No había, aparentemente, motivo alguno para
preocuparse, ningún signo concreto que pudiera inspirar temor. Pero la angustia
crecía poco a poco en mi pecho, aceleraba los latidos del corazón y los pulsos,
bien a mi pesar, comenzaban a repicar en el campanario de mi garganta. Con gran
dificultad soportaba esa angustia porque sabía que sus raíces se hundían en un
plano incontrolable de la realidad. La experimentaba, al inhalar aquel ambiente
tenebroso, como una insidiosa y multiforme garra que estuviera arañando mis
pulmones. Yo era el primer ser humano que se había atrevido a penetrar en la
cripta donde, cinco años atrás, había sido enterrado el conde de Crèvilles.
Intuía que un secreto terrible se escondía detrás de su extraña muerte; y
también presentía, de alguna oscura forma, que un hecho espantoso, revelador,
fulminante, podía estar a punto de suceder.
Quise asumir esa angustia, enfrentándome al
lacerante silencio del subterráneo, por las razones que luego aduciré. Estaba
convencido de que, si lograba descubrir la causa de las anormalidades que se
manifestaban en el castillo, tal vez descubriría igualmente el modo de
neutralizarlas. Por eso me había decidido a realizar una experiencia de
carácter psicofónico. Y ello, pese a que albergaba serias dudas sobre la
efectividad de semejante método.
El magnetófono no reproducía, al
principio, otra vibración que su propio ruido de fondo. Pero al ponerlo en
marcha, y de la misma forma que actúa un reflejo condicionado, comenzó a
funcionar en mi cerebro, alimentado por el helado fuego de la angustia, una
especie de doloroso receptor extrasensorial. Fue así como escuché o creí
escuchar (con los oídos del alma, si ello fuera posible) susurros incoherentes
aunque de lúgubre significado. Ecos escalofriantes emitidos desde una esfera
ajena al tiempo, pero tangente como el angustiante presente que estaba
viviendo: como si una entidad real, aunque no perceptible con los sentidos,
dictase directamente a mi masa encefálica su ominoso mensaje. Hubiera percibido
con toda claridad ese mensaje si mi resolución fuera más firme y mi ánimo más
templado. Pero la tensión y la repugnancia me hicieron conside-rarlo como un
producto de mi descontrolada imaginación. Y quise creer, aunque no lo logré del
todo, que así fuera en realidad.
Sobre la naturaleza de ese mensaje diré que eran
sólo amagos de palabras: vocales arrastrándose penosamente como sobre un
soporte de mármol. Palabras de ambigua consistencia a las que imagino (para dar
una idea al lector de la índole de mis sensaciones) proferidas por una boca
que, desprovista de la tibia caricia de sus propios labios, quisiera expresar
las horrendas elucubraciones de un cráneo vacío... Tiemblo, tiemblo todavía al
recordarlo, porque todavía está podrida la huella que esos «sonidos» sin
vibración dejaron en mi memoria. Dos vocales, la E y la
I , resonando persistentemente en el interior de mi cabeza
como sendos arañazos repetidos hasta el delirio. Adiviné que esas palabras
habían sido pronunciadas en los imprecisos límites de la muerte; que resonaron
(¿hasta cuándo?) en la mente de un hombre después de que su cuerpo hubiera
dejado de respirar. Y también descubrí, por un efecto de resonancia psíquica,
de qué modo experimenta el ser humano la muerte: como un incontenible y
silencioso alarido que surge de nuestras propias entrañas.
Me estremecí, pese a que nada inquietante había
escuchado todavía. Las pilas de la linterna empezaban a gastarse. En consecuencia,
era cada vez más densa la oscuridad que me envolvía. Lo que hacía que me
sintiera como un feto vivo sepultado en el vientre de un cadáver. La humedad
que rezumaban las paredes de la angosta cripta, su aire enrarecido y mohoso,
el penetrante olor a tierra descompuesta, contribuían a incrementar esa repulsiva
impresión. Sentado sobre la frialdad de mármol que cubría el cadáver, una losa
sin inscripción alguna, mi sobreexcitada atención, estaba pendiente al menor
signo, ilusorio o real, de peligro.
