-¿Y qué sugiere que hagamos, señor Atkins?
-Exhumar el cadáver, inspector. Creo que no queda
otro remedio.
El inspector Blunt, jefe de la Brigada de Servicios
Especiales de Scotland Yard, tenía una bien merecida fama de flemático, pero
estuvo a punto de perderla escuchando tan desconcertante historia. Los detalles
eran tan espeluznantes que por primera vez en su vida se atragantó con el té y
su pipa, cuya combustión era de ordinario parsimoniosa, despedía gigantescas
volutas a ritmo de locomotora. La alteración nerviosa del señor Atkins,
evidentemente fuera de sí, prestaba a la descripción de los hechos tanta
vivacidad que consiguió despertar la imaginación del inspector Blunt hasta el
extremo de hacerle visualizar mentalmente, con la nitidez de una pesadilla,
todo el horror contenido en le relato. «Este hombre -pensó para sus adentros-
hubiera sido un excelente vendedor a domicilio, o ese actor pluscuamperfecto
que Shakespeare no logró encontrar en su vida. Tal vez así le hubieran ido
mejor las cosas que como gerente de hotel».
-Las cosas empezaron a ir mal -repitió por enésima
vez el señor Atkins, gerente del vetusto Hotel Amsterdam, enclavado en el
corazón del Soho- cuando la señora Holliday abrió el armario de la habitación
231...
El momento en que la señora Holliday abrió el
armario de su habitación, recién llegada al hotel, se había convertido para el
señor Atkins en una imagen obsesionante, espantosa como la propia escena que
evocaba.
-... Escuchamos su grito y luego la vimos descender
acelera-damente las escaleras sudorosa, blanca como el mármol, con los ojos
desorbitados. Las manos le temblaban y estuvo un momento con la respiración
entrecortada, sin poder articular palabra. Cuando al fin pudo hablar nos dijo
que había visto cómo se balanceaba despacio, colgado por el cuello con una
cuerda de violín, el cuerpo de una mujer muerta en el interior del armario.
Pidió un vaso de agua, lo bebió de un tirón, y luego se le cayó de las manos,
haciéndose añicos en el suelo. Pero estoy seguro, inspector, que la señora
Holliday ni se dio cuenta de ello, tanta era su excitación al recordar los ojos
vidriosos del cadáver, su lengua cárdena y babeante colgando desmesurada-mente
del labio inferior, la espeluznante marca que la cuerda del violín, hundiéndose
en la carne, había dejado en su cuello hasta casi decapitarlo... Encargué al
botones que consiguiera un sedante fuerte y la llevé a mi despacho. Apenas
consiguió tran-quilizarse tras la ingestión del fármaco, pero sí lo bastante
para escucharme. «Lo que usted ha visto -le dije- no es real. Puedo
demostrárselo si se encuentra con ánimo suficiente para acompañar-me a la
habitación 231». Logré convencerla y en su presencia abrí el armario.
Efectivamente, estaba vacío. La señora Holliday me aseguró que había visto el
cadáver con absoluta nitidez. «Usted no está loca -repuso, y aunque lo que ha
visto no es real, puede haber una explicación». Entonces me vi obligado a
contarle una historia que usted y sus hombres ya conocen, la del presunto
suicidio de Mary Watts. Ustedes mismos dictaminaron que había sido un suicidio.
Recordará, inspector Blunt, que el cuerpo de Mary Watts apareció en ese mismo
armario y de esa misma forma exactamente igual a la descrita por la señora Holliday...
Aunque lo sorprendente del asunto es que la señora Holliday tuvo la visión una
semana después de ocurrido el lamentable suceso, cuando el cadáver de la
señorita Watts ya había sido enterrado.
-Bien, señor Atkins. La suya es una historia
extraordinaria, pero...
-Pero no termina ahí, inspector. Desgraciadamente,
no termina ahí.
Con la voz ronca por el peso de sus emociones, el
gerente del Hotel Amsterdam (vieja reliquia victoriana en cuyas habitaciones,
según cierta leyenda, se inyectaba dosis masivas de heroína el mismísimo Conan
Doyle) continuó provocando el asombro y la inquietud en el inspector Blunt,
mucho menos curado de espanto de lo que su larga experiencia profesional
permitía suponer.
