Cierta
vez, y de esto hace muchos años, tantos que ya casi no se pueden contar, vivía
en un rancho de la pampa una familia muy humilde que sólo tenía, por toda
riqueza, una oveja, una vaca y un caballo.
La
tal familia estaba compuesta de tres personas: el padre, llamado Anastasio; la
madre, que se decía Filomena y un hijo de quince años, de nombre Apolinario.
Con
tan escasas riquezas, lógico es que vivieran muy pobres y necesitados y, muchos
días, cuando Anastasio no traía dinero por su trabajo en las estancias, para
comer tenían que cazar animales del campo.
Así
pues, algunas tardes salía la familia armada con palos, lazos y boleadoras para
atrapar cuanto bicho viviente hubiera por el desierto, no perdonando ni a los
mismos avestruces que, en grandes manadas, merodeaban por los campos.
De
este manera volvían al rancho por la noche con una buena cantidad de caza, en
la que no faltaban las inocentes mulitas,
los cascarudos peludos, las veloces liebres, las pintadas perdices y ni aún se
salvaban de la matanza, cuando el hambre apretaba, los feos vizcachones que
pueblan el subsuelo de la llanura.
Por
aquel tiempo, los indios que vivían en toda la pampa, casi hasta los mismos
lindes de las poblaciones próximas a Buenos Aires, iniciaban de vez en cuando
feroces malones, es decir, se reunían en gran número y montados en sus ariscos
caballos, caían como aves de rapiña sobre las poblaciones de los blancos,
asesinando a los hombres, cautivando a los mujeres y a los niños y robando
grandes masas de ganado que, más tarde, encaminaban a sus lejanas tolderías.
Anastasio,
Filomena y Apolinario, también vivían en constante peligro de ser atacados por
los salvajes, pero el dueño del hogar no daba oído a los ruegos de su mujer,
para que se trasladara con el rancho hacia sitios más amparados por las tropas
del gobierno.
Así
continuaron su vida, de zozobra en zozobra, cazando animales para la
subsistencia y en alerta constante del horizonte, por si a los caciques
bárbaros, se les ocurría merodear por aquel lado del desierto.
Una
noche como tantas, en que la pampa estaba en absoluto silencio, llegó Anastasio
triste, y le contó a su mujer que no había conseguido trabajo por los
alrededores, ya que los estancieros habían huido con sus enseres y ganados, por
miedo a los temibles malones indios.
Filomena
se afligió mucho y volvió a rogar a su esposo para que abandonaron el peligroso
lugar y se internaran más hacia el núcleo de la civilización.
Todo
fue inútil. Anastasio, como buen gaucho, amaba el desierto y prefería exponerse
a una lucha desigual, que alejarse de aquellos campos que conocía desde su
niñez.
A
todo esto, Apolinario, en sus cotidianas correrías por los alrededores de la
casa, encontró abandonada junto a su nidal a una charita, a sea un polluelo de
avestruz, que tenía la particularidad de ser blanco su plumaje, cosa muy rara
en esta especie de aves.
Junto
a la pobre charita estaba su madre muerta, quizá atacada por otro animal de la
pampa, de manera que cuando Apolinario se acercó al nido, el indefenso
polluelo, en vez de salir disparado como lo hacen comúnmente estos rápidos
corredores de la llanura, se quedó esperándolo y aun más, se le aproximó y se
restregó en sus rodillas como demandándole protección.
Apolinario
conmovido por el abandono de la pobre charita y entusiasmado por la adquisición
de tan raro ejemplar, no vaciló en conducirla al rancho de sus padres, a donde
llegó poco después, con el curioso hallazgo..
Anastasio
se enojó mucho, ya que estos animales son muy voraces y no respetan nada de lo
que ven, metiendo todo en su buche sin fondo, y quiso arrojarlo de la casa;
pero ante el llanto de Apolinario, permitió que se quedara, no sin antes
recomendar que tuvieran mucho cuidado de no dejarle nada al alcance de su
incansable pico.
El
ñandú blanco se crió desde entonces como si fuera de la familia y aun cuando
alguna vez daba serios disgustos a los amos, ante la pérdida de útiles
necesarios, como mates, bombillas, cucharas, etcétera, todo le era perdonado,
ya que se sabía que lo desaparecido estaba depositado en su inmenso buche.
