Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 23 de agosto de 2012

Hotel amsterdam, habitación 231

-¿Y qué sugiere que hagamos, señor Atkins?
-Exhumar el cadáver, inspector. Creo que no queda otro remedio.
El inspector Blunt, jefe de la Brigada de Servicios Especiales de Scotland Yard, tenía una bien merecida fama de flemático, pero estuvo a punto de perderla escuchando tan desconcertante historia. Los detalles eran tan espeluznantes que por primera vez en su vida se atragantó con el té y su pipa, cuya combustión era de ordinario parsimoniosa, despedía gigantescas volutas a ritmo de locomotora. La alteración nerviosa del señor Atkins, evidentemente fuera de sí, prestaba a la descripción de los hechos tanta vivacidad que consiguió despertar la imaginación del inspector Blunt hasta el extremo de hacerle visualizar mentalmente, con la nitidez de una pesadilla, todo el horror contenido en le relato. «Este hombre -pensó para sus adentros- hubiera sido un excelente vendedor a domicilio, o ese actor pluscuamperfecto que Shakespeare no logró encontrar en su vida. Tal vez así le hubieran ido mejor las cosas que como gerente de hotel».
-Las cosas empezaron a ir mal -repitió por enésima vez el señor Atkins, gerente del vetusto Hotel Amsterdam, enclavado en el corazón del Soho- cuando la señora Holliday abrió el armario de la habitación 231...
El momento en que la señora Holliday abrió el armario de su habitación, recién llegada al hotel, se había convertido para el señor Atkins en una imagen obsesionante, espantosa como la propia escena que evocaba.
-... Escuchamos su grito y luego la vimos descender acelera-damente las escaleras sudorosa, blanca como el mármol, con los ojos desorbitados. Las manos le temblaban y estuvo un momento con la respiración entrecortada, sin poder articular palabra. Cuando al fin pudo hablar nos dijo que había visto cómo se balanceaba despacio, colgado por el cuello con una cuerda de violín, el cuerpo de una mujer muerta en el interior del armario. Pidió un vaso de agua, lo bebió de un tirón, y luego se le cayó de las manos, haciéndose añicos en el suelo. Pero estoy seguro, inspector, que la señora Holliday ni se dio cuenta de ello, tanta era su excitación al recordar los ojos vidriosos del cadáver, su lengua cárdena y babeante colgando desmesurada-mente del labio inferior, la espeluznante marca que la cuerda del violín, hundiéndose en la carne, había dejado en su cuello hasta casi decapitarlo... Encargué al botones que consiguiera un sedante fuerte y la llevé a mi despacho. Apenas consiguió tran-quilizarse tras la ingestión del fármaco, pero sí lo bastante para escucharme. «Lo que usted ha visto -le dije- no es real. Puedo demostrárselo si se encuentra con ánimo suficiente para acompañar-me a la habitación 231». Logré convencerla y en su presencia abrí el armario. Efectivamente, estaba vacío. La señora Holliday me aseguró que había visto el cadáver con absoluta nitidez. «Usted no está loca -repuso, y aunque lo que ha visto no es real, puede haber una explicación». Entonces me vi obligado a contarle una historia que usted y sus hombres ya conocen, la del presunto suicidio de Mary Watts. Ustedes mismos dictaminaron que había sido un suicidio. Recordará, inspector Blunt, que el cuerpo de Mary Watts apareció en ese mismo armario y de esa misma forma exactamente igual a la descrita por la señora Holliday... Aunque lo sorprendente del asunto es que la señora Holliday tuvo la visión una semana después de ocurrido el lamentable suceso, cuando el cadáver de la señorita Watts ya había sido enterrado.
-Bien, señor Atkins. La suya es una historia extraordinaria, pero...
-Pero no termina ahí, inspector. Desgraciadamente, no termina ahí.
Con la voz ronca por el peso de sus emociones, el gerente del Hotel Amsterdam (vieja reliquia victoriana en cuyas habitaciones, según cierta leyenda, se inyectaba dosis masivas de heroína el mismísimo Conan Doyle) continuó provocando el asombro y la inquietud en el inspector Blunt, mucho menos curado de espanto de lo que su larga experiencia profesional permitía suponer.