-Naturalmente, ofrecimos a la
señora Holliday la suite del hotel, completamente gratis y por el tiempo que
quisiera, a condición de no divulgar nada de lo ocurrido. Así lo hizo, y
hubiéramos olvidado el desagradable incidente a no ser porque días después
volvió a repetirse la misma historia, esta vez protagonizada por un viejo
clérigo recién llegado de las Indias Occidentales. Decidimos que sería mucho
más rentable cerrar definitivamente la habitación 231, pero...
-Pero a pesar de ello -interrumpió esta vez el
inspector- continuaron ocurriendo cosas raras, ¿no es así?
-En efecto, así es. Continuaron y continuarán, para
desgracia del negocio... Aceptaría un poco más de su té, si no le importa.
-Con mucho gusto.
El señor Atkins paladeó el té ofrecido por el
inspector con un gesto de absoluta desesperación. Su mano temblorosa hizo que
la cucharilla tintinease sobre el plato hasta que consiguió posarlo, sano y
salvo, sobre la mesa del despacho. Por un momento, el temor a que se rompiese
la valiosa porcelana pesó más en el ánimo del inspector Blunt que el que le
inspiraba el relato del señor Atkins. Pero fue sólo un momento, porque lo que
contaba el gerente del Amsterdam (cuyo sentido común no cabía poner en duda)
podía hacer estremecer incluso a una piel de elefante como la del curtido
Blunt.
-La habitación fue cerrada a cal y canto. Incluso
borramos el número 231 de la puerta y del casillero. Aquella habitación, a
efectos comerciales, había muerto definitivamente. Pero a otros efectos, seguía
más viva que nunca. Todas las madrugadas, minutos antes de las dos y media
(hora aproximada en que, según el forense, Mary Watts dejó de existir), un
sordo gemido que no podía confundirse con ruido de las viejas cañerías se
extendía por todo el hotel, procedente de la maldita habitación 231. Las
condiciones acústicas de un edificio tan viejo permiten toda clase de
resonancias, y por eso advertimos a nuestros clientes que procuren no hacer
ruido a partir de las diez de la noche. En consecuencia, el aullido, quejido o
lo que fuese, se transmitía con una claridad impresionante...
El señor Atkins no ahorraba detalle alguno, sino que
parecía complacerse en una descripción detallada y minuciosa. Así fue como el
inspector Blunt se enteró de que el raro sonido podía identificarse al
principio como el de un animal moribundo. Era una especie de «E» prolongada,
ronca, monocorde, que de vez en cuando dejaba paso al silencio para
reproducirse nuevamente después. En el profundo silencio de la madrugada, tan
desacostumbrado sonido ponía los pelos de punta a quien tuviera la desgracia de
escucharlo. Los clientes de las habitaciones contiguas exigieron el libro de
reclamaciones y se quejaron airadamente al señor Atkins antes de abandonar el
hotel. No quedó más remedio, por tanto, que clausurar también las habitaciones
230 y 232.
-El personal de servicio y yo mismo estábamos tan
nerviosos que apenas podíamos pegar ojo. Cierta noche el sonido se hizo
insoportablemente quejumbroso y mis nervios no aguantaron más. Extraje las
llaves de la caja fuerte, abrí un cajón de mi escritorio y saqué un pequeño
revólver. Era una decisión desesperada y, según sospeché, completamente inútil,
pero de alguna manera había que hacer frente a la situación, si no quería
que la indecible angustia de aquel gemido acabase volviéndome loco. Guardé el
revólver, empuñándolo, en el bolsillo de la chaqueta, y me encaminé a la
recepción para pedir al conserje que me acompañara a la 231.
Richard, el anciano conserje, estaba en su puesto
muerto de miedo. Saludó la aparición del señor Atkins como si se tratara de un
arcángel celestial: «Gracias a Dios que está usted despierto, señor. Creí que
no podría soportarlo. Esta parece ser una noche especial, ¿verdad? Los gritos
son más fuertes que nunca».
-En efecto, los gemidos se habían convertido en
auténticos gritos, aunque su volumen no llegaba a ser lo bastante alto como
para despertar a todo el hotel. Richard debió leer en mis ojos la determinación
que había tomado, puesto que con apenas un hilo de voz me dijo: «No irá
usted a subir, ¿verdad, señor?» «Sí, Richard -repuse, es absolutamente
necesario. Y quiero que usted me acompañe». Tendría que haber visto, inspector,
la cara de espanto del pobre Richard cuando le pedí que subiera conmigo. Se
negó en rotundo y de nada sirvieron mis amenazas. Tuve que subir solo y
soportar los lamentos igualmente odiosos: el que procedía de la 231, y a mis
espaldas, el histérico Richard instándome por todos los santos a que desistiera
de mi descabellado empeño. Volví la cabeza y le dije que, a partir de ese
momento, se considerara despedido. Pero Richard seguía insistiendo, con la
garganta atenazada por el terror, en que regresara y no cometiera semejante
locura.
