Como
todos sabemos, el caudaloso río que baña las ciudades de Buenos Aires y de
Montevideo, es el más ancho del mundo y fue descubierto hace varios siglos por
el gran navegante Juan Díaz de Solís el que, al contemplar su dimensión y
magnificencia le bautizó con el nombre de Mar Dulce por el sabor de sus verdes
aguas.
Este
río extraordinario del que no se distinguen sus orillas, tiene una variada y
hermosa fauna, compuesta por peces de mil tamaños y colores que pueblan su
cauce y llegan hasta sus arenosas playas.
Entre
estas especies, podemos enumerar las más codiciadas por las redes y anzuelos,
que son el magnífico Pejerrey, el gigantesco Surubí, el feo Bagre, la delicada
Boga, el batallador Dientudo, la veloz Palometa, la achatada Vieja, el aceitoso
Sábalo, el hermoso Dorado, y un sinfín de otras especies, muchas de ellas
sabrosas y dignas de la mejor mesa.
Y
ahora vamos a nuestra historia, que ocurrió, según cuentan las ancianas, en las
lejanas épocas en que el gran navegante español entró, por primera vez, en el
estuario con sus pintorescas y majestuosas carabelas.
Por
esos años, poblaban las márgenes del gran río, las tribus de indios querandíes,
que vivían en completo estado salvaje, alimentándose con los cuadrúpedos y
volátiles de la llanura que alcanzaban a matar con sus agudas flechas.
Un
núcleo de estos indios había fijado sus chozas junto a la orilla y era
gobernado por un viejo cacique llamado Mistril, hombre cruel y sanguinario con
corazón de fiera.
Mistril
tenía tres hijas: Cinti, Oclli y Tistle, hermosas las tres, pero de muy
distinto carácter.
Cinti
era buena y caritativa y su modestia la reconocían todos los habitantes de la
toldería.
Oclli
era orgullosa y por lo tanto antipática y despreciable, y la menor, Tistle, era
perversa y sanguinaria como su padre, el temido cacique.
Una
tarde apacible en que las tres hermanas se bañaban en las revueltas aguas del
río, vieron, con la sorpresa consiguiente, un enorme pájaro de gigantescas alas
blancas, que venía hacia ellas volando a flor de agua.
-¡Mira!
-gritó Cinti.
-¡Es
un monstruo marino! ¡Huyamos, que nos devorará!
-¡Su
tamaño es inmenso y sus alas tocan el cielo! -exclamó Oclli, temblorosa.
-¡Avisemos
a nuestro padre!
-¡Su
cuerpo es negro y lleno de ojos! -dijo por último la menor, Tistle, agitando
los brazos.
¡Es
el Dios del Mal que llega para aniquilarnos!
Agitadas,
convulsas y presas de un pavor extraordinario, las tres muchachas corrieron
hasta el toldo donde vivía Mistril y le narraron lo que acababan de presenciar.
Mistril,
al principio, juzgó que se trataba de un sueño, pero ante las seguridades de
las jóvenes, se dirigió a la playa y estupefacto contempló, ya más próxima, una
enorme casa flotante de elevadas velas y llena de seres extraños, que había
detenido su marcha a pocos metros de la orilla.
-¡Son
hombres! -exclamó el cacique.
-¡Dioses
blancos que vienen a visitarnos desde el fondo del mar! ¡Tendremos que
recibirlos con toda pompa!
-¡Cuidado!
-le dijo por lo bajo el hechicero de la tribu.
-¡pueden
ser demonios que vengan a destruirnos!
Mistril
tuvo miedo ante las palabras del mago que nunca se equivocaba y dominado por un
gran pánico, dispuso luchar contra los misteriosos visitantes de rostro pálido
y cabellos rubios.
Éstos,
que no eran otros que los aventureros españoles, confiados en sus armas,
bajaron a tierra y se internaron entre las malezas de la orilla, con la
intención de acampar y procurar carne fresca para sus vacíos depósitos de
provisiones.
Los
salvajes, dirigidos por el cruel Mistril, los acechaban desde sus bien
disimulados escondites, esperando un momento propicio para exterminarlos y éste
llegó cuando las sombras de la noche invadieron el campo cubriéndolo todo de
negro.
Los
conquistadores se habían reunido alrededor de una gran hoguera y allí estaban
platicando o limpiando sus armas, cuando un griterío ensordecedor los puso ante
la terrible realidad.
Miles
de indios cayeron sobre ellos blandiendo lanzas y arrojando flechas envenenadas
y muy pronto dieron cuenta de los cuarenta españoles que se defendieron
bravamente hasta el último instante.
Al
otro día, los cadáveres de los expedicionarios se hacinaban trágicamente sobre
las verdes hierbas, y los salvajes supersticiosos no llegaron nueva-mente hasta
ellos, dejando que los cuervos y otras aves de rapiña se saciaran en sus
despojos.
