Sabido
es en toda la campaña argentina, que el tero,
esa avecilla zancuda que hace sus nidales junto a las lagunas o entre los
cañaverales de los ríos, es el mejor amigo del hombre en los vastos desiertos.
¿Cómo
puede ser esto -preguntará la gente que desconozca la pampa -si el tal
animalito es pequeño, y casi inofensivo?
Sencillamente,
por su vigilancia constante y sus escándalos cuando algo de extraño advierte en
la quietud de sus dominios.
Si
es cierto que los gansos del Capitolio dieron la alarma, con sus graznidos
estridentes, a los soldados desprevenidos, convirtiendo una segura derrota en
la más gloriosa victoria,
no es menos cierto que los teros de la interminable pampa, comunican al viajero
todos los peligros que lo acechan, poniéndolo en guardia, con sus chillidos y
sus revoloteos casi a ras de tierra, que no cesan hasta que la tranquilidad
renace en las dilatadas regiones.
Su
plumaje es bonito y llamativo con su color plomizo, su pecho blanco, su penacho
agudo y sus ojos rojos como dos rubíes.
Para
el gaucho, el animalito es sagrado y nunca intenta matarlo, no sólo por la
eficaz ayuda que le presta en sus viajes, sino porque su carne, dura y
negruzca, como la de ciertas aves de rapiña, no es comestible.
El
tero es la más simpática de las avecitas americanas y su sagacidad para
esconder los nidales es proverbial en la campaña argentina.
Si
a todo esto agregamos su valentía para combatir a las ser-pientes y a otras
alimañas de la llanura, veremos que este zancudo, entre las aves, es uno de los
más nobles amigos del hombre.
Y
ahora que hemos presentado a tan simpático animalito, vayamos a nuestra
historia, que es tan cierta como la existencia del sol, según las palabras de
don Nicanor, el paisano viejo, que una tarde, narró estos hechos en rueda de
amigos en la pulpería.
Cierta
vez, vivía en el desierto un hombre bueno, llamado Isidoro, que durante algunos
años labró la tierra y cuidó de su familia, compuesta por su mujer y dos hijos
varones de corta edad.
Isidoro,
trabajando de sol a sol, había conseguido hacerse propietario de una majada y
otros animales domésticos que le proporcionaban un vivir modesto, pero
desahogado.
El
campesino era, como dejamos dicho, de muy buen corazón, siendo querido en toda
la comarca por sus actos de abnegación y sus generosidades para con los pobres
y desvalidos.
Pero
como no hay nada perfecto en este mundo, Isidoro tenía un grave defecto que lo
llevaba muchas veces a cometer serios yerros, y era su testarudez, hija de un
amor propio mal entendido.
Cuando
Isidoro se proponía una cosa, era inútil que se le hiciera ver razones; el
hombre se mantenía en su idea en contra de toda lógica, lo que motivaba el
alejamiento de aquellos que intentaban conducirlo por la mejor senda.
Como
les ocurre a todas estas personas de cabeza dura, cuanto más se le pedía que
abandonara un alocado propósito, más se obstinaba en salir con la suya, aunque
en su interior se diera buena cuenta de su error insensato.
-¡No
hagas tal cosa, Isidoro! -le decía a veces su mujer.
-¡Ya
que te opones, lo haré, aunque reviente! -le contestaba el testarudo, y
proseguía en sus trece, y en ocasiones con grave riesgo de su vida.
Llegó
un día en que los indios salvajes del desierto formaron grandes malones, con los
que avanzaron sobre los poblados cristianos, robando ganado, asesinando a los
que se oponían a sus atropellos y haciendo cautivas a las pobres mujeres.
Como
es natural, todos los colonos de la llanura fueron avisados con tiempo del
malón, y huyeron hacia los fortines militares, para ponerse bajo su seguro
amparo.
Pero
Isidoro, por llevar la contraria, resolvió quedarse en su rancho, exponiendo a
su mujer y a sus hijos a los más graves sufrimientos si los salvajes llegaban
hasta aquellos sitios.
-¡Debemos
huir! ¡los indios nos matarán! -le decía la esposa entre sollozos.
-¡Me
quedaré! -le contestaba invariablemente el testarudo, sin medir las
consecuencias de su acción insensata.
-¡Hazlo
por tus hijos! -volvía a rogarle la pobre mujer.
-¡Nunca!
