El
Hada del Arroyito
tiene
los ojos azules,
y
su cuerpo chiquito
lo
lleva envuelto entre tules!
¡Su
cabello es como el oro
y
en su pecho de algodón,
tiene
anidado el tesoro
de
su hermoso corazón!
Los
niños de la estancia, una y mil veces habían cantado estas sentidas estrofas,
mientras agarrados de la mano formaban el bullicioso y alegre corro infantil.
La
tarde era plácida y tibia, el sol al parecer en el ocaso doraba los árboles y
las mieses y los pajarillos del campo se refugiaban entre las frondas, para
cobijarse en ellos de las crueldades de la noche.
El
majestuoso edificio de la lujosa casa de campo, se elevaba a muy pocos metros
de donde los niños del propietario continuaban en sus infantiles juegos,
mostrando sus enormes ventanales, sus torres de agudas puntas y sus escalinatas
de blanco y lustroso mármol.
Dos
enormes perros daneses, echados a los lados de la puerta principal, eran el
complemento de esta escena, que parecía sacada de un antiguo cuento de hadas
europeo, de esos en que los príncipes de ojos azules, cabalgando en dorados
pegasos, llegan hasta los castillos prendidos en las cumbres de la montaña,
para rescatar a la angustiada y hermosa princesita, convertida en flor por los sortilegios
de las brujas.
Los
niños eran ocho. Tres hijos del acaudalado propietario de la estancia y cinco
amiguitos invitados a pasar las vacaciones con ellos.
Como
es natural, entre los chicuelos, los había de buenos y de malos sentimientos,
pero esas virtudes o esos defectos no se adivinaban en sus caras risueñas, de
mejillas rojas por la agitación del juego, y los cabellos revueltos por el
viento.
Zulemita,
la hijita mayor del dueño, era una niña de diez años, dulce y buena, que nunca
pensaba en hacer daño a los humanos ni a los animales y que siempre tenía
palabras de aliento y de piedad para todos aquellos seres que sufrían o
padecían miserias. Acom-pañada por su padre, recorría los puestos de la
estancia, llevando regalos y golosinas para los niños de los humildes labriegos
y por todas esas virtudes, era querida por cuantos seres habitaban los grandes
dominios de sus mayores.
Entre
los pequeños invitados, estaba Carlitos, un chicuelo travieso y de no buenos
instintos que se solazaba en el mal y era por lo tanto la piedra de escándalo
de las inocentes reuniones diarias que tenían en el patio del establecimiento.
Los
animales domésticos le tenían terror, ya que en muchas ocasiones, por placer y
sin motivo, había muerto gallinas a pedradas, colgado en largas cuerdas a los
patitos indefensos o atado hasta ahogarlos a los cachorros de los lebreles que
se criaban en la casa.
Zulemita,
por todos estos actos, le había increpado más de una vez y el niño travieso,
después de jurar no cometer de nuevo tales fechorías, persistía en sus
acciones, cada vez más repudiabas.
Pero,
aquella tarde, olvidados de estas cosas, todos los chicuelos jugaban agarrados
de la mano en la bulliciosa ronda, entre carcajadas argentinas y agitados
corazoncitos.
El
Hado del Arroyito
tiene
los ojos azules,
y
su cuerpo chiquitito
lo
lleva envuelto entre tules.
Así
cantaban todos a coro, al acompasado danzar de la rueda, hasta que uno de ellos
caía entre la gramilla, con el consiguiente alboroto de los demás.
Pero
los niños, poseídos de entusiasmo, no se habían fijado en algo que conmovía el
corazón.
Escondida
tras un árbol, una niñita harapienta, hija de uno de los peones de la casa,
contemplaba el juego con los ojos abiertos por el asombro, chupándose el dedo
meñique de su mano derecha y sonriente también al contemplar la jarana general.
La
pobrecita niña se llamaba Teresa y había llegado por casualidad al palacio de
la estancia, acompañando a su padre que traía las verduras de las extensas
huertas lejanas.
Teresa,
en el entusiasmo y sin meditarlo siquiera, se asomó de su escondite más de la
cuenta y por fin fue vista por los niños ricos que corrieron hasta donde
estaba.