-Naturalmente, ofrecimos a la señora Holliday la suite del hotel, completamente gratis y por el tiempo que quisiera, a condición de no divulgar nada de lo ocurrido. Así lo hizo, y hubiéramos olvidado el desagradable incidente a no ser porque días después volvió a repetirse la misma historia, esta vez protagonizada por un viejo clérigo recién llegado de las Indias Occidentales. Decidimos que sería mucho más rentable cerrar definitivamente la habitación 231, pero...

-Pero a pesar de ello -interrumpió esta vez el inspector- continuaron ocurriendo cosas raras, ¿no es así?
-En efecto, así es. Continuaron y continuarán, para desgracia del negocio... Aceptaría un poco más de su té, si no le importa.
-Con mucho gusto.
El señor Atkins paladeó el té ofrecido por el inspector con un gesto de absoluta desesperación. Su mano temblorosa hizo que la cucharilla tintinease sobre el plato hasta que consiguió posarlo, sano y salvo, sobre la mesa del despacho. Por un momento, el temor a que se rompiese la valiosa porcelana pesó más en el ánimo del inspector Blunt que el que le inspiraba el relato del señor Atkins. Pero fue sólo un momento, porque lo que contaba el gerente del Amsterdam (cuyo sentido común no cabía poner en duda) podía hacer estremecer incluso a una piel de elefante como la del curtido Blunt.
-La habitación fue cerrada a cal y canto. Incluso borramos el número 231 de la puerta y del casillero. Aquella habitación, a efectos comerciales, había muerto definitivamente. Pero a otros efectos, seguía más viva que nunca. Todas las madrugadas, minutos antes de las dos y media (hora aproximada en que, según el forense, Mary Watts dejó de existir), un sordo gemido que no podía confundirse con ruido de las viejas cañerías se extendía por todo el hotel, procedente de la maldita habitación 231. Las condiciones acústicas de un edificio tan viejo permiten toda clase de resonancias, y por eso advertimos a nuestros clientes que procuren no hacer ruido a partir de las diez de la noche. En consecuencia, el aullido, quejido o lo que fuese, se transmitía con una claridad impresionante...
El señor Atkins no ahorraba detalle alguno, sino que parecía complacerse en una descripción detallada y minuciosa. Así fue como el inspector Blunt se enteró de que el raro sonido podía identificarse al principio como el de un animal moribundo. Era una especie de «E» prolongada, ronca, monocorde, que de vez en cuando dejaba paso al silencio para reproducirse nuevamente después. En el profundo silencio de la madrugada, tan desacostumbrado sonido ponía los pelos de punta a quien tuviera la desgracia de escucharlo. Los clientes de las habitaciones contiguas exigieron el libro de reclamaciones y se quejaron airadamente al señor Atkins antes de abandonar el hotel. No quedó más remedio, por tanto, que clausurar también las habitaciones 230 y 232.
-El personal de servicio y yo mismo estábamos tan nerviosos que apenas podíamos pegar ojo. Cierta noche el sonido se hizo insoportablemente quejumbroso y mis nervios no aguantaron más. Extraje las llaves de la caja fuerte, abrí un cajón de mi escritorio y saqué un pequeño revólver. Era una decisión desesperada y, según sospeché, completamente inútil, pero de alguna manera había que hacer frente a la  situación, si no quería que la indecible angustia de aquel gemido acabase volviéndome loco. Guardé el revólver, empuñándolo, en el bolsillo de la chaqueta, y me encaminé a la recepción para pedir al conserje que me acompañara a la 231.
Richard, el anciano conserje, estaba en su puesto muerto de miedo. Saludó la aparición del señor Atkins como si se tratara de un arcángel celestial: «Gracias a Dios que está usted despierto, señor. Creí que no podría soportarlo. Esta parece ser una noche especial, ¿verdad? Los gritos son más fuertes que nunca».
