Don
Juan el colono, era un hombre bueno, lleno de méritos, ya que desde hacía
muchos años labraba la tierra para alimentar a su numerosa familia.
Sus
campos eran grandes y en ciertas épocas del año, se cubrían de verduras o de
frutos, según fuera el tiempo de las diversas cosechas, ayudado siempre por los
brazos de su mujer y de sus hijos que trabajaban a la par del jefe de la
familia.
Don
Juan el colono vivía feliz, y la vida se deslizaba sin dificultades, entre las
alegrías de los niños y las horas de trabajo que para él eran sagradas.
Muchos
años fue ayudado por la mano de Dios para levantar buenas cosechas y de esta
manera pudo ir acumulando algunos centavos, ya que el ahorro es una de las mayores
virtudes que puede poseer un hombre que tenga hijos que atender.
Pero,
hete aquí que llegó la desgracia a las tierras del buen labrador, con la
aparición de una plaga de ratas que de la noche a la mañana, convirtieron sus
fértiles huertas en un desierto y sus hermosos frutales en esqueléticos ramajes
sin una sola hoja que los protegiera.
Don
Juan el colono, se desesperó ante tamaña desgracia y procuró por todos los
medios luchar contra tan temible enemigo, pero todo fue en vano, ya que los
roedores proseguían su obra de destrucción sin miramientos y sin conmoverse por
las lágrimas del humilde trabajador de la tierra.
Una
noche, don Juan el colono, regresó a su casa, muerto de fatiga por la inútil
lucha y sentándose entristecido, se puso a llorar en presencia de su mujer y de
sus hijos que también se deshicieron en un mar de lágrimas, al ver el
desaliento del jefe de la familia.
-¡Es
el término de nuestra felicidad! -gemía el pobre hombre mesándose los cabellos.
-¡He
hecho lo posible por extirpar esta maldita plaga, pero todo es inútil, ya que
las ratas se multiplican de tal manera que terminarán por echarnos de nuestra
casa!
La
esposa se lamentaba también y abrazaba a sus hijos, presa de gran
desesperación, ante el desastre que no tenía visos de terminar.
En
vano el pobre colono quemó sus campos, envenenó alimentos que desparramaba por
la propiedad e inundó las cuevas de los temibles enemigos que, en su audacia,
ya aparecían hasta en las mismas habitaciones de la familia, amenazando con
morder a los más pequeños vástagos del atribulado hombre.
Don
Juan el colono, tenía en su hijo mayor a su más ferviente colaborador. Éste era
un muchacho de unos catorce años, fuerte y decidido, que alentaba al padre en
la desigual lucha contra los implacables devastadores de la llanura.
El
muchacho, de nombre Pedro, aun mantenía esperanzas de triunfo, y se pasaba los
días y hasta parte de las noches, recorriendo los surcos y apaleando
enérgicamente a las bien organizadas huestes de ratas que avanzaban mostrando
sus pequeños dientes blancos y afilados.
Mas
para el pobre niño también llegó la hora de¡ desaliento y una noche, al regreso
de su inútil tarea, se tiró en su cama y comenzó a derramar copioso llanto,
presa de una amarga desesperación.
-¡Pobre
padre! -gemía el niño.
-¡Todo
lo ha perdido y ahora nos vemos arruinados por culpa de estos endiablados
animalitos! ¿Qué podremos hacer para aniquilar a tan temibles enemigos?
-¡No
te aflijas mi buen Pedro! -le contestó una débil voz, llegada de entre las
sombras de la habitación.
El
niño se irguió sorprendido y temeroso, ya que había escuchado claramente las
palabras del intruso, pero no lo distinguía por ninguna parte.
-¿No
me ves? -volvió a preguntar la misma voz, con risa irónica.
-¡No,
y sin embargo te escucho, -respondió Pedro dominado por un miedo invencible.
-No
te asustes, porque vengo en tu ayuda, mi querido Pedro, volvió a decir la
misteriosa voz.
Mira
bien en todos los rincones de tu cuarto y me hallarás.
El
muchacho buscó hasta en los grietas de la madera al intruso, pero todo fue
inútil y ya cansado volvió a pedir, casi suplicante:
-¡Si
eres el espíritu del mal que llega para reírse de nuestra desgracia, te ruego
que me dejes!