-¡Pobrecita
mía! -exclamó Zulemita, ¿quieres jugar con nosotros?
-¡Sí!
¡Que juegue! ¡Que juegue! -exclamaron varias vocecitas entre carcajadas.
Antes
de que lo pensara, la pobre humilde criatura, fue arrastrada hasta el centro
del patio y tomándola de las manos, los niños prosiguieron el interrumpido
juego.
¡Su
cabello es como el oro
y
en su pecho de algodón,
tiene
anidado el tesoro
de
su hermoso corazón!
Pero
Carlitos, con su cerebro predispuesto al mal, había meditado la manera de hacer
sufrir a la chicuela harapienta y en una de las vueltas rápidas del corro, la
tiró con fuerza contra el suelo, de manera tan desgraciada, que la pobre Teresa
dio con su frente en una piedra, produciéndose una pequeña herida de la que
enseguida manó sangre abundante.
El
alboroto fue general y mientras los demás niños corrían asustados hacia el
interior de la casa, la buena Zulemita restañó la sangre y colmó a Teresita de
caricias con sus manitas blancas de ángel.
-Perdona
a ese perverso -le dijo entre sollozos.
-¡No sabe lo que hace y algún día
pagará sus maldades!
Teresita
miró a la niña rica con sus grandes ojos negros y en tono humilde le respondió:
-¡No
es nada mi señorita... Seguramente habrá sido sin querer! ¡Yo estoy muy
agradecida a sus bondades!
-Mira
-le contestó Zulemita,-para que tengas un grato recuerdo de mí, te regalaré un
libro de cuentos de hadas, hermoso y entretenido, en donde verás príncipes
encantados, dragones monstruosos, brujas con ojos de fuego, y castillos de oro
prendidos en montañas de piedras preciosas.
-Pero...
¿es verdad todo eso? -preguntó la inocente Teresa, mirando asombrada a la niña.
-¡Para
nosotros, es verdad, ya que lo vivimos en nuestra imaginación! ¿Sabes leer?
-Sí
-respondió la campesina.
-Pues
bien... ¡espera!
Y
levantándose corrió hacia la casa, regresando a los pocos minutos con un gran
libro, lleno de fantásticas y hermosas láminas, que abrió ante Teresita, quien
al verlo, le pareció estar soñando.
-¡Muchos
gracias! -alcanzó a musitar...
-¿Es
para mí?
-¡Sí...
para ti!
Y
la humilde chicuela, con su extraordinario libro debajo de su desnudo bracito,
partió corriendo en busca de su padre, en el deseo de retornar pronto a la
pobre choza para devorarse los cuentos y extasiarse en sus magníficos y divinos
dibujos.
Como
era de esperar, toda esa tarde, Teresita, sentada al pie de un gran árbol, y
rodeada de gallinas y patitos que picoteaban a su lado, leyó las páginas de tan
portentoso regalo, cada una de las cuales le parecía aún más interesante.
En
su cabecita de niña humilde, danzaban más tarde mil encontradas ideas y soñaba
despierta con los relatos fantásticos de hadas hermosas, de caballeros
invencibles y de terribles hechiceras que salían por las chimeneas de los
castillos, cabalgando en escobas con alas.
La
noche la sorprendió en estos pensamientos y se recogió más tarde, siempre
meditando en aquellos extraños relatos que habían recorrido sus ojos.
Una
hora después, Teresita, bajo la influencia de su preocupación, comenzó, en su
pobrecito lecho, a soñar escenas fantásticas, mezclando las lecturas del libro
con las cosas de la llanura en que vivía. Y así... agitada y estremecida por
mil raras sensaciones, inició su sueño, en la quietud del campo, envuelto en
las sombras nocturnas...
Era...
un castillo hermoso... de miles de ventanas, por las que se derramaba una luz
tan brillante como la del sol. El castillo estaba enclavado sobre una roca
elevada, casi inaccesible, cuidado eterna-mente por miles de vizcachas
que recorrían sus profundos fosos, armadas de enormes espadas de oro puro.
