Una
vez, un matrimonio de ricos comerciantes de Buenos Aires, resolvieron pasar los
días del verano en un lugar fresco de la república y se trasladaron con sus
hijos Pepito, Leopoldo y Manuel a las apartadas regiones del sur del país,
donde junto a los maravillosos lagos cordilleranos, se goza en esos meses de
una temperatura muy agradable.
Tomaron
el tren en la capital y después de un viaje encantador cruzando hermosas
poblaciones hasta llegar a la ciudad de Bahía Blanca, entraron en la extensa
Patagonia en donde los niños, desde las ventanas del vagón, pudieron admirar
las majadas que en esas tierras se cuentan por millones, los caudalosos ríos
poblados de cisnes, patos y otras aves acuáticas, las grandes llanuras
sembradas de trigo, lino, alfalfa y cebada y las pintorescas villas que sirven
de albergue a los colonos.
Algunas
horas después estaban sobre las primeras mesetas de la montaña, y más tarde
llegaron al hotel en donde sus padres habían dispuesto pasar las vocaciones en
recompensa del buen comporta-miento de los niños.
Para
Pepe, Leopoldo y Manuel, aquello era el paraíso.
Un
gran lago, que supieron luego se llamaba Nahuel-Huapí se extendía a sus pies,
poblado de hermosas aves, con frondosas islas en su centro, y en las que se
veían por entre las ramas de la vegetación, grandes residencias de tejados
rojos.
Los
niños estaban encantados de tanta maravilla y se pasaban los días cabalgando
con su padres por los caminos de la montaña o pescando sobre las márgenes del
lago grandes peces que más tarde se informaron que eran truchas.
Una
tarde, el viento sopló con más fuerza desde las cumbres de la cordillera y
comenzó a dejarse sentir un frío tan intenso que todos los turistas hubieron de
refugiarse en el hotel y rodear las estufas como en pleno invierno.
Pasadas
varias horas, toda la gran extensión de sendas, valles y montañas estaba
cubierta de nieve, y no faltaron viajeros que resolvieron hacer deportes
invernales con esquíes, improvisados trineos, y saltos con patines,
Para
los niños de nuestra historia, aquello era una novedad inesperada y de común
acuerdo dispusieron abrigarse bien y jugar en la nieve hasta que el sol la
derritiese.
Se
fugaron a corta distancia del hotel donde se hospedaban y en un lugar solitario
cubierto por los blancos copos de nieve, dispusieron modelar un gran muñeco,
tal como lo habían contemplado en muchas láminas de revistas europeas llegadas
a sus manos.
-¡Haremos
un gigante! -dijo Pepe.
-¡Con
sombrero y bastón! -repuso Leopoldo saltando de frío.
-Yo
le haré los ojos -gritaba entusiasmado Manuel, el más pequeño de los hermanos.
Dicho
y hecho; los niños, entre risas y alegres exclamaciones, comenzaron su gran
obra, a la que muy pronto dieron fin, contemplando luego al gigante blanco que
parecía mirarlos con sus ojos huecos y sin vida.
Pepe
corrió al hotel y muy pronto estuvo de regreso con un sombrero del padre y un
bastón de otro viajero y ayudado por sus hermanitos, trepó por el muñeco y le
puso en la cabeza el hongo y en su tendido brazo la recta caña de la India.
Terminada
la escultura, que no estaba del todo mal, los niños se detuvieron a
contemplarla y se admiraron de haber realizado un trabajo, para ellos, tan
magnífico, porque el gigante de nieve, tenía boca, nariz, orejas y un cuerpo
proporcionado que se alzaba más de dos metros del suelo.
-¡Qué
hermoso! -exclamó Pepe,
-¡Se
lo enseñaremos a papá! -gritaba Leopoldo, batiendo palmas.
-¡Lástima
que no hable! -se lamentaba, Manuelito, mirándolo con cariño.-¿Qué nombre le
pondremos?
-¡Se
llamará Bob! -repuso el mayor.
-¡Bien
por Bob! ¡Viva Bob! -gritaron los niños a coro.
De
pronto sucedió lo inesperado. El gigante de nieve comenzó a mover sus brazos,
mientras los huecos de sus ojos iban cobrando vida, hasta cubrirlos dos pupilas
azules y bondadosas.
-¡El
gigante camina! -gritó Pepe, reflejando en su rostro una expresión de asombro y
temor a la par.
-¡Nos
matará! -tartamudeó de miedo Leopoldo.
-¡Mamita!
-alcanzó a balbucear el menor, abrazando a sus hermanos para resguardarse.
Mientras
tanto, la gigantesca escultura helada, se movía, efectivamente, y sus
extremidades, antes rígidas, comenzaban a ablandarse, jugando sus
articulaciones como si se tratara de un ser de carne y hueso.
-¡Huyamos!