-¡No
soy el espíritu del mal, sino, por el contrario, tu salvador! -le respondió la
voz, aun más cerca.
-Mira
bien y me hallarás.
Pedro
inició de nuevo la búsqueda, la que le dio igual resultado que la vez primera y
presa de un pánico irrefrenable se dirigió a la puerta para demandar ayuda a su
padre.
-¡No
te vayas! ¡No seas miedoso! ¡Estoy a tu lado! -escuchó nuevamente.
-Pero...
¿dónde? ¡Preséntate de una vez!
Una
risa larga y sonora le respondió y acto seguido apareció la diminuta figura de
un enano, sobre la mesilla de noche del muchacho.
-¡Aquí
me tienes! -dijo el hombrecito.
-Ahora
me puedes mirar a tu gusto y supongo que te desapa
recerá
el miedo que hace temblar tus labios.
Pedro,
en el colmo del asombro, contempló a su extraño inter-locutor, que desde su
sitio lo saludaba sacándose un enorme gorro color verde que le cubría por
entero la cabeza.
Mudo
de admiración analizó al intruso. Era un ser humano, magníficamente
constituido, de larga barba blanca, ojos negros, cabellos de plata y rosado
cutis, vestido a la usanza de los pajes de los castillos feudales de Europa,
pero que no medía más de tres centímetros de estatura, lo que le facilitaba
ocultarse a voluntad de las miradas indiscretas.
-¡Ahora
ya me conoces! -dijo por fin el enanito, después de largo silencio.-¿Te gusto?
-Eres
un hombrecillo maravilloso -respondió el niño.
-¡Jamás
he visto una cosa igual!
-¡Como
qué soy el único ser, en la tierra, de tales proporciones! -respondió él
visitante con una carcajada.
-¿Cómo
has podido entrar en mi cuarto?
-¡Hombre!
¡Para un ser de mi estatura, nada difícil es meterse en cualquier parte! ¡He entrado
a tu habitación por la cueva de los ratones!
-¡Es
extraordinario! -exclamó Pedro, contemplando con más confianza a tan fantástico
y diminuto visitante.
-¡Aunque
mi tamaño es muy pequeño -continuó el vejete, mi poder es ilimitado y ya lo
quisieran los hombres que por ser de gran estatura, se creen los reyes de la
creación! ¡Pobre gente! -continuó con un dejo de desprecio.
-¡Viven
reventando de orgullo y son unos míseros gusanos incapaces de salvarse si algún
mal los ataca! ¡Me dan lástima!
-¿Y
tú, todo lo puedes?
-¡Todo!
¡Mi pequeñez hace que consiga cosas que vosotros no podríais lograr jamás! ¡Me
meto donde quiero, sé cuanto se me ocurre y ataco sin que me vean!
-¿Tienes
mucha fuerza? -preguntó de nuevo el muchacho.
-¡Mira!
-respondió el enano y levantó el velador, con una sola mano, rojo su semblante,
como lo hubiera hecho un atleta de circo.
Pedro
gozaba admirado y sonreía ante el inesperado amigo, que subido por uno de sus
hombros, se colgaba de una de sus orejas.
-¡Eres
tan pequeño como mi dedo meñique! exclamaba el chico sin querer tocar al
hombrecito por miedo de hacerle daño.
-¡Pero
tan grande de alma como Sansón! -le respondió gravemente el minúsculo ser
humano.
Pedro
lo contempló con incredulidad.
-¿Qué
puedes hacer con ese tamaño?
-¡Todo!
¡Para ti será difícil creerlo, pero dentro de muy poco tiempo te lo demostraré!
-¿De
qué manera?
-¡Ayudándote
en tu lucha contra las temibles ratas de la llanura!
-¿Serás
capaz de eso?
-Capaz
de eso y de mucho más -respondió el enano ensanchando su pecho.
-¡Ya
lo verás!
-¿Tienes
algún secreto o talismán misterioso?
-¡Tengo
el poder ilimitado de hacerme obedecer por los pequeños animales de mis
dominios!