En
los altos corredores de la maravillosa mansión, se veían pasear como
centinelas, vigilando los intrincados senderos, a varios soldados de raros
trajes, mezcla curiosa de gauchos y de caballeros medievales. En las cabezas
ostentaban brillantes plumas de ñandú, sostenidas por vinchas rojas como la
sangre. Sus pechos estaban protegidos por bruñidas corazas adornadas con arabescos
de plata y sus extremidades las cubrían chiripás
con calzoncillo bordado. Sus armas eran también curiosas, pues junto a la
enorme espada de los caballeros andantes, colgaban largos trabucos naranjeros
de ancha boca y alargado cañón.
Aun
había más. En el amplio patio de armas del castillo, junto al puente levadizo
que era manejado por cuarenta dragones con cabeza de toro, estaba reunida la
soldadesca, alegre y bulliciosa, la cual se agolpaba junto a un gran fogón en
el que hervía una descomunal pava que de cuando en cuando sacaban de las brasas
varios de los soldados, para cebar un mate de enormes proporciones.
¡De
pronto, se hizo el silencio! De una de las torres, partían ayes lastimeros, que
estremecieron a las vizcachas y conmovieron a los soldados.
¿Quién
era la cautiva?
¡En
una buharda, prisionera y separada del resto del mundo por una gran puerta de
hierro, sollozaba una princesa rubia, de belleza sólo comparable a la gloria
del día o al perfume de las flores! ¡Cosa extraordinaria! ¡La princesita cautiva
no era otra que Zulemita, la bondadosa hija del dueño de la estancia!
De
pronto se escucharon pasos en los negros y lúgubres corredores y abriéndose la
pesada puerta, penetró en la habitación un hombre alto, de mirada torva y gesto
repulsivo que se detuvo junto a la infeliz, cruzándose de brazos. Pero... ¡sí!
¡Ese hombre perverso, tenía la cara de Carlitos, el pernicioso niño que había
herido a Teresita!
-¿No
has resuelto aún, princesa Flor, casarte conmigo? -preguntó el gigante posando
su mano derecha sobre el pomo de su espada que pendía de un lucido cinturón de
monedas de plata.
-¡Nunca!
-exclamó la dolorida princesa, mirando a su verdugo.
-¡Antes,
la muerte!
-¡Pues
bien... morirás! -respondió en un bramido el salvaje, levantando su mano.
-Mañana
al salir el sol, te haré ejecutar al pie del ombú que eleva sus ramas junto al
horno de hacer empanadas.
-Y
al decir esto, dio media vuelta y se retiró, cerrando la puerta y sumiendo a la
desgraciada en el más espantoso dolor.
Llegó
la noche. El castillo maldito se cubría de sombras y de quietud y sólo se
escuchaban a lo lejos los trinos de los pájaros y el ladrido de los perros. De
pronto, quizá atraída por los sollozos de la pobre princesa, brotó de las
sombras una hermosa mujer, pequeña, rubia, con ojos azules y cubierta de tules
vaporosos, que acercándose a la dolorida, le tocó un hombro, mientras le decía
con voz suave y cristalina:
-¡Princesa
triste! ¡Me conmueve tu desgracia y vengo a salvarte!
-¿Quién
eres? -preguntó la desvalida niña.
-¡Soy
el Hada del Arroyo que llego, atraída por tus sollozos!
-¡Es
verdad! -contestó la cautiva.
-¡Soy
muy desgraciada! ¡El príncipe Chimango quiere que me case con él y, ante mi
negativa, ha dispuesto sacrificarme! ¿Será posible que yo muera joven sin que
nadie se apiade de mí?
-¡Yo
procuraré salvarte, princesa dolorida! respondió el hada y alargando su mano,
la puso sobre el convulso pecho de la prisionera, mientras sus ojos
contemplaban su pálido rostro.
La
princesita, presa de una alegría enloquecedora, se arrodilló ante el Hada del
Arroyo y tomando sus manos las besó varias veces en prueba de profundo
agradecimiento.
-¡Gracias...
gracias... -repetía, mi vida desde hoy te pertenece y mi corazón es tuyo!
-¡No
digas eso! -exclamó el hada sonriendo.
