Como
ya sabrán todos los niños del mundo, el puma es un animal carnicero que vive en
las desoladas pampas argentinas o en los inmensos arenales de los desiertos
patagónicos.
Más
pequeño que el león africano, pero de tanto valor como éste, recorre las
interminables extensiones, atacando a los ganados, y muchas veces causando
destrozos en las mismas casas de la llanura a donde entra acuciado por el
hambre, sin temor a las bolas ni a los hombres, a los que hace frente, si se ve
acorralado y en peligro de muerte. Sus garras potentes y afiladas y su
extraordinaria agilidad para trepar de un salto al lomo de las bestias, lo
hacen un peligroso adversario, que muchas veces sale victorioso en las más
sangrientas luchas contra animales mayores y hasta contra los seres humanos que
se aventuran a presentarle batalla.
En
las lejanas épocas de nuestra historia, cuando aun no había sido conquistado
totalmente el desierto por el ejército nacional, vivía en las estribaciones de
las Sierras de Tandil, un enorme puma con ojos de sangre, que era el azote de
toda la comarca.
No
había rancho en la región que no hubiera sido visitado por tan terrible fiera,
matando ovejas, caballos y vacas y hasta hiriendo con sus formidables zarpas a
los propietarios que se habían aventurado a defender el espantado ganado.
La
indiada y aun los escasos blancos que habitaban las cercanías de las sierras,
le habían cobrado a la sanguinaria fiera un espantoso terror supersticioso, ya
que según decían, las balas resbalaban sobre su piel dorada y las flechas caían
al chocar contra sus flancos, como si hubieran dado sobre una dura roca.
No
era extraño, pues, que los aborígenes y aun los gauchos, creyeran que se
trataba de alguna fiera sobrenatural, quizá el mismo Diablo, encarnado en tan
espantosa bestia.
-¡Mandinga
en persona! -dijo una noche de crudo invierno, el paisano Peñaranda, entre mate
y mate, cebado por la diestra mano de su mujer.
-¡Puede
que así sea! -respondió ésta, mirando temblorosa hacia el campo por la mal
cerrada puerta del rancho.
Manolito,
el vivaracho hijo de estos colonos, desde su rústica cama había escuchado las
palabras de sus padres e incorporándose, también terció en la conversación,
diciendo por lo bajo:
-Algunas
personas dicen que el puma tiene ojos de sangre, garras de oro y dientes
largos, blancos y tan grandes como los que he visto en algunas estampas de
elefantes.
-Puede
ser -respondió el padre con preocupación, pero lo cierto es que ese animal nos
tiene enloquecidos a todos.
-¿Por
qué no procuran matarlo? -preguntó la pobre mujer.
-Ya
se ha hecho -respondió el paisano, varias veces han salido grandes partidas
armadas, llevando buenos perros para seguirle las huellas, pero todo ha sido
inútil. ¡La fiera tiene su guarida en algún lugar secreto de las sierras y no
hay cómo llegar a ella!
Esa
noche la humilde familia durmió bajo el dominio de su terror, y así siguieron
los días entre sobresaltos e investigaciones, hasta que una tarde sucedió lo
inesperado.
Volvía
la mujer de recoger sus majaditas, siendo ya muy entrado la tarde, en compañía
de su hijo, el travieso Manolito, cuando escuchó a su espalda, entre unas
enormes matas que crecían junto a los corrales, un espantoso rugido y el grito
desgarrador del niño pidiendo ayuda.
La
desesperación de la infeliz mujer no tuvo límites y, sin darse cuenta del
peligro que corría, acudió hacia el sitio de la tragedia, no viendo más que
soledad y sombras.
¿Qué
había sido de su hijo?
Toda
esa noche y los días que siguieron, grandes contingentes de gauchos e indios
pacíficos buscaron a la criatura, pero nada pudieron sacar en limpio, hasta
que, al regreso a sus casas con las manos vacías, abandonando la pesquisa,
comunicaron a las autoridades que el puma con ojos de sangre debía ser algo
sobrenatural, escapado de las profundidades de la tierra.
Y
ahora sigamos nuestra historia con la curiosa aventura que le ocurrió a
Manolito, a continuación de ser apresado por el temible felino.
El
niño, al verse agarrado de su ropa por el animal, lanzó, como dejamos dicho, un
desgarrador grito de socorro, pero aun no se había apagado el eco de su voz,
cuando se vio suspendido en el aire entre los largos dientes del puma, y
transportado a la carrera por la soledad del desierto.