Pero
la curiosidad femenina pudo más que el terror ante lo desco-nocido y las tres
hijas del cacique, Cinti, Oclli y Tistle, se pusieron de acuerdo para visitar
el triste lugar donde yacían los extraños blancos, con la intención de
contemplar sus vestimentas y verles los rostros.
Con
los corazones palpitantes, salieron de sus chozas sin que las vieran y
corrieron hasta los lindes del bosque, encaminándose luego al lugar de la
batalla.
-¿No
nos matarán sus espíritus? -preguntaba Oclli, temerosa.
-Ya
habrán volado hacia su Dios -respondió la bueno Cinti, con un dejo de amargura,
por el inútil sacrificio ordenado por su padre.
-¡Quiero
ver sus trajes! -exclamaba Tistle, con los ojos abiertos a la curiosidad.
Pronto
estuvieron en el trágico sitio y aunque temerosas por lo desconocido,
recorrieron aquella extensión contemplando los ensangrentados cuerpos de los
valientes europeos, que aun tenían sus armas en las heladas manos.
-¡Eran
hermosos! -exclamaba Oclli.
-¡Sus
rostros son blancos como la luz de la luna! -gritaba Tistle, al contemplar
temblorosa los soldados.
-¡Pobrecitos!
-lloró Cinti, al verlos.
-¡Eran
seres como nosotros y mi padre los ha hecho morir sin misericordia!
-¡Eran
demonios! -dijo la menor.
-Merecían
morir.
-¡No
lo creo! -respondió la buena Cinti.
-¡Estos
hombres tenían caras de bondad!
En
la macabra investigación estaban las tres hermanas, cuando escucharon un débil
gemido que partía de entre los montones de cadáveres.
-¡Alguien
se ha quejado! -exclamó Cinti.
-¿Será
uno de estos hombres que aun no ha muerto? ¡Vamos a ver!
Y
las muchachas al impulso de una gran emoción, corrieron al sitio de donde había
partido el gemido, encontrándose con un soldado joven y rubio que las miraba
con ojos apagados.
-¡Agua!
-imploraba el herido.
Cinti
comprendió el ruego del blanco y bien pronto trajo una vasija de barro con el
cristalino líquido, que bebió el aventurero con verdadera ansiedad.
Las
tres hermanas, prontamente cargaron con el inmóvil cuerpo y colocándolo sobre
unas grandes hojas restañaron su herida arran-cándole la aguda flecha que había
atravesado su pecho.
-¡Vivirá!
-decía Oclli, contemplando entusiasmada al español.
-¡Creo
que sí! -respondió Cinti, con ojos compasivos.
-¡La
herida no es mortal y podrá curar!
-¿Qué
dirá nuestro padre? -preguntó Tistle.
-Nada
le contaremos, porque lo mataría -contestó Oclli.
-¡Lo
esconderemos en la espesura!
-Es
lo mejor -dijo Cinti, acariciando la cara del herido.-¡Nuestro deber es
salvarlo para que vuelva a su patria y así podremos mitigar en algo la crueldad
de nuestro padre!
-¡No
está bien! -sentenció Tistle, la perversa.
-¡Este
hombre debe morir como los demás! ¡Yo lo mataré!
Las
dos mayores contuvieron a la criminal y con buenos palabras la convencieron
para que nada dijera hasta que el aventurero estuviese en condiciones de
hacerse entender por las muchachas.
Silenciosamente
lo resguardaron bajo los árboles del bosque, y con rapidez levantaron una choza
oculta para preservarlo de las inclemencias de la noche.
Las
hermanas iban diariamente a la humilde cabaña, llevándole comida y, sin
quererlo, las tres se enamoraron perdidamente del hermoso muchacho de rostro
pálido.
Los
celos se anidaron en los pechos de las indiecitas, pero estallaron de distintas
maneras, según los sentimientos de cada una de ellas.
Cinti,
experimentó un amor sincero y lleno de ternura por el desventurado; Oclli un
cariño orgulloso y avasallante; mientras que Tistle, sentía una pasión salvaje
muy de acuerdo con su sanguinario temperamento.
Como
es de imaginar, el aventurero se inclinó por Cinti, la buena, y así se lo dijo
una noche en que la caritativa muchacha le llevó la sabrosa comida.
Oclli
y Tistle, al saber esta desagradable noticia, no pudieron contener su furor y
resolvieron atacar en medio de la selva a la mayor, en el deseo de eliminarla,
para llevar a cabo sus planes.
No
bien vieron llegar a Cinti, cayeron sobre ella, pero antes de que hubieran
podido levantar los brazos fratricidas, se les apareció entre las frondas una
divina mujer, blanca y pálida, vestida con vaporosos tules que ostentaba una
resplandeciente estrella sobre la frente.