Si otro sentimiento más fuerte no me lo hubiera
impedido, con qué placer hubiera abandonado en esos momentos la cripta y el
castillo, con que alegría habría huido de la espantosa atmósfera que subyugaba
a sus habitantes. Maldije, una vez más, el generoso, aunque desgraciado impulso
que me llevó hasta allí. Porque cerca, tan cerca que casi se convertía en una
impresión cenestética, alguna entidad organizada, aunque impalpable, parecía
estar reproduciendo para mí el supremo horror de la agonía. Quise cerciorare de
algo tan obvio como que me encontraba físicamente solo. Miré alrededor con ojos
extraviados, sabiendo que mi soledad era nada más que física. Las sombras
seguían espesándose por encima de la losa donde estaba apoyada la linterna,
sobre las retorcidas formas que el salitre imprimía a los muros, y comenzaban a
deslizarse bajo mis pies.
De pronto escuché, con insoportable lucidez, un
ruido sordo, continuo, difuso, que no parecía proceder de ninguna dirección
determinada. Tuve un fortísimo sobresalto e inmediatamente me levanté de la
losa, dispuesto a escapar de aquella lúgubre trampa. Pero suspiré aliviado al
advertir la causa. Era que arriba, en el exterior, comenzaba a llover
violentamente. Como si la naturaleza se rebelase, furiosa, porque yo estuviera
a punto de arrebatarle, con mi experimento, el más alucinante de sus secretos.
Aunque apenas si llegaban hasta mí, a través de la tierra, apagados ecos de su
ira.
Sobre la losa sepulcral, junto a la linterna, había
colocado yo un sofisticado magnetófono japonés. Disponía de un micrófono de
cuarzo de asombrosa sensibilidad y una cinta de una hora de duración. Lo había
puesto en funcionamiento minutos antes de las siete de la tarde. Hora en que
había muerto, al parecer, Antonie de la Fourcade , último conde de Crèvilles. Luego
abandoné la cripta para que ninguna otra vibración sino las emanadas del
recinto cerrado pudiesen grabarse en la cinta. En el caso, naturalmente, que
tales vibraciones llegasen a producirse. Sobre semejante posibilidad, como he
dicho al principio, albergaba serias dudas. A pesar de las cuales regresé para
rebobinar la cinta pasadas las ocho. Es decir, cuando había finalizado con
creces su recorrido. He de advertir que ese día, catorce de mayo, se cumplían
exactamente cinco años desde que el conde, según se presumía, dejó de existir.
¿Dejó de existir...? Yo me encontraba solo, inmóvil, sentado frente al
magnetófono, y de ningún modo quería plantearme esa pregunta. Pero sé
positivamente que trataba de retener la respiración mientras escuchaba el ruido
de fondo del aparato y el triste susurro de la lluvia sobre mi cabeza.
Nada extraordinario sucedió de inmediato. Sin que
cediera un ápice me inquietud (amplificada por el hecho de saber que fuera de
la cripta «también» era ya noche cerrada), los ruidos combinados del mecanismo
y de la lluvia me provocaron un estado similar al trance hipnótico. Y recordé
una a una, como si fueran las imágenes de una película, todas las
circunstancias que me habían llevado hasta aquel maldito lugar.
Según los rumores que había logrado recoger, en el
castillo de Crèvilles estaban ocurriendo inquietantes acontecimientos. La verde
pujanza de mayo se mostraba en la comarca como una bendición, y el crecimiento
de los pastos auguraba un año venturoso para los campesinos. Pero la vegetación
del jardín que rodeaba al edificio se agostaba y secaba sin remedio. Y ello,
pese a que no faltase el agua. De acuerdo con las noticias de mi informante,
que había sido acogido por la hospitalidad de la condesa viuda, un aroma
dulzón, levemente fétido, invadía las rancias estancias del castillo. Los
criados habían huido en su mayor parte, asustados por lo que creían ruidos
anormales, como de seres reptantes; ruidos que procedían, según murmuraban
entre ellos, de la misma cripta del jardín donde estaba enterrado Antonie de la Fourcade. Fatigados
por los siglos, pero también por la imperdonable incuria de sus moradores, los
muros parecían a punto de desmoronarse. Los purulentos desconchados de la
fachada incidían en el ambiente de desolación y abando-no; y la sombra de un
vago, pero palpable terror, recorría las macilentas estancias al atardecer y
aumentaba en la oscuridad de rincones y pasillos al llegar la noche.
