Al
padre Anselme, un anciano monje del convento de Chaumont, le gustaba mucho
pasearse por el bosque cercano, llamado Bosque de los Padres. A la sombra de
los grandes árboles centenarios meditaba, recordaba, rezaba. Caminar a pie le
era también beneficioso para la salud. Un día, como de costumbre, salió del
convento después de haber intercambiado algunas frases con el hermano Jérôme,
el portero. Hacía buen tiempo y el padre Anselme se perdió entre el boscaje, tranquilo
y feliz. De repente, oyó el canto de un pájaro, un canto tan melodioso que se
detuvo, sorprendido. Levantó la vista y vio un pájaro de resplandeciente
plumaje, y de una forma particular, desconocida. El ave continuó con sus
ligeros trinos, y el padre los sintió penetrar en su corazón y llenarlo de
dulzura y de ternura nuevas para él. «¡Qué bello es!». Pensaba simultáneamente
del canto y del ave. Súbitamente, el pájaro agitó las alas y echó a volar. El
padre Anselme no pudo impedirse seguirlo, intentando no perderlo de vista. El
ave voleteaba de rama en rama sin dejar de cantar. Con los ojos levantados,
como fascinado, el monje seguía tras él. Muchas veces tendió las manos, tan
cerca de él se hallaba el ave. Pero en el último instante, el ave escapaba y se
iba más lejos... El encantamiento se prolongó. Finalmente, no obstante, el
padre Anselme hizo un esfuerzo para recuperar el dominio de sí mismo: «Ya es
suficiente -se dijo- debo regresar, si no mis hermanos se inquietarán, pues
hace más de dos horas que estoy andando». Con pesar, abandonó el ave, y tomó el
camino de regreso al convento, impregnado aún de su maravilloso encuentro.
Pronto divisó el priorato; cuando llegó a la puerta, tiró de la cuerda de la
campana. La campana sonó, la puerta se abrió y apareció la silueta de un monje
desconocido.
-¡Vaya!
-dijo el padre Anselme sorprendido- ¿el hermano Jérôme no está?
-No
conozco al hermano Jérôme -respondió el nuevo portero.
El
padre siguió mirándolo cada vez más sorprendido por su aspecto.
-¿Por
qué lleva usted ese hábito? -preguntó. No es el de nuestra orden.
-Sí
-contestó el otro. Mi hábito es el que llevan los monjes mínimos.
-¡Eh!,
¡eh!... Espere un momento: nosotros somos benedictinos, de la orden de san
Benito de Cluny, y no monjes mínimos...
-¡Qué
ocurrencia! -El portero sacudió la cabeza, tan sorprendido como su
interlocutor.
-Pero
estoy en el convento de Chaumont ¿no? -dijo el padre Anselme.
-Sí.
El
monje se frotó los ojos, sintiendo su espíritu enajenado por algo
incomprensible.
-Llame
al prior, se lo ruego. Jean de Chalençon me explicará este misterio del nuevo
portero y del nuevo hábito.
-Aquí
no hay ningún prior que se llame Jean de Chalençon...
-¡Cómo!
-gritó el padre. ¡Vaya a ver, pues su celda está cerca de la mía! ¡Estoy
seguro!
-Lo
siento.
El
diálogo de sordos se prolongó. El portero creía que tenía que vérselas con un
loco, y el padre Anselme estaba a punto de convertirse en uno de verdad...
Ambos subían el tono de sus palabras; su ruido atrajo a otro monje que
preguntó:
-¿Qué
está ocurriendo? Soy el padre superior del convento...
-Pero...
pero... -tartamudeó el padre Anselme- ¿y entonces que ha sido de Jean de
Chalençon?
Contó
su historia de nuevo, insistió, no comprendía nada; hace un rato, después del
almuerzo, él, el padre Anselme, había salido a pasearse por el bosque, y ahora
regresaba tranquilamente como siempre. ¿Qué sucedía en el convento? ¿por qué
esos desconocidos? ¿por qué aquellos misterios? Frente a él, el superior lo
escuchaba sin comprender. Al mismo tiempo, reflexionaba: el nombre de Jean de
Chalençon le recordaba algo, sí...
-Padre
-dijo suavemente, tiene usted razón, yo he oído hablar de Jean de Chalençon;
era efectivamente el superior de este convento... Sólo que murió hace por lo
menos doscientos años.
-Doscientos
años... -murmuró el padre Anselme sofocado. Se dejó caer sobre un banco, sin
decir nada más, con los ojos desorbitados.
-Espere
-prosiguió el prior. Tengo que verificar todo esto. No se nueva de aquí. Ya
regreso.
Se
marchó corriendo hacia la biblioteca del priorato. Allí, revisó gruesos
registros empolvados y terminó por encontrar lo que buscaba. Era lo que él
pensaba: el padre superior Jean de Chalençon había muerto dos siglos antes...
Y, de repente, el monje se sobresaltó: unas líneas por debajo de aquel anuncio
de fallecimiento, la crónica del convento narraba la desaparición de un tal
padre Anselme, que había salido un día a dar un paseo por el bosque, y no había
regresado jamás. El libro cayó de las manos del prior. Completamente azorado,
se dirigió hacia la entrada del convento. Demasiado tarde, ¡sólo encontró allí
al portero!
-¿Dónde...
dónde está el padre Anselme? -preguntó. El otro se encogió de hombros.
-Se
ha marchado.
Por
orden del prior, todos los monjes del convento se lanzaron a buscar al
fugitivo. No hubo forma de dar con él. Algunos monjes contaron, como anécdota,
que en el bosque, a lo lejos, habían oído el canto de un ave, mucho más bello,
en su opinión, que los que se oían de costumbre.
Traducción : Esperanza Cobos Castro
120. anonimo (francia)
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