La pipa del inspector Blunt parecía un pequeño
Vesubio a punto de entrar en erupción.
-Nunca podrá imaginarse el enorme esfuerzo que me
costó subir peldaño a peldaño aquella escalera. Porque, a cada nuevo paso el
inadmisible sonido, aumentando su intensidad, se pegaba persistentemente a mis
oídos como un beso del Diablo. Nada pude hacer para dominar el temblor de mis
piernas. Apretaba con fuerza la pistola, empapada con el sudor de mi mano, y me
decía a mi mismo que, fuese lo que fuese aquello que provocaba el gemido,
habría alguna forma de acabar con él... Lo angustioso era no saber cuál podría
ser esa forma.
Dejando atrás la escalera, el señor Atkins caminó
lentamente por la oscuridad del pasillo en dirección a la habitación 231, sobre
cuya puerta parpadeaba apenas la mortecina luz de una pequeña bombilla. El
miedo despertaba con violencia todos sus sentidos, y las vibraciones de aquel
sonido espantoso, ahora ya tan cercano, parecían habérsele incrustado en el
corazón. Con toda la mente concentrada en tales vibraciones, comprobó ahora que
estaban modulan-do de distinta forma hasta acabar pareciéndose a largos y
siseantes estertores. Estaba tan despierto que el ruido de un mosquito le
hubiera producido el mismo impacto que una explosión de dinamita. Por eso se le
cortó súbitamente la respiración cuando, a sus espaldas, escuchó un sonido cuya
imprevista irrupción no le dio tiempo a identificar. Se volvió rápidamente y
tuvo que enfrentarse con el perfil de una larga sombra que avanzaba por el
pasillo. El corazón le dio un vuelco al tiempo que su mano se crispaba sobre la
pistola...
-¡Santo Dios! Era el bueno de Richard, quién
finalmente había optado por no dejarme solo y estuvo siguiéndome sin que me
diera cuenta. Me indicó con un gesto que no me alarmara y seguidamente llevó su
dedo índice a sus labios, tan asustado y tembloroso como un flan, y componiendo
con ello una buena figura tan grotesca que si las circunstancias hubieran sido
otras me habría echado a reír. Pero allí estábamos los dos, frente a la puerta,
empuñando yo la pistola con una mano y la llave con la otra, sin saber qué
hacer con ninguna de las dos, mientras el rostro de Richard había pasado de una
palidez de cera a un inquietante tono casi verdoso que el miedo se complacía en
estamparle, perlándole además la frente con multitud de minúsculas gotas de
sudor frío... Debo confesarle que a pesar del dramatismo del momento, una parte
de mi aterrorizado ánimo se conmovió por aquel gesto final de acompañarme, con
el que Richard demostraba una inesperada solidaridad...
De pronto el estertor se convirtió en un grito
agudo, cortante, similar al que provoca en ocasiones una muerte violenta, y a
continuación reinó un silencio absoluto sobrecogedor. Pero por poco tiempo,
porque al cabo de un rato fue seguido por un estrépito indescriptible, sin duda
producido por el desplazamiento y caída simultánea de todos los muebles de la
habitación.
-Entonces actué como un autómata, inspector. Porque
de buena gana hubiera echado a correr pasillo adelante y no parar hasta llegar
a la calle. En vez de eso, introduje la llave en la cerradura y abrí la puerta,
no sin antes cerciorarme de que, a pesar del ruido producido, ningún cliente
daba señales de vida. Borrachos como cubas debían estar todos para no haberse
dado cuenta.
Renqueó suavemente la puerta al abrirse. La pequeña
bombilla de la entrada apenas mitigaba la casi completa oscuridad del interior.
