Erase un poderoso
emperador bastante vanidoso y tan necio que necesitaba de las alabanzas de sus
cortesanos y súbditos como del pan de cada día. En tal situación, el
emperador traía a su sastre por la calle de la amargura.
-Tienes que hacerme algo
nuevo y original que cause admiración -exigía.
El pobre sastre ya no
sabía qué inventar. Suerte que los cortesanos alababan mucho todas sus
creaciones. Contando con la hipócrita adulación de éstos, un día en el que ya no
sabía que hacer, se presentó ante el emperador con las manos vacías y dijo:
-¡Señor! Os traigo un
traje de tela riquísima y especial que sólo pueden verlas personas realmente
inteligentes. Y como vos lo sois, decidme, ¿qué os parecen la tela, la hechura
y el color?
El emperador, puesto en
un aprieto, se mordió los labios. Pero como no quería pasar por falto de
inteligencia, lo alabó. El sastre le vistió el inexistente traje entre
admiraciones y el pobre soberano, al mirarse en el espejo, no vio más que su
ropa interior. Aseguró, sin embargo, que el traje era maravilloso. Por fin, se
decidió a presentarse ante sus súbditos que, fieles a su costumbre, alabaron
exageradamente el rico atavío de Su Majestad Imperial. Y como era día de
fiesta, el soberano tuvo que encabezar el cortejo, ataviado únicamente con su
ropa interior.
Observó, al atravesar
las calles, que las gentes reían con disimulo y le entró cierto temor. Por
último, al llegar al estrado donde se alzaba el sillón del trono, un pastorcillo
se rió sin el menor disimulo.
-¡Ven aquí y dime el
motivo de tu risa! -exigió el monarca.
El pastorcillo, franco y
noble, desconocedor de la hipocresía y la adulación, respondió:
-Me río, señor, porque
estáis en ropa interior.
-Llevo un magnífico
traje que sólo pueden apreciar las personas inteligentes -explicó él con
dignidad.
Entonces se le ocurrió
mirar a su primer ministro y le vio enrojecer. Exigió bajo severo castigo que
le dijesen la verdad y el alto cortesano aclaró que, en efecto, Su Majestad se
encontraba en ropa interior.
Avergonzado de su
vanidad, el monarca echó de su lado a los aduladores y durante el resto de
sus días conservó a su lado, como consejero, al humilde pastorcillo cuya
virtud era decir la verdad, base de toda sabiduría.
999. Anonimo,
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