Vivía en un pueblo un
matrimonio de campesinos más pobres que las ratas. Tenían un montón de hijos y
padecían una miseria tremenda. Su pequeña parcela de tierra no les rendía nada,
la vaca no les daba leche, los cerdos tenían el mal rojo. Y para colmo, los
atormentaba el alcalde: una vez exigía el pago de los impuestos; otra vez les
quitaba una cabra con la excusa de que se había comido la hierba de un campo
ajeno, y el pobre campesino tenía que trabajar los siete días de la semana
para el propietario de esa tierra.
«No puedo seguir así
-pensó el campesino, es mejor que nos vayamos a alguna otra parte. No creo que
la miseria se venga con nosotros.»
Dicho esto, preparó
enseguida el traslado. Cargó todos sus trastos -muy pocos, por otra parte- en
un carro, enganchó la vaca y ya estaba a punto de partir cuando se oyó una voz
muy fina que salía de la chimenea:
-Espera, campesino. ¡No
me dejes aquí!
-Pero ¿tú quién eres?
-preguntó el campesino, estupefacto.
-Soy la Miseria. Me gusta tu
familia y quiero estar siempre contigo.
El campesino se rascó una
oreja, meditando: «Vaya por Dios, yo me escapo de la miseria y ésta no quiere
soltarme». Sin embargo, dijo en voz alta:
-De acuerdo, te llevaré
con nosotros. Pero tendrías que echarme una mano para cargar en el carro
aquella tabla que está en el fondo del patio.
-Claro, claro -respondió la Miseria y se fue enseguida
hasta el muro, donde estaba apoyada una gruesa tabla de madera de encina.
El campesino cogió un
hacha, la clavó en la tabla y le dijo a la Miseria :
-¿Ves esta raja? Tú tira
del hacha de ese lado, yo tiro de éste.
Así se libró de la Miseria. Desde
aquel día, la suerte se puso de su lado. Poco después de marcharse, encontró en
medio del camino una bolsa con monedas de oro, con las que pudo comprarse una
magnífica granja en un país lejano y, pasados unos pocos años, no había en
aquellas tierras un campesino más rico y más respetado que él.
¿Y la Miseria ?
Os cuento que, poco
después de la partida del campesino, el alcalde del pueblo apareció en la casa
abandonada.
-Ah, buen hombre -gritó la Miseria en cuanto lo vio.
Libérame de esta maldita tabla.
El alcalde no sabía que
quien hablaba era la Miseria
y la ayudó a liberar los dedos. Desde aquel día, la Miseria ya no lo abandonó.
Su granja se prendió fuego, se murió su ganado, la tormenta destruyó su
cosecha y, antes de acabar el año, al pobre alcalde sólo le quedaba un bastón
con el que iba mendigando por las calles. Así anduvo rondando por el mundo, en
compañía de la Miseria ,
viviendo de la limosna que le daba la gente, y sólo Dios sabe cuántas calamidades
padeció antes de morir.
125. anonimo (polonia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario