En
una ciudad de provincia, muy cerca de las sierras de Córdoba, vivía un hombre
llamado Rafael, que nunca estaba contento con su suerte.
Era
robusto y no había mañana que no se levantara quejándose de algún dolor.
Era
joven, pues contaba apenas treinta años y lloraba por los muchos abriles que
tenía encima.
Era
rico y constantemente gemía miserias.
Poseía
una gran extensión de campo y no había instante en que no sollozara suspirando
por tener más tierras.
Sus
haciendas ocupaban millares de áreas y, no contento con ello, pretendía
acrecentarlas.
Su
esposa era buena y honesta, pero Rafael le regañaba siempre lamentando el
haberse casado con ella.
Sus
hijitos eran tres, robustos y hermosos, pero no tenía palabras para condolerse
por parecerle feos.
En
fin, que Rafael, con todo lo que puede ansiar un hombre para ser completamente
feliz, vivía amargado con su destino y envidiaba la tranquilidad y la riqueza
ajenas.
Esto,
como es natural, lo convertía en un ser despreciable y molesto para las gentes
que, conocedoras de su fortuna y bienestar moral y físico, repudiaban su trato
y aun su presencia.
Una
noche en la que Rafael se quejaba de un dolor imaginario y de su ilusoria
pobreza, se le apareció un ser singular, pero hermoso, que había descendido de
las nubes y que al parecer, por su dulce rostro y sus magníficas alas, era un
Ángel enviado para escuchar sus lamentos.
-¿Qué
te ocurre, mi buen Rafael? -dijo el enviado de los cielos.
-¡Soy
muy desgraciado! -gimió el descontento.
-Pero...
¿de qué te quejas? ¡Tienes salud, riquezas, campos, animales, una buena mujer y
hermosos hijos... nada te falta!
-Quiero
más... mucho más... -exclamó el hombre, mesándose los cabellos.
-¡La
ambición puede perderte! -dijo el extraño visitante.
-¡Daría
mi alma por conseguir cuanto tiene de bueno el mundo! -respondió el iluso, con
los ojos abiertos a la codicia.
El
Ángel lo miró con seriedad y se propuso darle una lección que modificara su
alma.
-Bien...
-le replicó.
-¡Tendrás
todo lo que deseas, si puedes atrapar el Chingolo de la felicidad!
-¡Eso
es muy fácil! -gritó entusiasmado Rafael.
-¡Lo
cazaré rápidamente si me indicas dónde se encuentra o dónde tiene su nido!
El
Ángel lo miró amargamente y después dijo:
-Sal
mañana temprano de tu casa, sube a la montaña y al pasar por la cumbre nevada
volará ante ti el pájaro que buscas. Si lo atrapas vivo podrás solicitar lo que
quieras y te será concedido.
Dicho
esto, el hermoso personaje desapareció, quedando Rafael maravillado y ansioso
en espera del nuevo día para dedicarse a la caza de tan precioso animalito.
A
la mañana siguiente, muy de madrugada, emprendió el camino de la montaña, y al
llegar a lo cumbre nevada cruzó ante sus ojos el inquieto pajarillo que se fue
a posar sobre una roca.
-¡Éste
es! -gritó el ambicioso, corriendo tras del animal.
Por
supuesto, el veloz chingolo no se dejaba coger por el hombre, y así, de mata en
mata y de roca en roca, llegaron hasta el mismo borde del precipicio.
Los
ojos de Rafael se salían de sus órbitas y sus manos, temblorosas por la
desmedida ambición, se agitaban en el aire con el deseo de atrapar el bello e
inquieto talismán.
El
pequeño chingolo, como jugando con el descontento, seguía su camino, a cortos
saltos, hasta que a llegar al despeñadero, tendió sus alitas y voló hasta la
otra ladera.
Rafael,
ciego a todo peligro, impulsado por su vehemente afán de conseguir lo
imposible, no percibió que allí mismo terminaba la roca e, inconsciente, cayó
en la más profundo sima lanzando un terrible grito de angustia que resonó
lúgubre en el silencio de la montaña.
Así
pagó el hombre su terrible defecto, al correr enloquecido en seguimiento del
Chingolo de la felicidad, que el misterioso Ángel había colocado en su camino
para castigarlo por su afán de pretender lo imposible, instigado por tan
desmesurada ambición.
015. anonimo (argentina)
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