Cierto
día de hace muchos siglos, el Inca Huiracocha, rey absoluto del imperio
incaico, desaparecido después por la dominación española, y que abarcaba los
territorios que hoy forman Perú y parte de Bolivia y Argentina, se sintió
repentinamente enfermo de un mal desconocido.
En
vano se consultaron, con la urgencia que el caso requería, a los amautas
y hechiceros de todos sus dominios.
Sus
consejeros y familiares, desesperados, ya que el emperador se debilitaba por
instantes acordaron convocar al pueblo para efectuar solemnes rogativas a Inti,
el Dios Sol, solicitando su ayuda para evitar la muerte del sabio monarca.
Un
día, se abrieron las suntuosas puertas de oro macizo del Coricancha o casa
dedicada a la adoración de los dioses y una muchedumbre inmensa de hombres y
mujeres llegados de todas partes de la nación, se prosternaron ante un disco de
oro que el gran Villac-Umu, el sacerdote, mostró al pueblo desde la entrada del
templo.
-¡Inti!
-gritó el sacerdote, mirando al radiante astro que los iluminaba desde el
cenit.
-¡Inti!
Padre del Cielo y de la
Tierra... humildemente te rogamos devuelvas la salud a
nuestro bondadoso emperador.
Miles
de hombres de todas las clases sociales, levantaron las manos al escuchar al
Villac-Umu y miraron al sol, con sus ojos inundados de lágrimas, en demanda de
la gracia solicitada por el gran sacerdote.
Después,
surgieron del templo, como si fueran mariposas blancas, cientos de muchachas
vestidas con vaporosas telas y al compás de los extraños instrumentos de aquel
tiempo llamados quenas, se pusieron a danzar alrededor del disco de oro que
simbolizaba al astro rey. Eran las Vírgenes del Sol o sacerdotisas de aquella
singular religión incaica.
Mientras
tanto, Huiracocha, postrado sobre blandos cojines, dormía, pálido y demacrado,
rodeado de sus familiares que no sabían qué hacer para devolver la salud a tan
digno gobernante.
Aquella
noche, el Villac-Umu o gran sacerdote, dictó una proclama, comunicando al pueblo
que Inti, el Dios Visible, había depositado en uno de los hombres de los
extensos dominios, el don de curar al Inca y que, como señal de tal virtud, el
elegido tendría un sueño extravagante en el que se le aparecería el Sol y lo
besaría en la frente.
El
Villac-Umu también comunicaba que, si alguien tenía ese sueño, inmediatamente
se presentase en el palacio del emperador, donde sería recibido por éste, y al
que se le prometía, si curaba al soberano, todo el oro que cupiera en el gran
salón del trono del palacio del Coricancha.
Para
dar a conocer esta proclama, los ministros enviaron cientos de mensajeros hasta
los más apartados lugares del país, que pregonaron la voluntad de Huiracocha,
desde las llanuras dilatadas hasta las cumbres más abruptas.
Por
ese tiempo, muy lejos de la ciudad del Cuzco, capital del Imperio lnca, junto a
las márgenes del hermoso lago Titicaca, vivían dos hermanos llamados Rimac y
Húcar, los que cuidaban de sus ancianos padres, con el producto de la venta de
hermosas llamas, que domesticaban desde pequeñas.
Una
noche descargó una terrible tempestad en aquellos regiones y los torrentes que
se precipitaban desde las cumbres anegaron la llanura y ahogaron a todos los
animales que con tanto esmero cuidaban Rimac y Húcar.
-¡Qué
desgracia! -exclamaba el hermano mayor entre sollozos.
-¡Es
nuestra ruina! ¿Qué será de nuestros padres?
-¡Inti
nos ha abandonado! -gritaba el menor.
-¡Inti
es malo!
-¡No
digas eso! -exclamó Rimac con cara de enojo.
-¡Inti
es bueno! ¡Él hace los campos feraces y que los frutos sazonen! ¡Él alumbra
nuestro camino y pone alegría en nuestros corazones! ¡Él es el padre de la Pachamama o Madre
Tierra, ya que sus rayos calientan el mundo y hacen brotar la vida!
-¡Mentira!
-interrumpió furioso Húcar.
-¡Inti
no vale nada! ¡Inti nada puede, ya que no supo detener la tormenta que nos ha
arruinado!
-¡No
blasfemes! -gritó Rimac.
Y
así, los dos hermanos, disgustados, se recogieron aquella noche, entristecidos
por la terrible miseria caída sobre ellos.
Al
día siguiente, resolvieron viajar por las tierras desconocidas que se extendían
del otro lado del Gran Lago, con el propósito de buscar nuevas llamas salvajes,
para domesticarlas y así continuar la tarea que les daba el sustento y, sin
vacilar, emprendieron la marcha, cargados sus alforjas con víveres y entre
ellos el maíz, que en aquella época se denominaba Upy.