Todo aquello había afectado tanto a mi amigo que
buscó un pretexto cualquiera para huir del castillo cuanto antes. Pero con
estos datos que me proporcionaba tan poco tranquilizadores, lo eran mucho menos
aquellos que hacían referencia, tanto al estado de Cécille de la Fourcade , su hija, como
el de la propia condesa. Madeleine, en efecto, parecía haber limitado al mínimo
indispensable los contactos con la realidad. Sus enfermizas inclinaciones al
misticismo, manifestadas por primera vez a raíz de la muerte del conde, se
habían exacerbado hasta el punto de afectar tanto a su equilibrio fisiológico
como a la proverbial entereza de su carácter. Apenas comía, recluida casi por
completo en sus habitaciones. Y durante la estancia de mi amigo había reducido,
aunque sin traspasar las fronteras de la descortesía, sus deberes de
anfitriona. Al parecer se pasaba la mayor parte del tiempo rezando, según se
deducía del bisbiseo, los gemidos y las apagadas palabras que podía escuchar
cualquiera que pasase, tanto de día como de noche, frente a la puerta de su
dormitorio. Mi amigo la había visto enflaquecida hasta lo indecible, y en un
estado de ánimo que oscilaba entre la desdeñosa indiferencia por la vida y un
desasosiego tan angustioso que acababa trasluciéndose en miradas huidizas, en
incontrolables gestos de espanto ante presencias que, por no manifes-tadas,
cabría calificar de imaginarias.
En cuanto a Cécille, la hija de los condes, su
apariencia hubiera despertado la compasión de las piedras. Comparando la
descripción de mi amigo con la imagen que yo conservaba de ella (pues la había
visto por última vez meses antes de la muerte de su padre), confieso que estuve
a punto de que se me saltasen las lágrimas. Tenía, la última vez que la vi,
diecisiete años; y lamenté yo no tener diez menos para enamorarla sin
avergonzarme. Era uno de esos raros especímenes que muy de tarde en tarde
produce la raza humana en su afán por acercarse a los dioses. La magia de sus
ojos azules, del dulce dibujo de su boca, evocaban los huidizos escorzos de un
pintor prerafaelista. Su cuello me fascinaba de manera particular. Podría
decirse que hería de amor, pues era esbelta como un búcaro y sus contornos
participaban de esa cándida naturaleza que sólo puede encontrarse en los seres
vegetales. Tenía los cabellos largos, rubios y suavemente ondulados. Mil veces
había deseado yo hundir mis dedos en esa cascada. Pero, sobre todo, era la
expresión de su semblante lo que con más fuerza atraía, y aún turbaba, a la
mayoría de cuantos tuvimos la fortuna de conocerla en aquella época. Quien haya
gozado de la placidez de la luna llena emergiendo de un mar en absoluta calma,
sabrá qué sentimientos inspiraba aquel rostro armonioso, cálido y pacífico,
donde la inocencia era transparente.
Según deduje de la descripción de mi amigo, esa paz
había sido emponzo-ñada por una espantosa tormenta. Pero no pude constatarlo
cuando, movido por la compasión a madre e hija, decidí que mi presencia en el
castillo podría tal vez mitigar la morbosa melancolía de una y otra. Su madre
me alegó que Cécille no estaba en condiciones de ver a nadie por encontrarse
enferma, aunque sin especificarme que tipo de enfermedad padecía.
Fui recibido por la condesa con inesperada frialdad;
lo que contrastaba con el gran aprecio que siempre me había profesado. Bien es
verdad que desatendí mis deberes de amistad con los condes en los últimos
tiempos, afanado quizás en exceso por ciertos negocios y especulaciones que me
hicieron olvidar otros afectos. Pero no creía merecer yo semejante hielo de
quien había sido, hasta su muerte, íntima amiga de mi madre.