-¿Qué
hacéis, malvadas?
-Preguntó
severamente la desconocida.
Las
hermanas se quedaron mudas de asombro ante semejante aparición y cayeron de
rodillas con un temor sin límites.
-¡El
amor nos impulsa! -dijo Tistle.
-¡El
amor sólo debe conducir al bien! -respondió la divina aparición con una
sonrisa de amargura.
-Vuestros
corazones mezquinos sólo han sentido deseos de matar, cuando debiera uniros la
misma pasión que os domina.
-¡Él
quiere a Cinti! -exclamó Oclli, con rencor.
-¡Porque
Cinti es buena y noble y tiene su premio! -contestó la desconocida.
-¡Yo
soy la más hermosa y tengo derecho a ser feliz! -gritó iracunda Oclli.
-¡La
hermosura no da derecho a nada... es la belleza del alma la que tiene derecho a
todo!
-¡Mi
cariño es salvaje y nada me detendrá! rugió la menor, con los ojos llameantes.
-¡Tus
sentimientos de fiera, sólo conducen a la tragedia! -fue la respuesta.
-Pero...
¿quién eres? -preguntó Cinti, que hasta entonces había callado.
-¡Soy
el Hada del Río que todo lo puede y todo lo vence!
Las
hermanas, mudas de asombro, miraron a la gentil aparición que, más tarde,
continuó con su voz melodiosa:
-¡Cinti,
Oclli y Tistle! ¡Sois tres seres distintos y por esta causa tenéis abiertos
diferentes caminos en la vida! ¡Tú, Cinti, sigue tu senda del bien y llegarás a
la dicha... Tú, Oclli, procura enmendarte desechando tu desa-gradable orgullo
que te hará desgraciada y tú, Tistle, mata tu perversidad, ahoga tus instintos
de fiera, porque tu alma será condenada! ¡Las tres debéis de seguir en la vida
por el camino del amor, yo os vigilaré y os juro que si no me obedecéis, será
ejemplar vuestro castigo por los siglos de los siglos!
Y
dichas estas palabras, el Hada del Río desapareció por en medio del follaje de
los árboles, ocultándose más tarde entre las ondas del rumoroso estuario.
Las
tres hermanas prosiguieron su marcha, ensimismadas en distintos pensamientos,
pero en sus corazones bullían las sensa-ciones según sus temperamentos.
Cinti,
la buena, continuó su existencia dulce y plácida, siendo amada por el
desventurado navegante. Oclli, orgullosa, no pudo vencer su defecto y Tistle,
la menor, prosiguió enturbiando su alma con negros pensamientos de muerte y de
venganza.
Algunos
días después de la misteriosa aparición del hada del anchuroso río, Tistle, al
no poder conseguir el amor del pálido aventurero, se ocultó una noche entre las
sombras y dio muerte a éste de un lanzazo, prefiriendo verlo muerto antes que
en los brazos de su hermana mayor.
Oclli
presenció alegre la tragedia dominada por su orgullo sin límites y Cinti lloró
mucho la desgracia, abrazando el desventurado cuerpo de su amado.
Pero
el Hada del Río, cumplió su juramento.
Levantando
su varita mágica, apareció ante las tres hermanas y les dijo:
-¡Oclli
y Tistle! ¡No me habéis obedecido y el castigo será sin piedad! ¡Desde ahora,
os volveréis peces de distintas clases! ¡Estaréis, pues, permanentemente en mi
reino de las profundidades del río y padeceréis vuestra falta hasta que el
mundo termine! ¡Tú... orgullosa Oclli te volverás Pejerrey, el más sabroso de
los peces, y así los pescadores te perseguirán siempre con sus redes y anzuelos
instigados por la belleza de tu aspecto y lo delicado de tu carne! ¡Tú, Tistle,
la malvada criminal, serás la asquerosa lombriz que sirve de carnada para la
pesca y tú, buena Cinti, te convertirás en el feo bagre, que precisamente por
lo horrible, nadie lo persigue y vive feliz en las profundidades de mi reino!
Y
esto diciendo, tocó con su varita de luz a las tres hermanas y éstas, con un
alarido de horror, se convirtieron en pejerrey, lombriz y bagre, cayendo al río
y continuando sus vidas bajo las aguas, por los siglos de los siglos.
Desde
entonces, el pejerrey es tenazmente perseguido, la lombriz sufre la humillación
de su asqueroso aspecto y el buen bagre, feo y chato, nada arrastrándose por
las profundidades del grandioso Mar Dulce, tranquilo y feliz, ya que ningún
mortal ambiciona su carne y vive siempre muy cerca del hada maravillosa del
río, que lo ampara y lo quiere.
015. anonimo (argentina)
No hay comentarios:
Publicar un comentario