Pues
señor... según cuentan gentes que fueron testigos de estos hechos, acaecidos
algunos años antes de la independencia argentina, cuando la ciudad de Buenos
Aires era sólo una gran aldea de pintorescas casitas de teja, en la calle de
Las Artes, vivía un humilde artesano que se ocupaba en hacer bonitos juguetes
de madera y hierro para los niños ricos de la población.
Don
Policarpo, porque así se llamaba nuestro hombre, era un vejete simpático, de
modales suaves y en sus labios siempre tenía prendida una sonrisa, para dar los
buenos días a toda la gente que pasaba por frente a su puerta.
-¿Qué
tal don Policarpo? -le decían los chicos al cruzar, ¿qué nuevo juguete ha
hecho?
Y
el viejo les mostraba desde su asiento su nueva obra, que por cierto era
siempre más maravillosa que la anterior.
En
su estantería tenía soldados de todas clases, señores de gran capa y espada,
mariscales con grandes penachos de plumas en sus sombreros, muñecos de ojos
azules, negros y verdes, carros tirados por briosos caballos blancos y así,
infinidad de otros primores, que sólo esperaban el caballero que los comprara
para obsequiar a los hijos aplicados y juiciosos.
Un
día, don Policarpo, se levantó deseoso de hacer un juguete nuevo y atractivo
por el que sin duda le pagarían un buen precio y, tomando en sus manos un
pedazo de blanca madera, se puso a cepillarlo para comenzar su magna obra.
Todo
el día trabajó el artesano con cientos de diferentes herramientas y al anochecer
miró el nuevo juguete e hizo un gesto de profundo disgusto. ¡El día lo había
perdido lastimosamente!
Un
hondo suspiro de amargura salió de la boca del anciano y sus manos se crisparon
de furor.
Había
fracasado en su nuevo trabajo y en sus manos se hallaba concluido un muñeco
deforme, de gran nariz, de ojos bizcos y con unas orejas como las de un conejo.
-¡Esto
no puede ser! -gritó don Policarpo desesperado.-¡Yo no soy capaz de hacer este
mamarracho! ¡No me explico cómo ha salido este adefesio! -Y lanzando lastimeros
gritos, tiró con fuerza al pobre muñeco contra la pared, cayendo aquél con gran
estruendo, entre los polvorientos estantes del negocio.
-¡Eres
un mal padre! -gritó el muñeco desde su sitio, mirando airadamente al artesano.
-¿Por
qué me tratas así?
-¡Porque
eres horrible y deforme! -le respondió don Policarpo, dándole la espalda.
-La
hermosura no está fuera, sino dentro de la persona -contestó el juguete con
profundo dolor.
Eres malo! -repitió.
-No
comprendo tus palabras -dijo don Policarpo, mirando detenidamente a su obra tan
mal terminada.
-¡Quiero
decir que no debes juzgar a los seres por su exterior, sino por lo que llevan
en su alma! ¡Hay seres hermosos, pero perversos, como los hay feos y llenos de
bondad!
-Muy
bien -respondió el artesano, pero tú no tienes alma, tú eres un muñeco de
madera.
-¿Qué
sabes tú, para decir eso? -le preguntó encolerizado el enano deforme. ¿Quién de
los hombres puede asegurar que hasta las piedras no tienen su alma? ¡Contesta!
Don
Policarpo se puso grave, y meditando un largo rato, acabó por mover la cabeza y
decir por lo bajo:
-¡No
sé si tendrás razón, pero para mi negocio tú no me sirves, ya que nadie te
querrá, y te regalaré al primero que pase!
Y
cumpliendo su palabra, a los pocos minutos pasó una niña muy humilde, cubierta
con vestiditos muy usados y la obsequió con aquel muñeco tan mal hecho, que lo
avergonzaba como artífice consa-grado.
Don
Policarpo prosiguió su vida, haciendo primores y ganando mucho dinero entre la
buena gente de la colonia y así fue acumulando dinero, hasta que a los pocos
años se convirtió en un hombre de gran fortuna.
Desde
luego, la casa vieja había desaparecido y en su lugar hizo construir otra de
hermosa apariencia, con grandes ventanales en donde se hacinaban gran cantidad
de juguetes de todas las clases y precios, ya que el juguetero ni por un
instante pensó en dejar su negocio.
Don
Policarpo tenía una hija de sin par hermosura, llamada Amanda, que él adoraba
como a las niñas de sus ojos y mimaba de todas las formas, cariño correspondido
por la muchacha, que indudablemente era buena y hacendosa.
Como
era natural, llegó el momento en que Amanda se enamoró con todo fervor de un
joven desconocido que supo hacerse querer, el cual pidió permiso a don
Policarpo para visitar a la niña. Autorización que concedió don Policarpo,
dadas las buenas apariencias del hombre que por su trato y su aspecto parecía
todo un caballero.
El
artesano estaba encantado con el futuro esposo de su única hija y no cabían en
su boca las ponderaciones para el ilustre desconocido que se había fijado en la
niña.
Tanto
y tanto hablaba de ello, que un viejo amigo le preguntó una vez:
-Pero...
después de tantas alabanzas, ¿sabes tú quién es? ¿Qué hace? ¿Cómo se llama? ¿De
dónde viene?
-¡Claro
que no! -contestó azorado el anciano, pero sus modales y su apariencia son de
un gran señor.