¡Aquí debo permanecer! ¡Nadie me sacará! ¡Yo lo quiero así! -respondía casi a
gritos el hombre, encaprichado en llevar la contraria a los ruegos de toda la
familia.
Como
es natural, hubo que obedecerle, e Isidoro y los suyos fueron los únicos seres
humanos que permanecieron en sus viviendas del desierto, expuestos a ser
sacrificados por los salvajes merodeadores de la pampa.
La
mujer no se conformó, como es natural, con la descabellada resolución del jefe
de la familia y resolvió huir con los niños a sitio más seguro, ya que no podía
permitir que por un capricho fueran asesinados los pobres inocentes.
Aquella
noche aguardó que Isidoro se durmiera, tomó las criaturas, las abrigó para
preservarlas del frío del desierto y atando un caballo a un pequeño carrito que
poseían, emprendió el camino hacia lugares más civilizados, rogando a Dios los
protegiera en la difícil y peligrosa travesía.
Quien
conoce la pampa sabe lo difícil que es orientarse en ella cuando no existe la
guía del sol, y la infeliz mujer bien pronto se perdió entre las sombras, sin
saber, en su desesperación, cuál era el punto de su destino.
Así,
abrazada a los pequeños, llorosa y angustiada, se detuvo en medio de la
llanura, levantando sus ojos hacia los cielos, para rogar ayuda por la vida de
sus desventurados vástagos.
La
noche fría y el viento pampero, casi permanente en aquellas regiones, hacían
más crítica la situación de la pobre madre, que momentos después, aterrada,
escuchó a lo lejos el tropel de la caballería india, que cruzaba entre alaridos
salvajes, llenando el desierto de mil ruidos enloquecedores.
-¡Dios
salve a mis hijos! -gemía la infeliz de rodillas, mirando las estrellas que
titilaban entre las sombras del cielo.
En
el ruego estaba, cuando por encima de su cabeza, pasó volando una avecilla, que
casi rozando su cabeza, gritó en un estridente chillido:
-¡Teruteru...
sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
La
mujer miró hacia donde revoloteaba el pájaro y sorprendida por el milagro, dijo
entre sollozos:
-¡Dios
te envía!
El
tero, que no era otro el que desde el espacio había hablado, dio vueltas a su
alrededor y cada vez más fuerte, insistía:
-¡Teruteru...
sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
La
dolorida madre, cobijando en su corazón una débil esperanza, subió con los
chicos al carro y prosiguió la marcha lentamente, siempre precedida por el
fantástico vuelo del animalito, que le iba indicando el camino entre las densas
sombras.
-¡Teruteru...
sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
Una
hora había durado la marcha, cuando el tero casi sobre los ateridos viajeros,
gritó con fuerza mientras agitaba sus alas:
-¡Teruteru...
párate! ¡Teruteru... párate!
La
mujer obedeció y a los pocos minutos, una turba de indios cruzaba casi junto a
ellos y se perdía más tarde entre las tinieblas, sin haberlos visto.
-¡Gracias!
-musitó la pobre, contemplando el animal que volvía de investigar el campo.
-¡Teruteru...
sígueme! ¡Teruteru... sígueme!
Se
reinició la marcha y paso a paso entre el silencio conmovedor del desierto, tan
sólo interrumpido por la queja del viento entre los cañaverales, el carrito
continuó su huida, llevando en su interior tres corazones angustiados, que
miraban las sombras con los ojos abiertos por el espanto.
Así,
por tres horas más prosiguió el viaje, siempre precedidos por el extraordinario
terito, que a la pobre madre le recordaba la estrella que guió a los Reyes
Magos hacia el lejano Belén.
A
la mañana siguiente, cuando el sol ya doraba los secos hier-bajos de la pampa,
divisaron las primeras poblaciones cercanas al fortín, lo que señalaba el final
de la trágica aventura y la salvación de la vida.
Casi
en las puertas de las primeras empalizadas, cuando todo peligro había pasado,
el terito, guía maravilloso, volvió a revolotear por encima de las tres cabezas
y con un alegre chillido de despedida, se perdió en el horizonte, mirando por
última vez a sus salvados, con sus redondos ojillos de rubí.
Isidoro,
el testarudo, pagó con su vida el capricho, teniendo la mala suerte de todos
aquellos que se dejan arrastrar hacia los peores destinos, llevados por un amor
propio mal entendido.
015. anonimo (argentina)
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