El
misterioso viaje duró varias horas, sin que el animal diera muestras del menor
cansancio, hasta que, luego de trepar las empinadas cuestas de las sierras y de
bajar a desconocidos precipicos, fue introducido en una inmensa caverna entre
las grandes rocas de granito.
"¿Habrá
llegado mi último hora?", se preguntaba Manolito angus-tiosamente.
Pero,
al parecer, el puma no tenía, por el momento, propósitos homicidas y se limitó
a arrastrar al niño por un largo corredor hasta depositarlo suavemente en un
mullido colchón de paja, en donde lo dejó para quedarse absorto,
contemplándole.
Manolito,
con algo más de confianza, se atrevió a abrir un ojo y vio lo más terrorífico
que se hubiera podido imaginar su mente conturbada.
Junto
a él, casi quemándole con su fétido aliento, estaba el terrible carnicero,
sentado en sus patas posteriores, y agitando lentamente la larga cola que
pegaba en sus flancos.
El
puma era en verdad de fantásticas proporciones, casi diez veces el tamaño
natural de los leones americanos y sus ojos eran rojos sangre rodeados de una
aureola brillante como de fuego. Su pelo largo y sedoso, era color oro bruñido
y sus garras potentes y tan grandes como el propio Manolito, terminaban en unas
uñas amarillas que parecían hechas del mismo metal. Lo que más le llamó la
atención al despavorido niño, fueron los dientes del animal, que brotaban de su
hocico como los de los elefantes y de un tamaño tan desproporcionado, que más
bien parecían colmillos de estos paqui-dermos.
La
criatura se sintió desfallecer ante tan horripilante cuadro y musitó con voz
apagada:
-¡Me
voy a volver loco! ¡ojalá me mate de una vez!
Pero
su asombro no tuvo límites cuando el puma habló con voz humana, grave y
profunda, mientras lo contemplaba con sus pupilas de sangre:
-Escucha,
Manolito -comenzó la fiera, no me temas porque no te haré daño. Te he traído
aquí para que hablemos y me ayudes a salvarme de mi lamentable desgracia.
-¡Habla!
-respondió el niño, más confiado.
-Yo,
en otras épocas lejanas, era un ser humano como tú. Tenía mi choza entre estas
mismas serranías, junto a mi tribu de indios pehuelches que dominaban la
llanura. Yo me llamaba el cacique Carupán, era valiente y noble, pero una
tarde, la desgracia tocó mi alma. En una de nuestras correrías por el desierto,
combatimos contra nuestros enemigos los araucanos y los vencimos, trayendo a mi
toldo a la princesa Yacowa, hija predilecta del gran emperador Coupalicán. Mi
amor sin límites por la muchacha enemiga, me hizo traicionar a mi raza y huí
con ella por las más altas cumbres de la cordillera hacia el país de Arauco,
cuna de la hermosa Yacowa. En la ciudad de Arauco fui mal recibido por los
enemigos de mis tribus y el rey Coupalicán me hizo encerrar en una caverna
durante diez años, en cuyo tiempo sufrí mucho y fui muy desgraciado. Una noche,
con la ayuda de un indio de buen corazón, pude escapar de manos de mi cruel
adversario y corrí otra vez por las cumbres nevadas, en demanda de mi pueblo,
al que llegué después de muchos días de luchar contra los vientos y las nieves.
Pero mi tribu tenía otro jefe y fui recibido como un traidor por los que antes
me habían querido y obedecido. Inútil fue rogar y pedir que me admitieran como
el último de los guerreros; la sentencia se dictó y una noche me condenaron a
morir en la hoguera de los sacrificios. Horas antes de la ejecución, el
hechicero de mi tribu, hombre de gran ciencia y de un poder sobrenatural, se
acercó a la choza donde estaba encerrado y me dijo con grave tono:
"-Cacique
Carupán. En otras épocas fui tu vasallo y admiré tu valor, hasta que un amor
demente te alejó de nosotros traicionando a tu raza. Ahora estás condenado a
morir entre las llamas, pero como no deseo verte gemir abrasado por ellas, con
el poder mágico de mi caña de tacuara, te convertiré en un puma sanguinario que
será el terror de las praderas. Todo el mundo te perseguirá durante muchos
siglos y así vivirás en continuo sobresalto, pagando de esta manera tu grave
falta. Si alguna vez consigues esta caña de tacuara y te golpeas tres veces la
cabeza con ella, volverás a ser el valiente Carupán amado por tu pueblo."