-En efecto, los gemidos se habían convertido en auténticos gritos, aunque su volumen no llegaba a ser lo bastante alto como para despertar a todo el hotel. Richard debió leer en mis ojos la determinación que había tomado, puesto que con apenas un hilo de voz me dijo:  «No irá usted a subir, ¿verdad, señor?» «Sí, Richard -repuse, es absolutamente necesario. Y quiero que usted me acompañe». Tendría que haber visto, inspector, la cara de espanto del pobre Richard cuando le pedí que subiera conmigo. Se negó en rotundo y de nada sirvieron mis amenazas. Tuve que subir solo y soportar los lamentos igualmente odiosos: el que procedía de la 231, y a mis espaldas, el histérico Richard instándome por todos los santos a que desistiera de mi descabellado empeño. Volví la cabeza y le dije que, a partir de ese momento, se considerara despedido. Pero Richard seguía insistiendo, con la garganta atenazada por el terror, en que regresara y no cometiera semejante locura.
La pipa del inspector Blunt parecía un pequeño Vesubio a punto de entrar en erupción.
-Nunca podrá imaginarse el enorme esfuerzo que me costó subir peldaño a peldaño aquella escalera. Porque, a cada nuevo paso el inadmisible sonido, aumentando su intensidad, se pegaba persistentemente a mis oídos como un beso del Diablo. Nada pude hacer para dominar el temblor de mis piernas. Apretaba con fuerza la pistola, empapada con el sudor de mi mano, y me decía a mi mismo que, fuese lo que fuese aquello que provocaba el gemido, habría alguna forma de acabar con él... Lo angustioso era no saber cuál podría ser esa forma.
Dejando atrás la escalera, el señor Atkins caminó lentamente por la oscuridad del pasillo en dirección a la habitación 231, sobre cuya puerta parpadeaba apenas la mortecina luz de una pequeña bombilla. El miedo despertaba con violencia todos sus sentidos, y las vibraciones de aquel sonido espantoso, ahora ya tan cercano, parecían habérsele incrustado en el corazón. Con toda la mente concentrada en tales vibraciones, comprobó ahora que estaban modulan-do de distinta forma hasta acabar pareciéndose a largos y siseantes estertores. Estaba tan despierto que el ruido de un mosquito le hubiera producido el mismo impacto que una explosión de dinamita. Por eso se le cortó súbitamente la respiración cuando, a sus espaldas, escuchó un sonido cuya imprevista irrupción no le dio tiempo a identificar. Se volvió rápidamente y tuvo que enfrentarse con el perfil de una larga sombra que avanzaba por el pasillo. El corazón le dio un vuelco al tiempo que su mano se crispaba sobre la pistola...
-¡Santo Dios! Era el bueno de Richard, quién finalmente había optado por no dejarme solo y estuvo siguiéndome sin que me diera cuenta. Me indicó con un gesto que no me alarmara y seguidamente llevó su dedo índice a sus labios, tan asustado y tembloroso como un flan, y componiendo con ello una buena figura tan grotesca que si las circunstancias hubieran sido otras me habría echado a reír. Pero allí estábamos los dos, frente a la puerta, empuñando yo la pistola con una mano y la llave con la otra, sin saber qué hacer con ninguna de las dos, mientras el rostro de Richard había pasado de una palidez de cera a un inquietante tono casi verdoso que el miedo se complacía en estamparle, perlándole además la frente con multitud de minúsculas gotas de sudor frío... Debo confesarle que a pesar del dramatismo del momento, una parte de mi aterrorizado ánimo se conmovió por aquel gesto final de acompañarme, con el que Richard demostraba una inesperada solidaridad...
De pronto el estertor se convirtió en un grito agudo, cortante, similar al que provoca en ocasiones una muerte violenta, y a continuación reinó un silencio absoluto sobrecogedor. Pero por poco tiempo, porque al cabo de un rato fue seguido por un estrépito indescriptible, sin duda producido por el desplazamiento y caída simultánea de todos los muebles de la habitación.
-Entonces actué como un autómata, inspector. Porque de buena gana hubiera echado a correr pasillo adelante y no parar hasta llegar a la calle. En vez de eso, introduje la llave en la cerradura y abrí la puerta, no sin antes cerciorarme de que, a pesar del ruido producido, ningún cliente daba señales de vida. Borrachos como cubas debían estar todos para no haberse dado cuenta.