Varios
días anduvieron entre terribles soledades, siempre blasfemando el malo de
Húcar, por la desgracia, sin escuchar los sabios consejos de su hermano mayor,
que le pedía no hablara mal de Inti el Padre de la Tierra.
Una
noche fría que se habían recogido bajo de unas rocas de la montaña, los dos
hermanos tuvieron distintos sueños, que los llenaron de estupor.
Rimac,
el mayor, soñó que el Sol se le aparecía en un gran trono de oro, tan brillante
que hacía daño a los ojos, y que después de sonreírle, se le acercaba hasta
besarlo en la frente.
Húcar,
el menor, soñó que el Sol se ponía en el horizonte y que las sombras de la
noche se hacían eternas, sin que nunca más apareciese el gran disco de fuego,
muriendo de frío cuanto había con vida en el mundo.
Los
dos hermanos, asustados de sus sueñas, se despertaron al otro día y se contaron
lo que habían visto con los ojos del alma.
Húcar,
el menor, convencido de que su sueño era cierto, exclamó entristecido:
-¡Ya
ves, Inti se muere! ¡No volverá a aparecer jamás! ¡Es un mal dios que se deja
vencer por las sombras de la noche!
-¡No
digas eso! -exclamó Rimac, el mayor.
¡Inti
se hunde en el horizonte para dormir, pero siempre vuelve a aparecer para
alegrar la tierra y el corazón!
Pensando
cosas tan diferentes, los dos hermanos se disgustaron, y mientras Húcar, el
menor, resolvió regresar a la casa paterno y esperar la muerte sin lucha,
Rimac, el mayor, prosiguió su camino con la esperanza de encontrar un mejor
porvenir.
Así
anduvo por espacio de muchas semanas, hasta que por fin llegó a un pueblecito
donde, con gran asombro, escuchó la proclama del Inca Huiracocha.
-¿Cómo?
-se dijo en el colmo del estupor.
¡Ese
hombre a quien busca soy yo! ¡Yo he soñado con el Sol que me daba un beso en la
frente!
-Y,
sin vacilación, emprendió el camino del Cuzco, la capital del Imperio donde
agonizaba el gran lnca Huiracocha.
Un
mes más tarde, hizo su entrada en la ciudad incaica y se presentó a los soldados
que guardaban la entrada del Palacio Imperial.
-¿Qué
quieres? -le preguntaron.
-Vengo
a ver al Inca.
-¿Quién
eres tú, pobre diablo, para ver a nuestro emperador?
-¡Soy
el hombre que ha soñado con el Dios Inti!
Al
oír tal respuesta, los soldados se prosternaron y las puertas del esplendoroso
palacio se abrieron de par en par ante el asombrado Rimac, el mayor.
Después
de cruzar muchas habitaciones primorosamente adorna-das, llegó hasta el trono
de oro y piedras preciosas en donde reposa-ba el triste monarca.
-¿Es
verdad que Inti te ha besado en la frente? -le preguntó el Inca abriendo los
ojos,
-¡Sí,
Majestad! -respondió puesto de rodillas el tembloroso viajero.
-Según
el Villac-Umu, tú deberás curarme.
-¿Yo?-respondió,
en el colmo del asombro, Rimac, el mayor.
-¡Sí,
tú! ¡Las palabras del Dios Invisible nunca se ponen en duda! Desde hoy eres mi
huésped de honor. En mi palacio tendrás todo lo que apetezcas hasta que llegue
la hora de mi curación.
-Y
al pronunciar estas palabras, el Inca señaló al pastor la puerta de oro por
donde se contemplaba el interior de aquel palacio de ensueño.
Rimac,
el mayor, penetró turbado en la sala que le habían destinado, pensando, con
amargura y temor, cómo salir de aquel compromiso tan grande que podía costarle
la vida,
-¡Si
Huiracocha muere, yo también moriré! decía a solas el muchacho sin saber qué
decisión tomar.
Así
pasaron varios días y en todos ellos, a la puesta del sol, entraba el Gran
Sacerdote para preguntarle qué novedades tenía para la curación del soberano.
-¡Ninguna!
-había respondido siempre Rimac, dominado cada momento por más intensos
temores.
Pero,
hete aquí que, una noche que dormía sobre su cama de plumas, soñó otra vez con
Inti. Contempló cómo el Sol lo miraba con su redonda faz roja y, luego de sonreírle
con dulzura le decía, con una voz grave y pausada:
-¡Rimac!
¡Tú eres bueno y mereces ser feliz! ¡Tú crees en mí, y proclamas mis bondades
para con los habitantes de la tierra! ¡Yo, en pago, haré que cures al Inca
Huiracocha!