¡Tu
vida y tu corazón, pertenecerán al príncipe maravilloso que consiga sacarte de
este encierro!
-¡No
conozco a ninguno! ¡Si es por eso, estoy perdida! -gritó la princesa,
sollozando.
-¡El
príncipe salvador, llegará, no lo dudes, y no necesita conocerte, ya que la
fama de tu belleza ha corrido de boca en boca hasta los remotos países del otro
lado del mar!
-Pero...
¿cómo podrá saber en dónde me encuentro? -preguntó la niña, levantando sus ojos
hacia los de la hermosa aparecida.
-¡Yo
me encargaré de ello! ¡Confía! -respondió ésta, y después de poner sus labios
sobre la pálida frente de la cautiva, se perdió en las sombras con la facilidad
con que había nacido de ellas.
Entretanto,
el malvado Chimango, había ordenado preparar el lugar de la ejecución, tal como
lo pensara, debajo del ombú que estaba junto al horno de hacer empanadas.
La
pobrecita princesa de los ojos azules, algo tranquila por la visita de la
esplendorosa hada, aguardaba el nuevo día, confiando en las palabras de su
bienhechora y pensando para sí, cómo sería el príncipe misterioso que pudiera
llegar hasta su elevado balcón para rescatarla de tan humillante encierro.
-¿Será
bello? ¿Será rubio? ¿Será joven? -se preguntaba, mientras las sombras se iban
disipando y los primeros albores del día surgían en el horizonte.
"¡La
ejecución se efectuará a la madrugada!" había dicho el terrible dueño del
castillo, pero un inconveniente, quizás ordenado por el Hada del Arroyo, aplazó
el cumplimiento de la sentencia.
Una
lluvia torrencial cayó sobre el castillo e inundando sus patios y habitaciones,
impidió que los planes de Chimango se llevaran al cabo, por lo menos en aquel
día.
La
furia del hombre no tenía límites y mirando hacia los cielos blasfemaba,
levantando sus puños, como si pretendiera retar a las nubes que, sin escucharlo,
seguían lanzando sobre la tierra verda-deras cataratas de agua.
Entretanto,
a muy pocas leguas del castillo, junto al arroyo que cruzaba murmurante por los
campos, habitaba un joven pastor, hermoso y alegre, haciendo su feliz vida,
entre las ovejas y los perros que lo ayudaban a vigilarlas.
Este
pastorcito, de nombre Cojinillo, había nacido en el lugar y desde su infancia
se había mirado en las cristalinas ondas de la corriente que serpenteaba junto
a su cabaña.
Así,
pues, era compañero de las límpidas aguas y del hada que habitaba en su cauce,
la que desde niño le protegía en su tranquila existencia escasa en
complicaciones.
Aquella
tarde, mientras guardaba el rebaño, apareció de pronto su protectora y
tocándole la cabeza con su vara mágica rodeada de rayos como los de la luna, le
dijo a modo de saludo.
-¡Amigo
Cojinillo... ha llegado la hora de que me pagues mis cuidados!
-¡Soy
todo tuyo, Hada del Arroyo! -respondió el pastor cayendo de hinojos ante la
deslumbrante diosa.
-¡Bien
-continuó la hermosa y fantástica mujer, te ordeno que vayas al castillo del
príncipe Chimango y rescates a la cautiva que está encerrada en la torre de
poniente!
-¿Ir
al castillo del príncipe Chimango? ¡sería una locura! ¡Esa casa está custodiada
por miles de vizcachas armadas y de guerreros valientes, que me matarán antes
de haber podido cruzar su puente levadizo!
-¡Y,
sin embargo, debes ir! -contestó el hada.
-¡Me
ultimarán!
-¡Te
haré invulnerable!
-¡No
podré cruzar los caminos de la montaña!
-¡Allanaré
tus pasos!
-¡La
torre es muy alta!
-¡Te
daré los medios para alcanzar sus almenas!
-¡La
princesa me arrojará de su lado, al verme desastrado y feo!
-¡Mi
poder es ilimitado y pronto cambiarás! ¿Aceptas?
-¡Hermosa
hada -respondió por último Cojinillo, iría aunque supiera que mi cuerpo sería
pasto de los caranchos... tus deseos son órdenes para mí!