Renqueó suavemente la puerta al abrirse. La pequeña bombilla de la entrada apenas mitigaba la casi completa oscuridad del interior. Richard se aferraba tenazmente al brazo izquierdo del señor Atkins en un desesperado intento de evitar el desmayo. El señor Atkins, sin soltar la pistola, se atrevió a introducir en la oscuridad el mismo brazo que sujetaba el conserje hasta que sus dedos alcanzaron el obturador de la luz. Cuando al fin logró encender, el espectáculo que se ofreció a sus ojos les dejó atónitos: las puertas del armario giraban todavía sobre sus goznes, las ventanas estaban abiertas de par en par, los cuadros se habían desprendido de la pared, las camas, desplazadas de sus lugares adecuados, aparecían deshechas, con las sábanas hechas girones... Y no había nadie.
-No había nadie, inspector. ¿Comprende? No había absolutamente nadie. Era comprensible que Richard acabara desmayándose. Yo mismo no sé como podía soportarlo.
La pipa del inspector Blunt soltó por su cazoleta un grandioso chorro de humo, como la cola de un efímero e improbable cometa.
-No había nadie -insistió Atkins. 
Puede creerme: nadie en absoluto.
-Le creo, señor Atkins, le creo. Pero sigo sin comprender por qué quiere que sea exhumado el cadáver de la señorita Watts.
-¿No lo entiende? Creo que está bastante claro. A la vista de los extraordinarios acontecimientos ocurridos en el Amsterdam, sólo podemos pensar que Mary Watts no se suicidó, sino que fue asesinada. Está además el hecho de que, por muy masoquista que sea, nadie se suicida ahorcándose con una cuerda de violín. Los hechos paranormales de la habitación 231 podrían tener su raíz en la enorme tensión emocional que sufrió el psiquismo de la señorita Watts al saberse víctima de un asesinato tan horrible, y es muy posible que un minucioso examen de su cuerpo pueda establecer alguna pista segura para dar con el asesino... Francamente, inspector Blunt, yo no creo en los espíritus. Pero si creyera en ellos, no dudaría en afirmar que Mary Watts nos está pidiendo venganza desde otro mundo.
La pipa del inspector Blunt, exhausta, abandonó su boca y fue a encontrar un merecido descanso sobre la mesa. Su propietario compuso un gesto de conmiseración y trató de consolar al atribuido señor Atkins.
-Por si le sirve de algo, le diré que su historia me parece desusada, pero no inverosímil. Scotland Yard sí cree en los espíritus, sobre todo cuando están dispuestos a colaborar eficazmente con la policía. De hecho, hemos contratado a videntes (de forma extraoficial, claro está) en ciertos casos difíciles. Y casi siempre han dado buenos resultados. Pero me temo que la pobre opinión de un pobre inspector de policía no le servirá de mucho en esta ocasión. Se necesita un mandamiento judicial para ordenar el levantamiento de un cadáver. Y no creo que, con los datos que usted aporta, pueda convencer a ningún juez. Por otra parte, el forense ya realizó la autopsia, y no encontró en el caso de Mary Watts otras señales que las propias de una muerte por asfixia. Si fue asesinada, el asesina se cuidó muy bien de no dejar ninguna huella. No quedó más remedio que aceptar la tesis del suicidio... El caso está cerrado, señor Atkins, y mucho me temo que no haya nada que hacer.
-Pero todo lo ocurrido en la habitación 231...
-Usted mismo ha dicho que no encontró a nadie en esa habitación. Lamentablemente, nosotros sólo podemos ocuparnos de los delitos cometidos por personas vivas. Las otras están completamente fuera de nuestra jurisdicción. Créame que lo siento muy de veras, pero en este caso no podemos ayudarle... Aunque, si me permite que le dé un consejo...
-Diga, diga...
-¿Por qué no prueba a cambiar la cerradura? Ya sé que es una prueba demasiado simple, tal vez. Y desde luego, nada parapsicológica. Pero le aseguro que, en ocasiones, ha dado muy buenos resultados.
«Quizá tenga razón después de todo», pensó Atkins desilusionado por la entrevista, aunque contento por no tener que soportar ya más el poco soportable aroma de la pipa del inspector Blunt. Pero le daba miedo tener que regresar al hotel con las manos vacías.
Londres fumaba su smog de cada tarde a grandes bocanadas, y los primeros faroles encendidos, envueltos en la espesa neblina, presagiaban una densa noche de otoño. Camino de su hotel, Atkins se encontró con muy pocos transeúntes, pero todos ellos, con toda probabilidad, creían en fantasmas, a juzgar por el paso rápido y el aire receloso de sus miradas, incapaces de traspasar la niebla más allá de su nariz. Y la noche hacía crecer en las esquinas su inexorable oscuridad.