Richard se aferraba tenazmente al brazo izquierdo del señor Atkins en un
desesperado intento de evitar el desmayo. El señor Atkins, sin soltar la
pistola, se atrevió a introducir en la oscuridad el mismo brazo que sujetaba el
conserje hasta que sus dedos alcanzaron el obturador de la luz. Cuando al fin
logró encender, el espectáculo que se ofreció a sus ojos les dejó atónitos: las
puertas del armario giraban todavía sobre sus goznes, las ventanas estaban
abiertas de par en par, los cuadros se habían desprendido de la pared, las
camas, desplazadas de sus lugares adecuados, aparecían deshechas, con las
sábanas hechas girones... Y no había nadie.
-No había nadie, inspector. ¿Comprende? No había
absolutamente nadie. Era comprensible que Richard acabara desmayándose. Yo
mismo no sé como podía soportarlo.
La pipa del inspector Blunt soltó por su cazoleta un
grandioso chorro de humo, como la cola de un efímero e improbable cometa.
-No había nadie -insistió Atkins.
Puede creerme:
nadie en absoluto.
-Le creo, señor Atkins, le creo. Pero sigo sin
comprender por qué quiere que sea exhumado el cadáver de la señorita Watts.
-¿No lo entiende? Creo que está bastante claro. A la
vista de los extraordinarios acontecimientos ocurridos en el Amsterdam, sólo
podemos pensar que Mary Watts no se suicidó, sino que fue asesinada. Está
además el hecho de que, por muy masoquista que sea, nadie se suicida
ahorcándose con una cuerda de violín. Los hechos paranormales de la habitación
231 podrían tener su raíz en la enorme tensión emocional que sufrió el
psiquismo de la señorita Watts al saberse víctima de un asesinato tan horrible,
y es muy posible que un minucioso examen de su cuerpo pueda establecer alguna
pista segura para dar con el asesino... Francamente, inspector Blunt, yo no creo
en los espíritus. Pero si creyera en ellos, no dudaría en afirmar que Mary
Watts nos está pidiendo venganza desde otro mundo.
La pipa del inspector Blunt, exhausta, abandonó su
boca y fue a encontrar un merecido descanso sobre la mesa. Su propietario
compuso un gesto de conmiseración y trató de consolar al atribuido señor
Atkins.
-Por si le sirve de algo, le diré que su historia me
parece desusada, pero no inverosímil. Scotland Yard sí cree en los espíritus,
sobre todo cuando están dispuestos a colaborar eficazmente con la policía. De
hecho, hemos contratado a videntes (de forma extraoficial, claro está) en
ciertos casos difíciles. Y casi siempre han dado buenos resultados. Pero me
temo que la pobre opinión de un pobre inspector de policía no le servirá de
mucho en esta ocasión. Se necesita un mandamiento judicial para ordenar el
levantamiento de un cadáver. Y no creo que, con los datos que usted aporta,
pueda convencer a ningún juez. Por otra parte, el forense ya realizó la
autopsia, y no encontró en el caso de Mary Watts otras señales que las propias
de una muerte por asfixia. Si fue asesinada, el asesina se cuidó muy bien de no
dejar ninguna huella. No quedó más remedio que aceptar la tesis del suicidio...
El caso está cerrado, señor Atkins, y mucho me temo que no haya nada que hacer.
-Pero todo lo ocurrido en la habitación 231...
-Usted mismo ha dicho que no encontró a nadie en esa
habitación. Lamentablemente, nosotros sólo podemos ocuparnos de los delitos
cometidos por personas vivas. Las otras están completamente fuera de nuestra
jurisdicción. Créame que lo siento muy de veras, pero en este caso no podemos
ayudarle... Aunque, si me permite que le dé un consejo...
-Diga, diga...
-¿Por qué no prueba a cambiar la cerradura? Ya sé
que es una prueba demasiado simple, tal vez. Y desde luego, nada
parapsicológica. Pero le aseguro que, en ocasiones, ha dado muy buenos
resultados.
«Quizá tenga razón después de todo», pensó Atkins
desilusionado por la entrevista, aunque contento por no tener que soportar ya
más el poco soportable aroma de la pipa del inspector Blunt. Pero le daba miedo
tener que regresar al hotel con las manos vacías.
Londres fumaba su smog de cada tarde a grandes
bocanadas, y los primeros faroles encendidos, envueltos en la espesa neblina,
presagiaban una densa noche de otoño. Camino de su hotel, Atkins se encontró
con muy pocos transeúntes, pero todos ellos, con toda probabilidad, creían en
fantasmas, a juzgar por el paso rápido y el aire receloso de sus miradas,
incapaces de traspasar la niebla más allá de su nariz. Y la noche hacía crecer
en las esquinas su inexorable oscuridad.