El
Hada del Arroyo sonrió complacida y le preguntó:
-¿Has
visto al gusano convertirse en mariposa?
-¡Sí...!
-Pues
bien... ¡mírate ahora en la corriente!
Y
diciendo esto, tocó al pastor con la vara luminosa y de pronto cambió su traje,
poniendo tanta belleza en su rostro, que al contem-plarse Cojinillo en las
aguas, lanzó un grito de sorpresa y besó frenéticamente los tules blancos de la
extraordinaria y misteriosa protectora.
-¡Es
milagroso! ¡Dime lo que sea y lo haré!
-¡Vete
ahora al castillo y quítale al maldito Chimango la divina princesa!
-¡A
pie, tardaré mucho!
-¡Ya
lo he pensado -respondió el hada; aquí tienes tu cabalgadura!
-Y haciendo un
ademán con su prodigiosa vara, apareció un avestruz negro y enorme, enjaezado
como si fuera un caballo, que se quedó quieto junto al pastor, en espera que
éste subiera sobre su lomo.
Cojinillo
no salía de su asombro ante tanta maravilla y luego de trepar sobre el animal,
esperó las últimos órdenes en silencio.
-¡Escucha
-continuó el hada; seguramente tendrás que luchar contra hombres y fieras!
¡Chimango es implacable y enviará todo su poder contra ti, pero te daré armas
para combatir y para vencer!
Y
de nuevo extendió su vara y prendida en la cintura del muchacho apareció de
pronto una enorme espada de luminosa punta, que el pastor tomó enseguida y
blandió sobre la cabeza, en señal de saludo.
-¡Ahora...
vete mi buen Cojinillo! -terminó el hada y señaló con su mano de nácar el
castillo que se elevaba a distancia, casi perdido entre las nubes.
A
todo esto, había llegado un nuevo día y el príncipe Chimango, contento de poder
cumplir su juramento, mandó sacar de su cautiverio a la hermosa princesa que
fue transportada hasta el pie del ombú, por cinco fuertes guerreros de
brillante coraza y negro chiripá.
La
pobre niña, llena de terror, llegó hasta el lugar del sacrificio, sin
esperanzas de salvación, ya que pensaba que la hermosa Hada del Arroyo la había
abandonado, y mirando los cielos, rogó a Dios que acogiera su alma después de
tan injusta muerte.
-Por
última vez... ¿quieres ser mi esposa? gritó Chimango iracundo.
-¡Nunca!
-volvió a responderle la valiente niña, en un gemido.
-¡Mátame
y que mi sangre manche tus noches llenas de remordimientos!
Chimango,
ante la inutilidad de sus esfuerzos para conseguir la mano de la hermosa
cautiva, ordenó que se efectuara la ejecución y la infeliz niña fue llevada
hasta el patíbulo, ante el silencio de la muchedumbre.
Un
horrible dragón con tres cabezas, una de toro, otra de serpiente y la última de
águila, la esperaba en lo alto del tablado, para engullirla en cuanto los
soldados la abandonaran a su voracidad.
La
princesa al ver tan monstruoso animal; lanzó un grito y cerró los ojos,
creyendo que había llegado por fin su último instante.
-¡Maldito!
-sólo alcanzó a gritar entre sollozos, ¡algún día pagarás tus culpas!
Una
horrible carcajada de Chimango fue la respuesta mientras los soldados, dejaban
a la desgraciada, casi junto a las garras de la terrible fiera.
Pero
sucedió lo inesperado.
De
pronto, desde las nubes, se dejó caer en el lugar del injusto sacrificio, un
avestruz negro, en el que iba montado un caballero hermoso, blandiendo una
enorme espada con punta fulgurante.
-¡Aquí
estoy para salvarte, hermosa princesa! gritó el jinete interponiéndose entre
ella y el monstruo.
-¡Ten
calma y te arrancaré de aquí!
La
princesita, al escuchar esta voz, abrió sus ojos y se encontró ante una escena
jamás imaginada.
El
desconocido, con un valor rayano en la temeridad, se había empeñado en franca
lucha con el horrendo animal, que le atacaba entre bramidos ensordecedores.