-¡Explícamelo
todo! -dijo el muchacho mirando ahora con mayor respeto al hombrecillo, que en
aquel instante se había sentado sobre la palma de su mano derecha.
-¡Es
bien fácil! ¡Con paciencia durante muchos años, porque has de saber que cuento
ciento cincuenta abriles, he dominado a las aves de rapiña y poseo un ejército
bien disciplinado de caranchos y aguiluchos que sólo esperan mis órdenes para
atacar a los enemigos!
-¡Es
increíble!
-¡Pero
exacto! ¡La constancia es la madre del éxito y yo he conseguido lo que ningún
hombre de la tierra ha logrado!
-¿Me
ayudarás entonces en mi lucha contra las ratas que han arruinado a mi padre?
-¡A
eso he venido! ¡Mañana, a la salida del sol, mira desde tu ventana lo que pasa
en la llanura, y te asombrarás con el espectáculo! ¡Y... ahora me voy! ¡Tengo
que preparar mis huestes para que no fracasen en la batalla! ¡Mañana volveré a
visitarte!
Y
diciendo estas últimas palabras, descendió por la pierna del maravillado Pedro
y en pocos saltitos se perdió por una entrada de ratones que había en un rincón
de¡ cuarto.
El
muchacho, con entusiasmo sin límites, corrió a la alcoba de su padre, Juan el
colono y le refirió la fantástica visita que había tenido momentos antes.
-¡Has
soñado! -respondió el labrador después de escuchar a su hijo.-¡Eso que me dices
sólo lo he leído en los cuentos de hadas!
-¡Pues
es la pura verdad, padre! -contestó el chico.
-Y
si lo dudas, dentro de pocas horas, a la salida del sol, el hombrecillo me ha
prometido venir con su poderosas huestes de aves de rapiña.
Juan
el colono se sonrió, creyendo que su hijo había tenido un alocado sueño y le
ordenó volviese a la cama a seguir su reposo.
Pedrito
no durmió aquella noche y esperó los primeros resplandores del día con tal
ansiedad, que el corazón le latía en la garganta.
Por
fin apareció la luz por las rendijas de la puerta y el muchacho, tal como se lo
había pedido el enanito, se puso a contemplar el campo desde su ventana, a la
espera del anunciado ataque.
Las
mieses habían desaparecido por completo y en la tierra reseca se veían merodear
millones de ratas que chillaban y se atacaban entre sí.
De
pronto, en el cielo plomizo del amanecer, apareció en el horizonte como una
gran nube negra que, poco a poco, cubrió el espacio como si cayeran otra vez
las sombras de la noche.
Estático
de admiración, no quería creer lo que contemplaban sus ojos.
¡La
nube no era otra cosa sino millones de aguiluchos y de chimangos, que en filas
simétricamente formadas, avanzaban en vuelo bajo las nubes, con admirable
disciplina, precedidos por sus guías, aves de rapiña de mayor tamaño que les
indicaban las rutas a seguir!
Pedro,
ante el extraordinario espectáculo, llamó a sus padres a grandes gritos;
acudieron éstos y quedaron maravillados también de las escenas fantásticas que
contemplaban.
¡De
pronto, como si el ejército de volátiles cumpliera una orden misteriosa, se
precipitaron a tierra con la velocidad de un rayo y en pocos minutos, después
de una lucha sangrienta y despiadada, no quedó ni una rata en la llanura!
-¡Es
milagroso! -exclamaba Juan el colono abrazando a su hijo.
-Tu
amiguito el enano ha cumplido su palabra. ¡Ahora sí creo en lo que me contabas,
querido mío!
La
batalla mientras tanto, había terminado y las aves iniciaban la retirada en
estupendas formaciones, dejando los campos del desgraciado labrador limpios de
los temibles enemigos que tanto mal le habían causado.
A
la noche siguiente, Pedro esperó a su amiguito salvador, el hombrecillo de la
llanura, pero éste no llegó y el muchacho, desde entonces, todas las noches lo
aguarda pacientemente, en la seguridad de que alguna vez tornará a su cuarto y
se sentará tranquilamente en la palma de su mano, para conversar de mil cosas
portentosas, imposibles de ser llevadas a cabo por los hombres normales que se
decepcionan al primer fracaso.
015. anonimo (argentina)
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