Al doblar una de ellas contempló la vetusta mole del Hotel Amsterdam, difuminada por las crecientes sombras del ocaso. La historia del presunto fantasma se había extendido lo bastante como para que sólo unos pocos clientes, poco supersticiosos o ignorantes de la misma, se albergaran en sus  rancias habitaciones en los últimos tiempos. Todas las que daban a la calle tenían cerradas sus ventanas salvo la 231, cuyo inexplicable desorden, del que él mismo fue testigo, había sido respetado. Los blancos visillos de aquella habitación maldita tremolaban sobre una pared que la vejez y la polución habían embadurnado de negro, y el contraste entre ambos colores resultaba más evidente a causa de la escasa luz. Atkins no dejó de advertirlo, concentrando su atención en la ventana abierta.
Y de pronto, durante el tiempo de una exhalación, creyó haber visto tras la ventana la imagen borrosa de una mujer. Sobrecogido, sospechó que aquella visión fugaz no podía ser sino un subproducto de la tensión nerviosa, pero una furia irracional se desparramó por sus venas y la adrenalina golpeó despiadadamente su corazón.
-«¡Maldita, maldita!»
La figura entrevista volvió a cruzar la ventana, pero esta vez tan despacio como para que el señor Atkins, sobre cuya mente se posó la furia como una nube roja, pudiera contemplarla en todos sus detalles. El espanto que le producía su cuello ensangrentado, el inusitado brillo de sus ojos y de sus dientes, la torva expresión de angustia que reflejaba aquel rostro desencajado cuya mirada, cargada de odio, no se apartaba de la suya propia, todo ello actuó en su ánimo como un revulsivo. Completamente fuera de sí, cruzó la calle, atravesó el hall y subió la escalera a grandes zancadas. Richard, el conserje, contempló atónito cómo el señor Atkins corría escaleras arriba con la cara congestionada y los ojos en blanco, pero el señor Atkins no se dio cuenta de su presencia, obsesionado por la insana idea de acabar como fuera, de una vez para siempre, con aquella  espantosa pesadilla.
Richard corrió tras él, pero no pudo alcanzarlo. Le escuchó farfullar unas palabras incomprensibles y se asombró al comprobar cómo un hombre ya entrado en años pudiera remontar las escaleras con tan pasmosa celeridad. Al llegar al rellano del primer piso desistió de perseguirle a tanta velocidad. Se apoyó en la baranda, resollando mientras recuperaba fuerzas, y escuchó cómo el señor Atkins, en el piso de arriba, derribaba a golpes la puerta de la habitación 231.
-¡No lo haga, señor Atkins, no lo haga!
Y olvidándose de sus muchos años, el viejo Richard Perkins subió también las escaleras que le faltaban como una liebre. Vio la puerta derribada de la habitación, al final del oscuro pasillo, y percibió la agitada voz del señor Atkins envuelta en un aullido inconfundible.
-¡Sal de ahí, maldita, engendro del Diablo!
El aullido resonaba ahora en el pasillo en un tono desgarrador, ahogando con creces los gritos del señor Atkins, y Richard tuvo miedo de seguir adelante. Volvió a escuchar el ruido de los muebles desplazándose, y un frío mortal recorrió su espalda. Paralizado por el terror, pudo oír todavía cómo el señor Atkins profirió un grito seco, inarticulado, un último grito que dejó paso al silencio. Al cabo de una rato se atrevió a llamarle por su nombre, pero nadie contestaba. Ni una maldita mosca se escuchaba más allá de la puerta derribada.
Cuando al fin logró reunir los arrestos suficientes para traspasar el umbral de la habitación, todavía llegó a tiempo de ver un ligero movimiento en las puertas del armario. El señor Atkins no estaba allí, y Richard huyó despavorido, temeroso de que también a él se lo llevaran los espíritus sin dejar rastro.
Si en vez de huir hubiera tenido el valor de acercarse a la ventana abierta, hubiera descubierto que abajo, en la calle, se encontraba el cuerpo sin vida del señor Atkins, bañado ya por un gran charco de sangre.

999. Anonimo,

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