Sin embargo, no me afectó tanto la desdeñosa
frialdad de la condesa como comprobar hasta qué punto se acercaba a la verdad
sobre cuanto de ella había dicho mi amigo. La vi delgada, macilenta, vestida de
cualquier manera y con el lamentable aspecto de quien siente un desprecio hacia
sí y hace extensivo ese desprecio hacia los demás. Observé algo tan inaudito en
Madeleine como que sus uñas estaban sucias. Igualmente insólito en ella era que
sus cabellos se encontraban revueltos, amén de encanecidos y despoblados hasta
el punto de que se traslucía todo el contorno del cuero cráneo. Mi primera
impresión, al ver la forma hierática con que bajaba las escaleras del salón,
fue que tendría que vérmelas con su propio espectro: un triste aspecto carente
de la elegancia y la dignidad que Madeleine había tenido en otros días. A
través de sus ojeras desmesuradas descubrí por qué en el castillo reinaba el
desorden y la suciedad.
Apenas crucé con ella unas palabras. Tras
comunicarme la difusa noticia de la enfermedad de su hija me ofreció su
hospitalidad sin calor alguno, advirtiéndome que podía hacer en el castillo
cuanto quisiera salvo subir a las habitaciones del piso superior, donde se
encontraba la enferma y la propia Madeleine. Me indicó que allí entregaba la
mayor parte del tiempo a sus oraciones y que de ningún modo quería ser molestada.
Podía, en cambio, disponer a mi antojo del resto del edificio, así como de los
servicios de Pierre, el mayordomo. Yo retenía a duras penas en la boca multitud
de preguntas, pero no pude formularle ninguna. Cuando quise hacerlo me cortó en
seco:
-No quiero saber nada, nada... También yo estoy
enferma. Moriré pronto... Eres un viejo amigo de la familia y debes
considerarte en tu casa. Pero quiero estar sola. Te ruego que no nos importunes
a mi hija ni a mí.
Su extraña actitud me dejó estupefacto. Ella lo advirtió
y por toda respuesta dejó traslucir en el fondo de sus ojos inquietos un oscuro
paisaje de horror y desolación. Tanto, que no me animé a explorar ese paisaje y
bajé la mirada. Quizás esa pequeña cobardía hizo que mi persona dejara de
suscitar en ella, de pronto, el menor interés. O tal vez, acuciada por alguno
de sus fantasmas interiores, no tuvo más remedio que entregarse a la
fascinación del delirio. El caso es que sus ojos se nublaron, giraron en
redondo con una mueca atroz, y, como hablando para sí misma, a media voz, creí
entender que se dirigía a su difunto marido.
-Esta noche no... ¡No esta noche, Antonie...! ¿Hasta
cuándo lo soportaré?... Romperé los lazos... ¡Te juro que romperé los lazos...!
Luego hizo la señal de la cruz varias veces, apresuradamente,
y durante unos segundos se quedó mirando, con odio inmenso, a un punto
indeter-minado del salón, situado a mi izquierda. Antes de que me diera tiempo
a reaccionar (aunque tampoco sabía cómo hacerlo) subió las escaleras
desmañadamente, como un autómata que tuviera roto los resortes. Poco después
Pierre y yo escuchábamos el ruido de la puerta del dormitorio de la condesa al
cerrarse. El mayordomo, pálido y tieso como un palo, estaba acostumbrado, por
deformación profesional, a no dejar traslucir el más leve indicio de sus senti-mientos.
Pero en aquella ocasión, y una vez que la condesa hubo desaparecido, vi como
asomaba una gota en sus ojos enrojecidos.
-¡Perdóneme
el señor! ¡Perdóneme...! Ya soy el único que queda en la casa. Tantos años a su
servicio, y ahora... No puedo dejarlas solas. Mis sobrinos me escriben
continuamente, diciéndome que vaya a vivir con ellos. ¡Si supieran lo que está
pasando!
Le rogué que hablara en voz baja, por si la condesa
o su hija pudieran oírle.
-Señor, le pido disculpas. Pero descuide que no nos
oirán. ¡Ojalá pudieran oírnos! Están en otro mundo. ¡Le aseguro que están en
otro mundo!