-¡Fíjate
más en su fondo y en su ánimo -le respondió el amigo, no sea cosa de que se
trate de algún ladrón, criminal o algo parecido!
-Con
ese aspecto tan gentil y esos modales tan finos, ¡jamás! -contestó el testarudo
don Policarpo, y no quiso seguir escuchando las juiciosas palabras de aquel
amigo sincero.
Amanda,
entusiasmada con su futuro esposo, vivía en el mejor de los mundos y creía
haber encontrado el talismán de la eterna felicidad, cuando un día...
Cuando
un día, supo, con profundo dolor, que su futuro marido no era otro que un
desalmado bandido que tenía atemorizados a todos los habitantes de los
contornos de Buenos Aires.
-¡No
puede ser! -gritaba desesperado don Policarpo.
-¡Es
una equivocación! ¡El hombre que yo conozco es bueno... viste muy bien, tiene
buenos modales... es hermoso!
-¡Ay!
-suspiraba la hija entre sollozos.
-¡Ese
miserable me ha engañado! ¡Yo lo creía un caballero y es un bandido! ¡Quiero
morir! ¡Quiero morir!
El
artesano no sabía qué decisión tornar, y salió a la calle a averiguar con
certeza la identidad del gentil desconocido que cortejaba a su querida hija.
Muy
pronto la policía le puso ante la más espantosa realidad.
El
joven apuesto, de suave palabra y refinados modales, no era otro que "El
Chacal", un bandido de la peor especie, que ya tenía en su haber muchos
crímenes y robos.
-¡Miserable!
-gritaba el artesano, en camino de su hogar.
-¡Este
bandido me las ha de pagar! ¡Yo haré que lo prendan cuando vaya a mi casa a
visitar a mi hija! ¡Yo haré que recuerde todo su vida el haber tratado de
engañarme!
Y
así diciendo, esperó a que el pretendiente se presentara como de costumbre a
departir con la que creía su futura esposa.
Naturalmente
que la noche tan esperada llegó, y el refinado y bien vestido personaje
presentóse en la casa de don Policarpo, quien lo recibió con su mejor sonrisa,
haciéndolo penetrar hasta el comedor, en donde había una buena mesa muy bien
provista, con lo que el artesano intentaba distraer al canalla mientras llamaba
a la policía.
-¡Mi
querido amigo! -dijo don Policarpo al verlo, ¡pase usted! ¡Mi querida Amanda lo
espera impaciente!
El
desconocido se sonrió con un gesto enigmático y penetró en el comedor, donde
sobre la mesa había un gran pastel de hojaldre que con sólo mirarlo despertaba
el apetito.
Para
los postres, el viejo artesano tenía preparada la teatral detención.
-De
manera... -comenzó, ¿que usted es una buena persona?
-Así
lo parezco -contestó el desconocido.
-Y
sin embargo, he sabido -gritó don Policarpo levantándose, ¡que usted no es otro
que el temido "Chacal", el azote de toda la honrada población de la
colonia! ¡Usted me ha engañado y ha destrozado el corazón de mi hija! ¡Usted
nos ha hecho creer que era un hombre distinguido y sólo se trata de un bandido!
¡Usted merece la horca!
-Y
diciéndolo, levantó su mano con el propósito de tocar la campana para llamar a
los policías. Pero su brazo quedó suspenso en el aire y sus ojos se abrieron
desmesuradamente ante el hecho increíble que estaba presenciando.
El
desconocido galán, fino y de modales distinguidos, comenzó poco a poco a
empequeñecerse entre ruidosas carcajadas, hasta que sobre el plato que tenía en
frente, quedó sólo el viejo muñeco de madera fabricado por el artesano y que
éste había regalado por feo y deforme.
-¿Qué
es esto? -gritó don Policarpo estupefacto.
-¡Ésta
no es sino una enseñanza que necesitabas! -contestó el muñeco, mirándolo con
sus ojillos redondos prendidos en su descomunal nariz de toronja.
-¡Una
vez, hace de esto algunos años, te avergonzaste de mí y me arrojaste lejos de
tus estantes, sin escuchar mis palabras sobre la belleza del alma! Tú has
vivido para las apariencias, cuando en ellas sólo existe el engaño y la
falsedad! ¡Ya lo ves! ¡Para que te cures de tu mal, me he presentado a ti
transformado en caballero y tú, sin querer averiguar nada de mí, estabas
dispuesto a entregarme tu hija, en la creencia de que se trataba de un hombre
de bien, cuando en verdad, sólo era un malvado y un criminal! ¡Esto te enseñará
a ser bueno y justo y a pesar más los valores del espíritu que las condiciones
físicas y las del vestir!
Y
de esta manera por final, el extraño muñeco, obra del poco inteligente
artesano, se puso a bailar sobre el plato, entre grandes risotadas que salían de
su boca rasgada.
Por
supuesto, don Policarpo se enmendó y desde entonces supo estudiar bien las
personas y valorar más sus condiciones morales que las físicas, que sólo
conducen al engaño y a lamentables equivocaciones.
El
muñeca deforme continuó en la casa de don Policarpo en un lugar de privilegio,
y por más que le ofrecieron grandes sumas de dinero por adquirirlo, el artesano
jamás lo vendió, agradecido por la broma pesada que le gastara y que tanto bien
le había hecho.
Y
así se mantuvo durante muchos años el juguete en lo alto de un mueble,
mirándolo con sus pequeños ojos prendidos en su abultada nariz en forma de
toronja.
015. anonimo (argentina)
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