Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 23 de agosto de 2012

En el castillo de la hechicera


Hans, el apuesto cazador, después de un tiempo, divisó un hermoso castillo y en él solicitó albergue por aquella noche.
Le abrió una criada y al saber lo que necesitaba, le llevó a presencia de su ama, una joven y hermosísima muchacha. Con ella se hallaba una mujer de aspecto siniestro que cuidaba de la joven.
-Podéis pasar aquí la noche y quedaros varios días a descansar -dijo la hermosa joven.
La mujer, que era una hechicera, observaba al cazador y cuando se retiró a descansar, dijo a Griselda, la muchacha:
-He leído en los ojos de ese muchacho que guarda un secreto. Tenemos que descubrirlo.
Atisbando por el ojo de la cerradura, la hechicera vio el manto y la pluma que el joven guardó con todo cuidado bajo su almohada.
-Tenemos que arrebatárselo -dijo a la muchacha. Esto es cosa de mi prima, la Hechicera Bondadosa, que se los ha regalado. Y precisamente, esos dos objetos los he querido siempre yo. Harás cuanto te voy a decir, Griselda.
La muchacha asintió, pero no pudo evitar enamorarse del joven cazador. Y éste, de ella.
Siguiendo los consejos de la hechicera, la joven solicitó de Hans que subiera a la montaña en busca de las piedras preciosas que allí existían. Y como estaba enamorado de ella, accedió encantado; desplegó su manto y los dos llegaron a la montaña y llenaron un cestillo con los maravillosos diamantes, después la muchacha le hizo beber un vino que contenía los narcóticos que la hechicera le había entregado. En cuanto se durmió, la joven desapareció con los diamantes, el manto y la pluma.

Los gigantes de la montaña

Griselda, apenada, pues amaba a Hans regresó al castillo, donde la hechicera la recibió alegremente.
-No seas tonta. Ahora serás rica y poderosa -dijo la bruja.
Mientras tanto, cuando Hans despertó, empezó a caminar de un lado, pero no encontraba la salida de la montaña.
-¿Estaré prisionero aquí para toda la vida? -se preguntaba.
Y de pronto, a lo lejos divisó a tres gigantes caminando hacia él. Se apresuró a esconderse y, cuando pasaban cerca, uno dijo:
-Nadie sino nosotros sabe el secreto de esta montaña. Si se sube a la cima, una nube te saca de ella.
En cuanto desaparecieron, Hans se dio buena prisa a trepar por una resbaladiza pared. Varias veces estuvo a punto de caer, pero logró llegar a la cúspide. Inmediatamente, una nube descendió y Hans se apresuró a encaramarse en ella.
Poco después, la nube descendía sobre un huerto y el muchacho echaba pie a tierra, contento por haberse salvado y triste por la traición de Griselda.

Las lechugas prodigiosas

Una vez en tierra, Hans se dio cuenta del hambre que tenía y se llevó a la boca lo primero que encontró y era una lechuga. Le supo riquísima, pero notó algo extraño. ¡Y tan extraño! ¡Como que se había convertido en borrico!
La desesperación le dominó; pero considerándolo todo perdido, se le ocurrió comer una segunda lechuga.
¡Qué alivio! Volvió a recobrar su forma humana. Durante unos instantes se entregó a la reflexión. Luego, arrancó una lechuga de cada clase y, disfrazado de mensajero real, se presentó en el castillo de la hechicera.
La criada que le abrió la puerta no le reconoció y le llevó a presencia de su ama. Griselda, pensando en su traición con dolor, no se fijó mucho en él. La hechicera preguntó al mensajero:
-¿Cuál es el encargo que lleváis al rey, buen hombre?
-Le llevo una lechuga prodigiosa, señora, con la que siempre será feliz.
-En tal caso, me gustaría probarla.
El falso mensajero entregó una hoja a la hechicera y otra a Griselda. Como en aquel momento entrase la criada, le hizo probar una tercera hoja.
Inmediatamente, Hans vio a las tres mujeres convertidas en borricos. Tomó las riendas de los animales y se dirigió con ellos hasta el molino y el molinero compró a los tres borricos a bajo precio y se dispuso a hacerles trabajar:
-¡He hecho buen negocio! -se dijo.

En busca de los bienes perdidos 

En seguida, Hans se dirigió al castillo, dispuesto a buscar su manto y su pluma. Revolvió el castillo de arriba abajo, pero no dio con ninguna de las dos cosas.
Varios días después, alguien llamó a la puerta.
-Toc... Toc...
-¿Quien llama?
-Soy él molinero.
Y luego que hubo entrado dijo:
-Señor, creo que me vendiste unos burros poco resistentes. Al más viejo lo puse en la noria del molino y se ha muerto y los más jóvenes se han quedado en los huesos y no sirven para nada.
-Está bien. Toma tu dinero y me llevaré los burros jóvenes.
Hans sentía remordimientos de haber castigado a la criadita, que no tenía culpa y decidió darle a comer de la lechuga que desencantaba. A Griselda, aunque seguía amándola, no quería desencantarla, pues la consideraba traicionera y malvada.
Cuando el burro en que se había convertido la criada comió de la lechuga, la muchacha recobró su forma humana.
-¿Por qué hicisteis eso, señor? -preguntó dolida.
-Porque esas malvadas mujeres me traicionaron.
-Mi ama Griselda no, señor. La hechicera sí, que era muy mala. Las dos le teníamos tanto miedo que hacíamos cuanto nos ordenaba. Pero os aseguro que mi ama os amaba y regresó a casa muy triste y llorando.
Hans se apresuró a entregar la lechuga prodigiosa al huesudo borrico.

Lo que es de la mujer es del marido

Hans se había quedado contemplando a Griselda con severidad en cuanto ella recobró su forma de mujer.
-Una mala acción -le dijo, nunca tiene excusa, ni siquiera cuando se realiza por temor.
Tanto lloró Griselda y tanto suplicó su perdón, y la criada con ella, que el joven se enterneció. No en balde la seguía amando.
-Está bien -concedió Hans. Olvidemos lo sucedido, pero no me vuelvas a engañar.
Las lágrimas se secaron en los hermosos ojos de la muchacha y Hans dijo:
-¿Quieres casarte conmigo?
-Sí, pero antes te devolveré algo que es tuyo y también mío, pues lo que es del marido es de la mujer.
Bajo un árbol del jardín, estaban escondidos el manto y la pluma. Sin otro equipaje que ambas cosas, la pareja marchó a casa de los padres de Hans donde fueron recibidos con mucho gozo y mucho cariño. Se casaron y fueron muy dichosos, y nunca les faltó lo necesario con el manto y la pluma.

999. Anonimo

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