Le invité a salir conmigo al jardín, donde podríamos
hablar con más libertad. El viaje me había fatigado, y a la tensión del mismo
se unía la que me había dejado la escena con la condesa. Quizá debido a esa
misma tensión, es espectáculo del jardín muerto me produjo el efecto de estar
viviendo una pesadilla. Las ramas secas y retorcidas de los sauces parecían
dedos agarrotados que quisieran apresar en el aire un último soplo de vida. Por
el camino surgían multitud de raíces medio podridas que dificultaban el
paso. Hasta el límite de las tapias no se divisaba el menor signo de vida
vegetal o animal. Pera al otro lado se levantaba vigoroso un bosque de pinos.
El sol iniciaba su descenso y podía escuchar la sonora alegría de sus
habitantes. Ningún pájaro cruzaba, sin embargo, el cielo del jardín. Una
pequeña gruta artificial, mandada a construir por el conde, daba paso a la
cripta donde estaba enterrado. A su alrededor la desolación era, si cabe, mayor
que en el resto de aquel terreno extrañamente baldío. Pese a que el cielo se
encontraba despejado, sentía al respirar la misma opresión que precede a la
tormenta.
Formulé atropelladamente a Pierre las preguntas que
había querido dirigir a la condesa.
-Yo soy un hombre pobre, señor -me contestó-. Pero
nada es normal aquí que murió el señor conde. Soy un pobre hombre, le digo, y
no me atrevo a buscar una explicación. No me atrevo...
-Por el amor de Dios, Pierre. Dígame de una vez lo
que está pasando.
-¡Si yo lo supiera...! Pero hay ruidos, voces que
ponen los pelos de punta. Antes de morir, el señor conde hacía uno experimento
muy raros. No me he atrevido a pasar su laboratorio desde que murió, señor.
Pero si quiere, puedo dejarle la llave. Allí están las cosas más extrañas que
se pueda imaginar. Algunas noches parece que arañasen las paredes. Otras
escucho lamentos y crujidos... Puede estar seguro el señor de que no creo en
fantasmas. Pero he puesto un cerrojo en la puerta de mi cuarto. Y una imagen de
la Virgen a
los pies de mi cama. Le juro que me iría ahora mismo, como tantas veces me
piden mis sobrinos. Pero, ¿cómo dejarlas solas? ¿Qué harían estas pobres
mujeres sin mí?
-Me decía que no se atrevía a buscar una
explicación...
-¿Qué le puede decir un pobre viejo como yo? No sé
por qué razón, pero los condes, en los últimos tiempos, se odiaban. Se odiaban
a muerte... El señor conde dormía allí mismo, en su laboratorio. Y no le
dirigía la palabra a la señora condesa en todo el día. Ya sé que no debería
decirle estas cosas, señor, que mi deber sería guardar silencio. Pero quizás
estas confidencias le sirvan para ayudar a la pobre Cécille.
-¿Qué le ocurre a Cécille?
Antes de dar su respuesta, el viejo mayordomo exhaló
un hondo suspiro. Vi cómo de nuevo sus ojos enrojecían.
-El señor ha visto en qué estado se encuentra su
madre, la señora condesa. Yo creo, y espero que le señor sabrá perdonarme por
lo que digo, que la señora condesa se está volviendo...
-Sí, Pierre, se está volviendo loca; dígalo sin
miedo.
-Es usted quien lo ha dicho. Pero es una locura lo
que hace con su hija. Hace más de un mes que no veo a la señorita Cécille.
Todos los días dejo preparada la comida de las dos a los pies de la escalera,
la señora condesa recoge y sube la bandeja. Tampoco a mí me permite subir,
señor. Cualquiera podría decir... Y no soy yo quien lo dice, señor, lo podría
decir cualquiera... Que la tiene secuestrada. Como si quisiera protegerla... Le
ruego al señor que no me pregunte nada más. Creo que estoy hablando
demasiado...
