Cuentan que hace
muchísimo tiempo, el cacique Ñatiú había establecido la toldería de su tribu en
la costa del Paraná.
Poco a poco las familias
se fueron haciendo numerosas, con muchos hijos, y la vida se fue poniendo difícil,
ya que los alimentos empezaban a escasear; lo que tenían se repartía entre
todos, para que nadie se quedara con hambre y pasara necesidades.
Ante esto Itá‑Guazú y
Ñeá, dos indios amigos, decidieron aban-donar la toldería y buscar otro lugar
donde instalarse con sus familias. Llevaron sus armas, los utensilios para
preparar los alimentos y recoger agua, palas y azadas de madera para labrar la
tierra, lienzos de algodón y mantas para cubrirse.
Las dos familias
partieron llenas de ilusiones en busca de un lugar mejor, que les brindara los
dones de la tierra. Los dos amigos estaban decididos a trabajar y mantener
unidas a sus familias.
Itá‑Guazú era ágil,
infatigable y fuerte. Ñeá, por el contrario, era de baja estatura y de aspecto
débil, pero ambos se complementaban. Conocedor de la zona, Ñeá los orientó
hacia un camino que costeaba el Paraná. Anduvieron muchas horas, hasta que los
niños más pequeños empezaron a fatigarse. Uno de ellos, acercándose a su padre,
le dijo:
‑Ñane kaneó, Tubá.
ltá‑Guazú, que era
infatigable, le sonrió a su hijo, ordenando detenerse. Bajo la sombra de un
ceibo florecido decidieron acampar. Prepararon alimentos y, mientras los hijos
mayores iban en busca de frutos silvestres, sacaron el charqui y la miel de
lechiguana que habían traído para repartirla y comer entre todos.
Después de descansar,
retomaron el camino hasta que llegó la noche. Hicieron otro alto, tendieron las
hamacas entre los árboles y durmieron para retomar el viaje a la madrugada.
Así pasaron cuatro días,
hasta que Ñeá ordenó detenerse para construir unas canoas que los ayudarían a
seguir adelante por el río.
Cuando todo estuvo listo
navegaron hacia el norte. Al llegar al lugar quedaron sorprendidos por tanta
belleza. El sitio estaba cubierto de plantas trepadoras y helechos que formaban
gigantescas cascadas en todos los matices de verde. Frutos exquisitos se suspendían
de los árboles y los papagayos, con su multicolor plumaje, parecían flores
estampadas cambiando de lugar.
Todos colaboraron con su
trabajo para instalarse. Cortaron hojas de varios caraguatás que crecían cerca
y con el filamento tejieron cuerdas para atar las cañas con que construyeron
sus viviendas. Buscaron ramas y hojas, prepararon barro y juntos se pusieron a
trabajar. Ya instalados, Itá‑Guazú y Ñeá salieron en busca de alimen-tos.
Pasaron dos días y al atardecer del tercero llegaron cargados con piezas
hermosas: patos silvestres, liebres, un patí, varios pescados, miel de
lechiguana y vainas de algarrobo con las que fabricarían patay y aloja.
Fue pasando el tiempo; la
vida se deslizaba sin contratiempos. Hasta que un día volvieron de cazar
acompañados por una gran preocupación: no habían cazado nada, el río no les
había dado sus peces y los algarrobos parecían no tener frutos.
Ñeá, dolorido por lo que
se les avecinaba, dijo:
‑iÑandeyara nos abandona
y nos niega los alimentos que antes nos brindó en abundancia! ¡Que Ñandeyara se
apiade de nosotros!
Pero las cosas no
cambiaron y la escasez de alimentos fue mayor. Parecía que la tierra, el agua y
el bosque les negaban sus frutos. Desesperados, invocaron a Ñandeyara y le
ofrecieron un sacrificio a cambio de su protección. Una gran claridad se hizo
en el cielo y apareció un guerrero envuelto en llamas.
‑iÑeá! iltá‑Guazú!
Ñandeyara me envía. Si quieren salvar a sus familias, uno de ustedes debe
sacrificar su vida. Deben luchar entre los dos hasta que muera el más débil.
