Había
una vez en un bosque una pareja de carboneros, marido y mujer, desdichados como
pueden serlo los carboneros cuando las cosechas son malas por todas partes y
nadie se interesa por el carbón de leña. Se hallaban pues en la miseria y el
pan les faltaba.
-¡Ah!
-se lamentaba el carbonero.
-Todo
esto -decía la carbonera, que hablaba más que su marido- todo esto sucede por
culpa de nuestra madre Eva; aún estaríamos en el paraíso si ella no hubiera
sido tan curiosa. ¡Maldita manzana! Tengo hambre.
-¡Ah!
-suspiraba de nuevo el carbonero.
Pero
he aquí que una mañana, llamaron a la puerta de su humilde choza y entró el
rey, sí, el rey en persona.
-Buenos
días carboneros; he sido informado de vuestra desgracia, ¡seguidme!
La
pareja se apresura. El rey los hace subir a su carroza, el cochero azota los
caballos y muy pronto la carroza se detiene ante el palacio real.
-¡Venid!
En
el palacio, los carboneros fueron lavados junto a las estufas y vestidos con
ropas hermosas. Inmediatamente después, los criados los condujeron al comedor
donde una mesa los esperaba. Abrieron desmesuradamente los ojos y sus bocas se
pusieron a segregar saliva. No faltaba sobre aquella inmensa mesa ni patés
olorosos ni pescados en salsa ni carne de caza, ni otras viandas suculentas...
Por no hablar de las frutas exquisitas, los pasteles y los vinos espiritosos.
-¡Comed!
-les dice el rey- comed cuando queráis, todo es para vosotros. La mesa estará
provista como ahora todo el tiempo que permanezcáis aquí. Os hago, no obstante,
una recomendación: no destapéis jamás la sopera de oro que ahí veis. De lo
contrario, la desgracia caerá sobre vosotros.
Lo
juraron, apresurados por lanzarse sobre aquellos alimentos tan atrayentes.
-No
tocaremos jamás esa sopera -prometió el carbonero.
-Por
mi parte -dijo la carbonera- no sé siquiera que esa sopera existe, ni quiero
saberlo...
El
rey se marchó sin decir nada. Comenzaron entonces días de gran felicidad. La
pareja se levantaba tarde, comenzaba a comer, se paseaba, asistía a las fiestas
organizadas en su honor, y volvía a comer antes de irse a dormir. Y así
sucesivamente. Los días pasaban uno tras otro. El carbonero y la carbonera
engordaban a ojos vista. Seguían comiendo mucho, pero más lentamente que al
principio, y la carbonera miraba cada vez más la sopera que reinaba en medio de
la mesa.
-Me
pregunto por qué el rey no quiere que la toquemos.
-No
quiere y eso es todo.
-De
acuerdo, de acuerdo... -La carbonera se callaba, pero no por ello dejaba de
aumentar su curiosidad. Ésta le producía ardores de estómago y le impedía
dormir por las noches: «Después de todo, sólo es una sopera, ¿qué puede tener
de extraordinario?». Aguantó bastante tiempo sobre todo por su marido, pero finalmente
no pudo aguantar más:
-Voy
a abrirla justo un poquito.
-¡No
lo hagas, desgraciada!
-¡Cállate,
no eres sino un miedoso y un tonto!
La
carbonera empujó a su marido, se inclinó sobre la mesa y cogió la sopera
prohibida. Tan pronto como levantó la tapa, una rata salió de su interior y
cayó al suelo. Justo en ese momento, mientras la carbonera gritaba por la
sorpresa, entró el rey. Su ceño se frunció. También él gritó llamando a su
guardia.
-¡Me
has desobedecido y seréis castigados los dos!
Pese
a las súplicas y lágrimas, los carboneros fueron despojados de sus bellos
ropajes y se encontraron con los harapos de antes. Una carreta los devolvió
hasta el corazón del bosque, hasta la puerta de su choza. Allí los abandonaron
los soldados y se marcharon. Cuando la pareja dejó de lamentarse, el carbonero
levantó la cabeza:
-Ya
ves -dijo a su mujer. No hay que burlarse de nuestros primeros padres Adán y
Eva: nosotros hemos hecho exactamente lo mismo que ellos.
Traducción : Esperanza Cobos Castro
120. anonimo (francia)
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