Como
es natural, Apolinario y el ñandú se querían entrañable-mente y no se separaban
jamás, correteando por los campos en juegos raros, en los que el avestruz
demostraba ante el asombrado muchacho la gran velocidad de sus patas, capaces
de triunfar sobre el caballo más veloz.
Pero,
hete aquí, que las cosas fueron de mal en peor para la solitaria familia, y una
noche tenebrosa los feroces indios arrasaron el indefenso rancho,
incendiándole, convirtiendo todo en ruinas y llevándose a sus lejanas tolderías
a la pobre gente con los pocos animales que cuidaban.
Apolinario
perdió de vista a su querido compañero y lo lloró mucho creyéndolo muerto,
mientras su familia era transportada a la carrera hasta los poblados salvajes a
donde llegaron tres días más tarde, después de mil privaciones y padecimientos.
Los
indios festejaron el triunfo y aquella noche encendieron grandes hogueras,
bailando a su alrededor entre alaridos salvajes que ponían los pelos de punta
al testarudo Anastasio, a la pobre Filomena y al inocente Apolinario.
-¿Nos
matarán, mamá? -preguntaba a cada instante el atemo-rizado muchacho.
-¡No
lo sé, pero nada bueno debemos esperar de esta gente sin alma! -contestaba la
madre, entre grandes sollozos.
Al
otro día, cuando el sol alumbró las tolderías indias, se dieron cuento de que
ellos no eran los únicos cautivos, ya que en otros lugares se encontraban
grandes grupos de mujeres llorosas y de niños afligidos.
¡Pobrecita
gente! Harapienta y demacrada, era la demostración auténtica del modo brutal y
cruel como procedían los indios con sus indefensos cautivos.
Anastasio
y su familia se apiadaron mucho de todos y pensaron con espanto, que a ellos
también les aguardaba una vida mala como la de aquellos angustiados seres.
-¡Ya
ves! -lloriqueó la mujer.
-¡Ya
ves! ¡Si hubieras atendido mis ruegos de marcharnos a la ciudad, no nos pasaría
todo esto! ¡Nos han robado, nos han incendiado nuestra humilde casa... nos han
quitado los animales que poseíamos...!
-¡Calma
Filomena! -respondió el hombre tristemente.
-¡ya
veremos el modo de salir de aquí!
-¿Salir
de aquí? ¡Imposible! ¡Nos matarían al primer intento de fuga! -dijo la esposa
entre sollozos.
Así
pasaron varias semanas y la vida se les hacía imposible cada vez más, ya que
les daban de comer carne de caballo y no los dejaban apartarse de las tolderías
el más leve trecho, por temor a las fugas.
Para
mayor pena, Filomena enfermó de gravedad y sin medios de curación en la
inmensidad del desierto, su fin se aproximaba ante la desesperación de
Anastasio y Apolinario.
Esa
noche, el pobre muchacho, llorando de angustia se tumbó bajo unas mantas y
comenzó a rogar a Dios, pidiéndole ayuda para salvar a su pobre madre de la
muerte y a todos del cautiverio.
De
pronto, junto a la puerta de su tienda de campaña le pareció oír unas leves
pisadas y cuál no sería su sorpresa, al volverse y encontrar en la abertura de
la mísera vivienda, al hermoso ñandú blanco, que lo miraba con ojos de alegría
como saludándolo, después de tantos días sin verle.
¡El
avestruz, encariñado con el muchacho, lo había buscado por el desierto, como un
perro fiel, hasta dar con él en las tolderías indias!
-¡Mi
charita! -gritó Apolinario, entusiasmado.
El
buen animal, como si comprendiera el grave peligro en que estaba su amigo, se
le acercó lentamente y se echó junto a sus piernas.
-¡Lindo
ñandú! -decía Apolinario acariciando el plumaje del avestruz. Nada puedes hacer
por mí, sino acompañarme a sufrir.
Más
tarde, después que los indios terminaran sus diabólicas danzas, se hizo el
silencio y Apolinario pudo conciliar el sueño junto al fiel y hermoso avestruz
blanco.
Una
hora después, un misterioso sueño perturbó su tranquilidad.