De
un mandoble cortó la cabeza de toro y gritó:
-¡Va
una!
Instantes
después rodaba por el suelo la segunda cabeza, del águila y Cojinillo, que no
era otro el recién llegado, volvía a exclamar:
-¡Van
dos!
El
monstruo se revolvía presa de temible furia. Su sangre manchaba los tules de la
princesa mientras sus garras querían llegar inútilmente al cuerpo del caballero
que no era tocado, por la velocidad de movimientos del gigantesco avestruz.
-¡Van
tres! -gritó por fin triunfante el salvador, mientras su fantástico enemigo
caía exánime a sus pies, en las convulsiones de la agonía.
Chimango,
al ver al intruso, no permaneció quieto y mandó un ejército de vizcachas
armadas, para aniquilar a tan audaz visitante.
La
espada de Cojinillo entró de nuevo en danza y en pocos segundos no quedaba
vizcacha viva en el lugar de la contienda.
No
creyendo aún lo que veían sus ojos, Chimango ordenó a todos sus soldados que
atacaran al valiente defensor de la princesa, pero la espada de Cojinillo,
despidiendo rayos de su filo y de su aguda punta, envió al otro mundo uno por
uno a los atacantes, terminando en pocos minutos con centenares de enemigos.
El
malvado príncipe Chimango, al ver esta espantosa carnicería, y presa de un
terror sin límites, intentó la fuga, pero la velocidad del avestruz no le
permitió esquivar el ataque de Cojinillo, que en contados segundos le partió el
corazón, terminando de esta manera las andanzas malvadas de tan perverso
personaje.
La
pobrecita princesa, ya no lloraba, y contemplaba a su salvador con tal
admiración que no se dio cuenta cuando éste, tomándola suavemente por la
cintura, la subió en el lomo del avestruz y emprendió el prodigioso camino de
los cielos, en dirección al arroyo donde moraba el hada.
-Aquí
la tienes -dijo Cojinillo, breves momentos después, dejando deslizar hacia la
tierra a la hermosa cautiva.
-¡He
cumplido tus órdenes divina Hada del Arroyo!
-¡Bien
está lo que has hecho, Cojinillo! -respondió la diosa son-riente.
-Y
en premio a tanto valor y lealtad, te entrego a la princesita por esposa, pero
antes deseo hablar con ella...
-Y
acercándose a la niña, le dijo con dulzura.
-Princesa
Flor... como te había prometido, conseguí tu libertad. ¡Ahora podrás gozar de
la vida y ser feliz por el resto de tus días!
-¡Gracias
Hada del Arroyo! -exclamó la pobrecita cayendo de rodillas.-¡te debo la
libertad y la inmensa dicha de haber conocido a mi hermoso salvador el Príncipe
Encantado!
-No
hay tal -respondió el hada con una sonrisa, el Príncipe Encantado no es más que
un pobre pastorcillo que vive miserablemente junto al arroyo! Ahora... ¡elige!
¡Si quieres, puedes quedarte a su lado por esposa, pero vivirás humildemente y
no habrá lujos para ti, y si aun te agradan las joyas y el esplendor, puedes
continuar tu camino y llegar al palacio de tus padres! Pero antes... quiero
hacerte una observación: "¡La riqueza no es la madre de la
felicidad!"
-Tienes
razón Hada del Arroyo -respondió la niña.
-¡Quiero
quedarme aquí y ser la esposa del pastor que tan valientemente expuso su vida
por salvarme!
-¡Bien!
-terminó el hada y al mover con leve ademán su vara mágica, hizo que Cojinillo
volviera a ser el pobre cuidador de rebaños, con sus calzones remendados y su
camisa burda.
-¿Lo
quieres aún?
-Preguntó
a la princesita.
-¡Más
que nunca! -exclamó ésta, echándose en brazos de Cojinillo.
El
hada bendijo la unión y se marchó a su morada del arroyo.
Y
Teresita, al despertar, sintióse embargada por una inmensa felicidad,
recordando la expresión alegre de los rostros de la princesita Flor y del
pastorcillo.
015. anonimo (argentina)
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