Ése será enterrado y en el lugar crecerá una planta que les servirá de alimento
y terminará con sus penas. La abundancia volverá a reinar, pero del sacrificio
dependerá la felicidád de la tribu.
Los
dos amigos se resistieron a la idea, pero, ¿qué sería de sus familias si
desobedecían a su dios? Convocaron nuevamente a Ñandeyara y el enviado les
volvió a hablar:
‑Mañana a medianoche, en
este mismo lugar y en mi presencia, será la lucha.
La oscuridad reinó en el
lugar. Una gran pena los acompañaba mientras volvían a la toldería.
Al día siguiente, cuando
todos se fueron a dormir, los dos amigos caminaron en dirección al bosque,
dispuestos a cumplir su promesa. Cuando llegaron, la luna, oculta entre las
nubes, se asomó para iluminar el lugar.
Un fuerte resplandor
parecido a un relámpago les anunció la presencia del mensajero de Ñandeyara. El
momento había llegado.
Los dos amigos pelearon.
La lucha duró poco. Un fuerte golpe de Itá‑Guazú hizo rodar por tierra a Ñeá,
quien quedó sin vida a los pies del guerrero divino. Éste ordenó que allí fuera
enterrado, mientras un relámpago cortaba el cielo llevándose al enviado de
Ñandeyara.
Con gran dolor Itá‑Guazú
enterró a su amigo y regresó a los toldos. Amanecía. El horizonte se había
teñido de rojo y los árboles se recortaban con líneas de fuego.
En los toldos había un
movimiento desacostumbrado, estaban preocupados por la desaparición de sus
jefes. Ará‑Sunú estaba sentado bajo un ceibo haciendo unas cuerdas con fibras
de caraguatá, cuando divisó al indio que llegaba cabizbajo.
‑Upepé... upepé. Tubá
llega ‑gritó.
Todos corrieron hacia él,
quien acongojado explicó lo que había ocurrido. La familia de Ñeá sintió un
dolor intenso.
Obedeciendo las órdenes
del enviado, Itá‑Guazú los invitó a visitar el sitio donde descansaba su amigo
sacrificado. Al llegar vieron que la nariz de Ñeá había quedado fuera de la
tierra. Temerosos de la voluntad de Ñandeyara no se animaron a cubrirla y
volvieron a la toldería.
Muchas veces fueron a
visitar la tumba de Ñeá. La limpiaban de malezas y la cuidaban con amor.
Al
llegar la primavera los árboles se cubrieron de brotes y las corolas de las
flores embellecieron los senderos.
Cuando
fueron a la tumba de Ñeá encontraron que en su lugar había crecido una planta
desconocida. Las hojas alargadas y puntiagudas se envolvían en un tallo
cilíndrico interrumpido de a trechos por nudos parecidos a los de la caña.
La
planta creció hasta ser más alta que los hombres y en verano dio flores
plateadas en forma de racimo, que se transformaron en mazorcas cubiertas de
gruesos granos.
El
fruto tenía la forma de la nariz del indio muerto, por eso al verla exclamaron:
‑¡Abatí!
¡Abatí!
La
mazorca estaba envuelta en hojas verdes. Cuando estuvo madura, los granos
tomaron un color amarillo rojizo.
El
mensajero de Ñandeyara volvió a aparecer y les dijo:
‑Aquí
la tenéis. Es la promesa de Ñandeyara. Su fruto será vuestro alimento.
Y
así fue. Los granos fueron un gran alimento y también pudieron aprovechar las
hojas y el marlo.
Con
el sacrificio de Ñeá la tribu se había salvado. Nunca más les volvió a faltar
alimento porque el maíz fue siempre abundante y nutritivo.
Argentina, Paraguay, Chile, Uruguay, Bolivia.
Ñatiú: mosquito
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ltá‑Guazú: peñasco
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Ará‑sunú: trueno
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Ñeá: corazón
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Abatí: nariz de indio
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Tubá: padre
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Ñane kaneó: nos
cansamos
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Ñandeyara: divinidad
guaraní
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Upepé: allí
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Fuente: María Luísa Miretti
15. Pescados,
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