Parecía haberse asustado de sus propias palabras, y
nada más le pregunté. Cuando regre-samos al castillo le pedí la llave del
«laboratorio», como llamaba Pierre a aquel cuarto desordenado. Había, en
efecto, una estantería repleta de potingues y recipientes de vidrio. Abrí uno
de ellos, al azar. Contenía un líquido negruzco, de hedor repugnante. Abrí otro
que olía todavía peor. Mis conocimientos de química son limitados, pero no lo bastante
como para no poder identificar un laboratorio convencional. Y ese no lo era de
modo alguno, sino que recordaba al gabinete medieval de un alquimista. Había
también un gran número de viejos libros en cuyas tapas apergaminadas se
acumulaba el polvo. La mayoría de ellos estaban escritos en latín, hebreo y
sánscrito. Por lo poco que pude descifrar y, sobre todo, por los escalofriantes
grabados que ilustraban algunos volúmenes, deduje cuál sería el tema que en
ellos se trataba. Magia negra, sin duda.
Me sorprendió que el conde hubiera dedicado los
últimos años de su vida (por lo que cabría deducir de aquel gabinete) a la
nigromancia. Jamás lo hubiera sospechado de un hombre de cultura enciclopédica
que se jactaba, además, de participar en las inquietudes del mundo
contemporáneo. Sí recordaba, sin embargo, que el miedo a la muerte constituía
una de sus más angustiosas obsesiones. Jamás consentía que se hablase de ese
tema en su presencia. Sospeché por ello que las morbosas aficiones que delataba
aquel gabinete le sobrevinieron cuando se enteró que padecía una enfermedad
incurable y que su fin estaba próximo. En el reducido cuartucho había también
una cama turca. A la cabecera, sobre una mesita de noche, se encontraba una
fotografía de Cécille, cuya dulce sonrisa contrastaba vivamente con el ambiente
enfermizo y malévolo que se respiraba en aquella habitación.
Pierre me confió posteriormente que Antonie de la Fourcade murió en esa
cama, y que su muerte fue desacostumbrada y extraña. Después de haber sostenido
una violenta discusión con la condesa, al parecer motivadas por ciertas
discrepancias acerca de la educación de su hija, se encerró en su «laboratorio»
con los ojos chispeantes de ira. Antes de hacerlo, sin embargo, habló con el
mayordomo en los siguientes términos:
-Voy a emprender un viaje, Pierre. Cuida de mi hija,
defiéndela de esa mala bestia, no dejes que su madre le contagie su locura. Y
prométeme que, pase lo que pase, no abandonarás el castillo mientras Cécille
esté en él.
Minutos después, mientras la condesa y su hija
permanecían en las habitaciones superiores, en mayordomo se acercó con sigilo a
la puerta del laboratorio. La agitación del conde era evidente. Escuchó sus
frenéticas zancadas, sus invocaciones incomprensibles, el entrechocar de vasijas
de cristal y el gorgoteo de un líquido en ebullición. Luego, la voz
entrecortada del conde, el apagado tono con que repetía, hasta convertirla en
un débil susurro, una sola palabra:
-Cécille, Cécille...
Aquello ocurrió entre las siete y las ocho de la
tarde. Al día siguiente, y en vista de que el conde no daba señales de vida,
tuvieron que derribar la puerta. El cuerpo yacía sobre la cama turca en
posición fetal, con los ojos cerrados. Pierre pudo observar la extraordinaria
circunstancia de que su mandíbula, al contrario de lo que ocurre con todos los
cuerpos visitados por la muerte, no estuviera caída.
Apenas si pude yo dormir aquella noche. Sabía que
Cécille se encontraba a escasos metros de mi cabeza, en el dormitorio del piso
superior, y me atormentaba el deseo de comprobar cuál era en realidad su
estado. Tentado estuve, mientras duró el insomnio, de burlar la prohibición de
la condesa y subir aquellas malditas escaleras. Estuve atento al menor ruido,
pero nada escuché. Cuando el cansancio pudo más que mi voluntad de permanecer
alerta, me sumí en un sueño ligero visitado por tortuosas pesadillas. Poco
antes de que clarease el alba del mismo día en que cinco años atrás murió
Antonie de la Fourcade ,
golpearon imperiosamente a mi puerta. Salté de la cama, con todo el sobresalto
que cabe imaginar, y encendí la luz. Al abrir me encontré a un Pierre pálido y
sudoroso, presa de una terrible agitación.
