiento para sus
bondades y misericordias.
Donde
había un enfermo, allí estaba Amalia.
En
la choza que entraba la miseria, la mano de la niña llegaba, para tranquilizar
con sus regalos a sus habitantes.
Los
chicuelos de los contornos creían ver en ella al Ángel de la Guarda , ya que se desvivía
por llevarles juguetes y golosinas que hacían la dicha de sus humildes
amiguitos.
Hasta
los pájaros de la llanura comían en su mano y revoloteaban confiados sobre su
cabeza, agitando alegremente las alas, en bulliciosa bienvenida.
Amalia
poseía un tesoro en su pequeño alazán, caballito manso y fiel, con el que todas
las mañanas recorría los campos montada sobre su lustroso lomo.
El
caballito atendía por el dulce nombre de Picaflor, que le había puesto la
pequeña, comparándolo con el hermoso pajarillo de mil colores que por las
madrugadas llegaba hasta su ventana para libar el néctar de las flores rojas de
un rosal.
Pero,
como la felicidad no es duradera en el mundo, el padre de Amalia perdió
completamente su gran fortuna en malos negocios y poco a poco tuvieron que ir
reduciendo sus lujos, hasta llegar a una pobreza terrible.
-¿Qué
haremos ahora? -decía tristemente mientras contemplaba a su querida hijita.
-¡Luchar,
papá! -respondía Amalia, dándole ánimos al pobre hombre, que se inclinaba
derrotado y dolorido.
Instigado
por las palabras de aliento de su pequeña, el padre prosiguió trabajando, pero la Diosa Fortuna le
había dado definitiva-mente la espalda.
Como
es muy natural en todos estos casos, los amigos, al ver al padre de Amalia
pobre y sin medios para brindarles fiestas y diversiones, se fueron alejando,
hasta que un día se encontró solo, sin relaciones y despreciado por los que
antes lo habían adulado en todas las formas.
-¡Éste
es el mundo! -gemía.
-El
desagradecimiento impera en casi todas las almas y bien pronto se olvidan de
los favores recibidos.
No
obstante su gran pobreza, el buen padre conservó unas leguas de tierra yerma en
el lejano territorio del Chubut, las que no había podido convertir en dinero
por no encontrar comprador para tan áridas propiedades.
Efectivamente,
los campos eran arenales, sin vegetación y completamente estériles, en los que
sólo moraban los huemules
y algunos indios patagones, pobres y hambrientos.
Amalia,
por todos estas desgracias, estaba muy triste y lloraba en silencio tal
desastre, junto al pequeño Picaflor, del que no se sepa-raría por nada del
mundo.
El
buen animalito, como dándose cuenta de la pesadumbre que embargaba a la niña,
se acercaba a ella y la acariciaba amorosa-mente con su belfo tibio y
tembloroso.
Una
sombría tarde, el padre resolvió irse a vivir a aquellos solitarios campos del
Chubut, ya que era el único lugar que le brindaba algún sosiego y sin pensar
más se encaminó la familia hacia las lejanos regiones.
Por
supuesto, Amalia llevó consigo a su fiel Picaflor, en el que iba montada para
no cansarse de tan fatigoso viaje.
En
esas tierras levantaron su humilde hogar y continuaron luchando por la vida, en
la esperanza de que aquellas arenas respondieran con hermosos frutos a los
deseos del buen hombre.
Pero
bien pronto una nueva desilusión los entristeció más. Todo aquel campo era un
lugar maldito, en donde sólo imperaba el constante viento que quemaba las
carnes y la dorada arena que cegaba los ojos.
El
dolor y la desesperación llegaron con su corte de lágrimas y de quejas.
Amalia
sollozaba al ver la pálida cara de su buen papá y rogaba a Dios noche tras
noche, para que los ayudara en tal difícil situación.
Una
mañana en que la bondadosa niña recorría los áridos lugares montada en su fiel
Picaflor, contempló algo inesperado que la llenó de asombro. Ante ella,
cortándole el camino, había surgido de la tierra una divina figura de niño,
alto y de ojos celestes, que la miró sonriendo.
-¿Quién
eres? -preguntó Amalia sin temores.
-¡Soy
tu Ángel de la Guarda !
-le respondió el hermoso aparecido.