Al doblar una de ellas contempló la vetusta mole del
Hotel Amsterdam, difuminada por las crecientes sombras del ocaso. La historia
del presunto fantasma se había extendido lo bastante como para que sólo unos
pocos clientes, poco supersticiosos o ignorantes de la misma, se albergaran en
sus rancias habitaciones en los últimos tiempos. Todas las que daban a la
calle tenían cerradas sus ventanas salvo la 231, cuyo inexplicable desorden,
del que él mismo fue testigo, había sido respetado. Los blancos visillos de
aquella habitación maldita tremolaban sobre una pared que la vejez y la
polución habían embadurnado de negro, y el contraste entre ambos colores
resultaba más evidente a causa de la escasa luz. Atkins no dejó de advertirlo,
concentrando su atención en la ventana abierta.
Y de pronto, durante el tiempo de una exhalación,
creyó haber visto tras la ventana la imagen borrosa de una mujer. Sobrecogido,
sospechó que aquella visión fugaz no podía ser sino un subproducto de la
tensión nerviosa, pero una furia irracional se desparramó por sus venas y la
adrenalina golpeó despiadadamente su corazón.
-«¡Maldita, maldita!»
La figura entrevista volvió a cruzar la ventana,
pero esta vez tan despacio como para que el señor Atkins, sobre cuya mente se
posó la furia como una nube roja, pudiera contemplarla en todos sus detalles.
El espanto que le producía su cuello ensangrentado, el inusitado brillo de sus
ojos y de sus dientes, la torva expresión de angustia que reflejaba aquel
rostro desencajado cuya mirada, cargada de odio, no se apartaba de la suya
propia, todo ello actuó en su ánimo como un revulsivo. Completamente fuera de
sí, cruzó la calle, atravesó el hall y subió la escalera a grandes zancadas.
Richard, el conserje, contempló atónito cómo el señor Atkins corría escaleras
arriba con la cara congestionada y los ojos en blanco, pero el señor Atkins no
se dio cuenta de su presencia, obsesionado por la insana idea de acabar como
fuera, de una vez para siempre, con aquella espantosa pesadilla.
Richard corrió tras él, pero no pudo alcanzarlo. Le
escuchó farfullar unas palabras incomprensibles y se asombró al comprobar cómo
un hombre ya entrado en años pudiera remontar las escaleras con tan pasmosa
celeridad. Al llegar al rellano del primer piso desistió de perseguirle a tanta
velocidad. Se apoyó en la baranda, resollando mientras recuperaba fuerzas, y
escuchó cómo el señor Atkins, en el piso de arriba, derribaba a golpes la puerta
de la habitación 231.
-¡No lo haga, señor Atkins, no lo haga!
Y olvidándose de sus muchos años, el viejo Richard
Perkins subió también las escaleras que le faltaban como una liebre. Vio la
puerta derribada de la habitación, al final del oscuro pasillo, y percibió la
agitada voz del señor Atkins envuelta en un aullido inconfundible.
-¡Sal de ahí, maldita, engendro del Diablo!
El aullido resonaba ahora en el pasillo en un tono
desgarrador, ahogando con creces los gritos del señor Atkins, y Richard tuvo
miedo de seguir adelante. Volvió a escuchar el ruido de los muebles
desplazándose, y un frío mortal recorrió su espalda. Paralizado por el terror,
pudo oír todavía cómo el señor Atkins profirió un grito seco, inarticulado, un
último grito que dejó paso al silencio. Al cabo de una rato se atrevió a
llamarle por su nombre, pero nadie contestaba. Ni una maldita mosca se
escuchaba más allá de la puerta derribada.
Cuando al fin logró reunir los arrestos suficientes
para traspasar el umbral de la habitación, todavía llegó a tiempo de ver un
ligero movimiento en las puertas del armario. El señor Atkins no estaba allí, y
Richard huyó despavorido, temeroso de que también a él se lo llevaran los
espíritus sin dejar rastro.
Si en vez de huir hubiera tenido el valor de
acercarse a la ventana abierta, hubiera descubierto que abajo, en la calle, se
encontraba el cuerpo sin vida del señor Atkins, bañado ya por un gran charco de
sangre.
999. Anonimo,
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