-¡Déjeme pasar señor, por el amor de Dios! ¡Está
ocurriendo algo espan-toso! ¡Me estoy ahogando! Es... O mejor venga conmigo.
Mejor es que subamos al piso de arriba. ¡Inmediatamente!
Mientras subíamos escuché una especie de gruñido,
procedente del dormitorio de la condesa, que me puso los pelos de punta. Frente
a su puerta escuchamos también un alarido que nos cortó la respiración. Era tan
desgarrador, tan inhumano, que no tuvimos el valor de franquearla. Pierre se
agarraba tenazmente de mi brazo para no desmayarse. Yo temblaba como si
estuviera a punto de caer a un profundo acantilado. Hasta pasados unos segundos
desde que sobrevino ese alarido no nos atrevimos a entrar. Percibí un aroma
repulsivo, similar al de una de las vasijas del laboratorio.
Abrí la puerta y encendí la luz. Pierre, al ver lo
que yo mismo vi, cayó al suelo, desmayado, como un muñeco de trapo. El horro
impidió que me ocupase de él. La cara de la condesa aparecía desgarrada hasta
resultar irreconocible por lo que parecían los zarpazos de una fiera. Volví
asqueado la cabeza y sentí que se me revolvían las entrañas. El horro brillaba
en los ojos del cadáver como en dos perlas del infierno. Tuve el convencimiento
de que fue ese mismo horror, y no los zarpazos, lo que le produjo la muerte.
Reanimé a Pierre como pude y ambos escapamos de
aquel cuarto de pesadilla. Había perdido el habla. Tuve que zarandearlo con
energía para que me dijera dónde estaba el dormitorio de Cécille.
-¡Allí, al fondo, el último de la derecha!
A través de la puerta entreabierta
volví a respirar el repulsivo aroma. La cama estaba deshecha, todavía caliente,
y el cuarto vacío. Escudriñamos
hasta el último rincón del castillo sin que Cécille apareciera por parte
alguna. El pobre Pierre me seguía a todas partes con la mansedumbre de un
perro. Sus ojos delirantes, sus palabras incomprensibles, me indicaban que
estaba perdiendo la razón.
Dedicamos casi todo el día a nuestra infructuosa
búsqueda. Una y otra vez recorríamos los mismos pasillos, las mismas
habitaciones, como si fuera posible alcanzar algún fruto en aquella estéril
repetición. Pese a lo cual, poco antes de la siete de la tarde bajé a la cripta
del jardín dispuesto a realizar la experiencia psicofónica que me había
propuesto. Inútil es decir el gran esfuerzo de voluntad que hube de llevar a
cabo para vencer el terror y la repugnancia, habida cuenta de los terribles acontecimientos
que estaba viviendo.
El magnetófono no reproducía, al principio, otra
vibración que su propio ruido de fondo. Yo había creído percibir, sin embargo,
un repulsivo «sonido» en el interior de mi cabeza: la E y la I repetidas veces angustiosamente
por alguna entidad que se encontrase en una esfera ajena al tiempo, en un
espacio de lóbrega y desesperanzada soledad. Y cuando, finalmente, el
magnetófono reprodujo aquella terrible psicofonía, descubrí cuál era el
significado de aquellas dos vocales:
-«¡Cécille, Cécille...!»
Anegado por el espanto, descubrí en esa voz metálica
y distorsionada la misma voz de Antonie de la Foucade. Luego
siguió el silencio después escuché otra voz para mí mucho más querida. La
voz de aquella cuyo amor me había llevado hasta la maldición del castillo y a
quién no pude ver:
-«¡Padre...! ¡Padre mío!»
Temblé de arriba a abajo sobre la frialdad de
aquella tumba. Un presentimiento ominoso me atravesó las sienes como un rayo.
Sin gran esfuerzo descorrí la losa. Su profunda oscuridad fue en parte
desvelada por la luz de mi linterna. Allí se encontraba, dulcemente abrazada al
cadáver de su padre, el cuerpo sin vida de Cécille.
999. Anonimo,
No hay comentarios:
Publicar un comentario