-¿Mi
Ángel de la Guarda ?
-¡Sí!
¡Has de saber, linda Amalia, que todos los niños buenos que existen en el mundo
tienen un Ángel invisible que los cuida y los libra de todo mal!
-¿Y
tú eres el mío? -insistió la niña alegremente.
-¡Lo
has adivinado! ¡Soy tu Ángel tutelar, que al verte llorosa y triste viene a
ayudarte para que la risa vuelva a tu rosado rostro! ¿Qué es lo que quieres?
-¡Que
ayudes a mi papá! -dijo Amalia pausadamente.
-¡Hace
mucho que trabaja y siempre le va mal! ¡Él no merece tanta desgracia y quiero
que vuelva a ser rico, para que yo pueda ayudar a los necesitados como lo hacía
antes!
-¡Si
ése es tu deseo, tu padre volverá a ser millonario! -respondió el Ángel.
-¡Tu
bondad y tu maravilloso comportamiento para con los menesterosos, te hacen
acreedora a que los seres que nos rigen te ayuden, buena Amalia!
-¡Gracias...
gracias! -respondió entusiasmada la niña.
-Escucha
-continuó el ser divino.
-Estas
tierras áridas que parecen no servir para nada, tienen en sus entrañas una
fortuna tan grande, que el que la posea será uno de los hombres más ricos de la
tierra. Sigue tu camino buscando entre estos arenales sin vida, un trébol de
cuatro hojas. En el lugar en que lo encuentres, dile a tu padre que cave y se
hará poderoso. ¡Adiós mi querida niña! -terminó diciendo el hermoso Ángel y
voló hacia los cielos perdiéndose entre las nubes doradas por el sol.
Amalia,
loca de contento, prosiguió su camino montada en su inseparable Picaflor,
mirando el arenoso suelo, para ver si encontraba el maravilloso trébol de
cuatro hojas.
-¿Podrá
ser cierto? -murmuraba la niño, contemplando el desierto.
-¡Aquí
no crece ni una brizna de hierba!
Pero
su caballito fiel fue el que más tarde le indicó el sitio en donde se escondía
el codiciado trébol. Como si el animalito también hubiera oído las palabras del
Ángel de la Guarda ,
recorrió el campo paso a paso, hasta que de pronto se detuvo y relinchó
alegremente.
-¡Aquí
está! ¡Aquí está! -parecía decir en su relincho.
La
niña se apeó y arrancó de entre unas dunas recalentadas por el sol, la buscada
ramita de trébol, que poseía cuatro hojitas, tal como lo había indicado la
divina aparición.
Bien
pronto llegó alborozada a su humilde hogar y conduciendo a su entristecido
padre hasta el sitio del hallazgo, le rogó que llevara herramientas para cavar,
cumpliendo con las órdenes de su buen Ángel tutelar.
El
hombre, quizás alentado por una loca esperanza, obedeció a su buena hija y
comenzó a cavar de tal manera que a las pocas horas había hecho un profundo
pozo.
-¡No
hay nada! -gemía.
-¡Cava!
¡Cava! -le respondía la niña mirando hacia los cielos.
De
pronto, el buen hombre, lanzó un grito de alegría: el tesoro indicado por el
Ángel estaba allí. ¡Sí! ¡Allí! Era un manantial de petróleo que comenzó a subir
por el pozo abierto y pronto inundó parte de la yerma llanura.
-¡Petróleo!
¡Petróleo! ¡Ahora seremos nuevamente ricos! -exclamaba el hombre abrazando a
su hija.
-¡Éste
es un milagro! ¡Bendito sea Dios!
La
niña lloraba y reía abrazado a su buen padre, mientras sus pequeños labios
oraban en acción de gracias.
El
manso Picaflor también estaba alegre y sus relinchos agudos resonaban de cuando
en cuando en el espacio callado.
Como
es natural, poco después comenzó la explotación de tanta riqueza, y la familia
volvió a ser millonaria, pudiendo desde entonces, la buena Amalia, proseguir
sus anhelos de bien, recorriendo en su fiel caballito todas las viviendas de la
comarca, llevando en sus bolsillos oro y en sus ojos alegría, para el bienestar
de los desvalidos y los desgraciados.
015. anonimo (argentina)
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