Soñó
que su amigo, el ñandú blanco, le hablaba al oído y le decía con una voz suave
y lenta:
-¡Querido
hermanito Apolinario! ¡Estos indios salvajes te matarán muy pronto y yo no
permitiré tal cosa! ¡Debo salvarte, como tú me salvaste a mí al protegerme en
mi triste orfandad! ¡Escucha... he llegado para que puedas comunicarte con la
gente que lucha contra los indios! ¡Escribe dos líneas en un papel y átalo a mi
alón, que yo me encargaré de llevarlo por el desierto, para que lo lean los
soldados que vendrán a salvaros! ¡No pierdas tiempo! ¡Despierta, que debes
hacer ahora lo que te pido, antes de que me vean!
Apolinario
se incorporó de pronto asustado y vio a su fiel amigo el ñandú que lo picoteaba
para volverlo a la realidad.
-Entonces...
¡es cierto! -exclamó el muchacho.
-¡He
escuchado la voz del avestruz! ¡Él me ha hablado! ¡Es un milagro! -y sin
pérdida de tiempo, le refirió a su padre el curioso sueño y después la prisa
del animal por despertarlo.
-¡Quizá
sea un milagro! -repuso el padre al escuchar el relato. Y sin más vacilaciones,
cortó un pedazo de la tela de su camisa y con su propia sangre escribió unas
líneas, indicando el sitio en dónde estaban y los muchos cautivos que allí
había.
Sin
más trámite, ató el pedazo del blanco género en uno de los alones del ñandú y
luego dijo, empujando al animal hacia la salida:
-¡Si
es cierto lo soñado por mi hijo, tú nos salvarás!
El
ñandú pareció comprender y después de acariciar con su fuerte pico las manos de
Apolinario, en señal de despedida; emprendió su veloz carrera por el desierto,
cortando las densas sombras de la noche.
Varios
días corrió por la solitaria pampa sin detenerse. Vadeó ríos, atravesó
extensiones arenosas y sus largas patas parecían incansables, moviéndose como
si una fuerza superior las impulsara.
Por
fin, al sexto día, cuando el sol comenzaba a levantarse tras unas verdes lomas,
el ñandú blanco, divisó el Fortín Argentino, primera avanzada de la
civilización en aquellas enormes soledades.
Varios
soldados lo divisaron y se dispusieron a dar caza al hermoso animal.
-Vamos
a matarlo para desplumarlo -dijo uno de los hombres.
-¡Derribémosle
de un tiro! -gritó otro.
-¡Mejor
de un bolazo! -exclamó un tercero.
El
ñandú, sabiendo por instinto que aquellos seres lo matarían, no intentó
escapar, por el contrario, se aproximó más y más a ellos, moviendo sus enormes
alones, poniendo su pecho de blanco a los mortales disparos, y mirando a los
soldados fijamente, como si quisiera decirles algo, con sus ojos azules y
grandes.
Los
soldados no se daban cuenta del proceder del ñandú y sólo veían en él un
hermoso ejemplar, merecedor del gasto de una bala.
El
disparo salió, repercutiendo como una larga queja en la dila-tada pampa y el
noble ñandú blanco cayó para siempre, moviendo aún sus alones, como queriendo
dar a entender que en uno de ellos llevaba un urgente mensaje.
Los
hombres, encantados con la caza, se pusieron a arrancarle las codiciadas
plumas, hasta que uno de ellos encontró la blanca tela en la que Anastasio y su
gente, solicitaban auxilio.
La
noticia llegó muy pronto a oídos de los jefes y más tarde una fuerte columna de
soldados se internó en el desierto, siguiendo el camino indicado por Anastasio,
hasta dar con las tristes tolderías, en donde, después de una batalla contra
los salvajes, pudieron reconquistar a los cautivos, entre los cuales estaban,
como es sabido, Anastasio, Filomena que muy pronto mejoró de su enfermedad y el
bueno de Apolinario que desde entonces lloró amargamente la pérdida del
maravilloso ñandú blanco, que de modo tan heroico se había sacrificado, en aras
de su lealtad, mayor, mucho mayor, que la de algunos seres humanos.
015. anonimo (argentina)
No hay comentarios:
Publicar un comentario