-logró exclamar Pepe, en el colmo del pavor.
Una
carcajada larga y bonachona le contestó.
-¿Por
qué intentáis huir? -dijo el gigante, cubriendo su desdentada boca blanca.
-¡No
os haré daño; por el contrario, os protegeré, ya que vosotros me habéis
modelado! ¡Bob os saluda!
Y
diciendo esto, se inclinó reverente ante los niños, quitándose su sombrero como
lo hubiera hecho el más galante de los galantes caballeros de antaño.
Pepe,
Leopoldo y Manuel se quedaron atónitos, sin saber qué partido tomar, pero al
poco rato y ante los ademanes pacíficos del hombre de nieve, cobraron confianza
y muy pronto se hicieron amigos, trepando los chicuelos por sus hombros y
deslizándose hasta el suelo por sus rodillas, con el consiguiente regocijo del
gigante que se avenía a todo capricho y ocurrencia de sus dueños, entre grandes
risotadas de alegría.
Los
niños estaban encantados de su obra, y así pasaron muchas horas, corriendo por
las pendientes de la montaña, resbalando por las empinadas laderas o patinando
por los extensos campos helados.
-¡Esto
es maravilloso! -exclamaban a coro, mientras subían a las espalda de Bob que,
como es natural, era maestro en todos los ejercicios de invierno.
Entre
juegos y jaranas, Pepe, Leopoldo y Manolito se alejaron demasiado del hotel y,
sin darse cuenta, se aproximaron a los linderos de un bosque muy solitario que
se elevaba sobre grandes lomas, próximas al hermoso lago.
El
sol se ocultaba tras las cumbres lejanas y sobre la inmensa sábana de nieve,
caían lentamente las sombras.
Los
niños, entretenidos con el gigante, no consideraron que un terrible peligro los
amenazaba. Junto a la orilla de la selva, un tigre grande, con ojos
sanguinarios, los contemplaba, abriendo sus fauces negras al tiempo que encogía
sus patas, dispuesto a saltar sobre sus indefensas víctimas.
Pepe
y sus hermanitos, se acercaron más y más a la fiero, ajenos a esta amenaza de
muerte perseguidos por el blanco Bob que se había rezagado un poco, para
después alcanzarlos.
De
pronto, un terrible rugido rompió el silencio y tres gritos desgarradores se
oyeron en la inmensa soledad.
El
felino había dado un descomunal salto, cayendo a pocos metros de los niños que
se abrazaron sobrecogidos por un pánico justificado ante el peligro que
corrían.
-¡Nos
mata! -gritó Pepe llorando.
Efectivamente,
las pobres criaturas no tenían salvación y sólo esperaban el terrible zarpazo
de la fiera, que sin remisión caería sobre ellos.
Pero...
el maldito animal no había contado con el gigante blanco.
Bob,
al ver a sus amiguitos en tan espantoso peligro, dio un rápido salto de carnero
y convirtiéndose. en bola de nieve se precipitó rodando por la pendiente,
arrastrando al feroz tigre con tal violencia, que lo dejó tendido sin vida. El
muñeco bonachón había salvado a sus queridos dueños y ahora, caído en la nieve,
reía a mandíbula batiente, ante el asombro de los niños que lo contem-plaban
con admiración y agradecimiento.
Como
ya era avanzada la tarde, Bob propuso o los pequeños que montaran sobre sus
espaldas y así llegarían más pronto al hotel. Aceptando tan oportuno
ofrecimiento, Pepe, Leopoldo y Manuel, cubrieron la distancia hasta la entrada
de la casa con la rapidez de un rayo.
Bob
se despidió de ellos cariñosamente y les dijo que al día siguiente, por la
mañana, los esperaba en el sitio donde lo habían levantado, para proseguir sus
juegos en aquel ambiente invernal.
Aquella
noche calmóse el temporal y al otro día, ante los ojos admirados de los chicos,
amaneció el cielo despejado, azul, con un sol resplandeciente y tibio que
ahuyentó el frío y la nieve.
Pepe,
Leopoldo y Monolito, corrieron al lugar de la cita y... ¡oh, desgracia! ya no
estaba allí Bob esperándolos como les prometió. En el sitio donde se levantara
el gigante, sólo había un pequeño charco de agua tranquila sobre la que
flotaban el sombrero y el bastón...
El
sol, desde lo alto, parecía reírse del desconsuelo de los niños y sus rayos
caían sobre sus cabezas, como dándoles a entender que él había sido la causa de
la desaparición del bueno de Bob.
Los
pequeños regresaron muy tristes al hotel, y desde aquel día, todos los
inviernos, esperan en vano la caída de la nieve para poder levantar otra vez al
gigante risueño, que una mañana les distrajo con sus juegos y una tarde les
salvó la vida.
015. anonimo (argentina)
No hay comentarios:
Publicar un comentario