Y
al decir esto, tocó mi hombro con su maravillosa tacuara, e instantáneamente un
rugido brotó de mi garganta. Me había convertido en lo que soy: en un puma de
sanguinaria mirada.
La
terrible fiera hizo silencio y el buen Manolito pudo observar que, por los
párpados rojos del animal, corría una lágrima de fuego, que cayó sobre las
rocas, brotando de ellas una pequeña llamarada azul.
-Y...
¿qué puedo hacer por ti? -preguntó el niño.
-¡Mucho!
-respondió el felino.
-¡Yo
no puedo, en mi condición de animal, buscar la varita mágica del cruel
hechicero! ¡Tú, que eres bueno y noble, puedes hacerlo y con ello conseguirás
que vuelva a ser un hombre, y me tendrás de esclavo el resto de mi vida!
-¿Dónde
está ese hechicero? -volvió a decir el muchacho.
-¡Ay!
¡No lo sé! -contestó el puma.
-Mi
transformación en animal ocurrió hace más de un siglo y el hechicero hace
muchos años que ha muerto.
-Entonces...
será imposible encontrar su caña de tacuara -exclamó Manolito con tristeza.
-¡Imposible,
no! ¡Pero muy difícil, sí! Solamente debes tener paciencia y recorrer estos
contornos hasta que halles la tumba del mago, y en ella encontrarás el precioso
talismán -contestó el felino en un rugido muy parecido a un sollozo.
-Haré
lo que me pides. Desde ahora, por la salvación de tu alma, trataré de encontrar
la sepultura del hechicero de tu tribu.
-Gracias.
Gracias, amigo Manolito. Si me conviertes en lo que fui, te enseñaré dónde se
ocultan los tesoros de mi reino y serás inmensamente rico.
Dichas
estas palabras, el puma de ojos de sangre, cogió al niño entre sus dientes y de
un salto prodigioso lo colocó en el camino de la montaña, diciéndole como única
despedida:
-¡Vete!
¡Aquí te espero! ¡Cumple tu promesa!
Manolito,
al verse libre y solo, lanzó un suspiro de alivio y pensó inmediatamente en
huir hacia la casa de sus padres, pero las palabras del puma aun le sonaban en
los oídos y decidido y valiente, resolvió ponerse a buscar la tumba del
hechicero para rescatar de entre sus restos la caña de tacuara que tanto
deseaba conseguir el monstruoso felino.
Diez
días y diez noches recorrió las serranías sin hallar más que piedras y arena,
hasta que una tarde que había bajado a un pequeño valle solitario, escuchó a lo
lejos el grito de un chajá que le decía entre aleteos:
-¡Chajá...
chajá... aquí está... aquí está!
El
niño creyó soñar, pero dominando sus nervios, se detuvo para mirar al simpático
volátil.
-¡Chajá...
chajá... aquí está... aquí está! -repitió el animalito como llamándolo.
Manolito
no vaciló más y pronto estuvo junto al chajá, que estaba parado sobre un
pequeño montículo de piedra semejante a una antigua tumba india.
El
chico, con una emoción sin límites, se puso inmediatamente a quitar los
pedruscos hasta que después de algunas horas de labor, descubrió los negros
huesos de un ser humano y junto a ellos la codiciada caña de tacuara.
-¡El
talismán! ¡El talismán! -gritó loco de alegría tomando la caña con sus dedos
temblorosos.
¡Ahora
salvaré al pobre Carupán!
Corriendo
por los peñascales, llegó horas después a la caverna donde dormitaba la fiera y
entró en ella jadeante mostrando en su mano el precioso hallazgo.
El
puma lo recibió con muestras de gran alegría y al contemplar la tacuara, dijo
entre sollozos:
-¡Es
ésa, mi buen Manolito! ¡Pégame con ella tres veces en la cabeza!
El
niño, trémulo, ejecutó la orden y de pronto, el puma de ojos de sangre
desapareció, y ante sus ojos abiertos por el asombro se presentó un indio alto
y arrogante, cuya frente estaba cubierta con hermosas plumas de águila.
-¡Soy
tu esclavo! -dijo Carupán, arrodillándose ante el pequeño, ¡cumpliré mi promesa!
La
magia del temible hechicero había sido vencida y muy pocos días después,
Carupán ponía en manos de Manolito los enormes tesoros de su tribu, con lo que
éste vivió muchísimos años, feliz y contento, en compañía de sus padres y bajo
la permanente custodia del cacique Carupán que nunca abandonó al valiente y
decidido salvador de su alma.
015. anonimo (argentina)
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