-¿De
qué manera? -había respondido Rimac, el mayor.
-¡El
Inca -prosiguió el Sol, tiene más enferma el alma que el cuerpo! Vete hasta las
cumbres de Ritisuyu y en ellas encontrarás la inmaculada flor del haravec, que
nadie aún ha visto. Recoge sus pétalos que tienen el don de ahuyentar la
tristeza y hazlos aspirar al desgraciado monarca.
Aquella
misma noche, Rimac, el mayor, cumplía la orden del Padre Inti y se encaminaba
silenciosamente hacia las más altas cimas de la cordillera de los Andes, en
busca del preciado y mágico tesoro.
Caminó
muchos días por colinas escarpadas, atravesó grandes torrentes que caían de
piedra en piedra con gran estruendo y, después de matar un cóndor que intentó
atacarlo con sus agudas garras y de trepar murallones casi verticales, llegó a
las agudas cumbres de la montaña, siempre cubiertas de blanca nieve.
-¿Será
aquí? -se preguntó, mirando a todos partes,
Pero
nada encontró y prosiguió buscando.
Otros
días más lo vieron los cóndores continuar su camino, observando las más
insignificantes grietas de la roca.
Cansado
ya, una noche, muerto de frío por el helado viento de la montaña, se tendió en
una caverna solitaria y cerró los ojos en un suspiro de desaliento.
Bien
pronto el sueño lo dominó y el Sol se le apareció de nuevo casi quemándole la
frente.
-Hijo
mío -le dijo el astro rey, admiro tu valor y tu tenacidad para cumplir mi
orden. El triunfo es de los perseverantes y a ti ya te llegó el momento de
regresar. Mañana, uno de mis rayos, te indicará dónde se oculta la maravillosa
flor del haravec.
Al
otro día, Rimac, el mayor, recordando su prodigioso sueño, salió de la caverna
y continuó su marcha por las empinadas sendas de las montaña.
De
pronto, ante su sorpresa, vio que del Sol que reinaba casi sobre su cabeza, se
desprendía un rayo más brillante que su permanente luz, que al describir en el
cielo una caprichosa curva, caía vertiginoso sobre la tierra, lanzando mil
chispas de oro en un lugar del camino, muy próximo a donde se encontraba.
-¡Ahí
debe ser! -dijo el pastor y se encaminó corriendo hacia el sitio donde aun
resplandecía la misteriosa luz.
Efectivamente,
de entre las negras grietas de la montaña, brotaba una diminuta planta, nimbada
de rayos dorados y en su centro se abría una magnífica flor de pétalos azules y
corola blanca.
Rimac,
el mayor, se arrodilló ante ella, y luego de elevar sus oraciones de gracia
hacia el Padre Inti, recogió sus pétalos uno por uno y los fue depositando con
todo cuidado en su alforja de lana de vicuña.
Siete
días después, llegó a la ciudad del Cuzco Y se dirigió hacia el Palacio Real,
penetrando con rapidez hasta las habitaciones del trono.
-¡Inca!
-gritó cuando estuvo frente a Huiracocha.
-¡Aquí
tienes lo que esperabas!
-¿Qué
me traes? -preguntó el monarca.
-¡La
vida!
-Y diciendo esto, dejó caer sobre las manos del enfermo emperador, los
azules pétalos de la flor del optimismo.
-¿Qué
debo hacer con estas hojas? -preguntó, sorprendido, Huiracocha.
-¡Aspira
su perfume y salvarás tu cuerpo! -respondió Rimac.
El
Gran Inca acercó los pétalos a sus narices y aspirando el suave aroma de la
maravillosa flor, sintió que dentro de su pecho resucitaba la vida y dentro de
su corazón la alegría.
-¡Es
verdad! ¡Es verdad! -gritó levantándose del trono con incontenible entusiasmo.
-Inti
ha salvado a su hijo! ¡El sueño del Villac-Umu se ha hecho realidad!
El
agradecimiento del monarca no se hizo esperar y el buen Rimac, el mayor, no
sólo llenó las alforjas de sus llamas de enormes cantidades de oro, sino que
también llevó hacia sus tierras del Lago Titicaca, a la más hermosa princesa
que habitaba el palacio real del Cuzco.
Meses
después llegó a su humilde morada, ante el asombro de los suyos, y, al reunirse
con su hermano, el descreído Húcar, el menor, le contó su aventura y la verdad
invencible de su sueño.
Desde
entonces, Húcar, el menor, creyó en el poder sobrenatural del rojo astro que
nos calienta
y
nos da vida, y prosiguieron felices la existencia, junto al maravilloso lago en
el que todas las mañanas contemplaban los reflejos de los primeros rayos,
tibios y acariciadores, del dorado y eterno Padre Sol.
015. anonimo (argentina)
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