Mayra se ajustó convenientemente las medias ante el
espejo del dormitorio y después volvió a bajarse la falda tubular procurando
alisar las arrugas que se habían formado. Estudió su aspecto durante unos
segundos, se retocó ligeramente el maquillaje y atusó levemente su peinado con
la mano. Volvió a contemplarse y pareció satisfecha de sí misma. Desde el salón
le llegó la voz de Oscar.
-¿Una copa?
Mayra sonrió ligeramente y repuso alzando la voz.
-¿Sabes la hora que es? Tengo que madrugar para ir
al trabajo.
-¿Por qué no te quedas? Al fin y al cabo tu oficina
está más cerca de aquí que de tu casa -continuó Oscar a sabiendas de que ella
no cedería.
Mayra apareció radiante en el salón. Era una de esas
mujeres que tienen el secreto de hacer un largo viaje en tren y permanecer
impecables hasta el fin del trayecto, mientras las demás descienden del vagón
con el aspecto de haberse pasado la noche empinando el codo, en lugar de haber
dormitado en un asiento de primera clase. Oscar la contempló
detenidamente mientras sostenía una copa en cada mano.
-Son cerca de las dos querido -dijo avanzando
lentamente-. Conozco esa sonrisa, pero voy a ser inflexible.
-¿Es tuya aquella frase de que segundas partes nunca
fueron buenas? -interrogó Oscar sin dejar de sonreír.
-¿Te atreverías a escribir una segunda parte de «Lo
que el viento se llevó»? -repuso Mayra tomando la copa que él le tendía.
-Eso es todo un cumplido, pero esta noche quizá lo
hiciera -afirmó mientras la enlazaba por el talle.
Se besaron apasionadamente y la mitad del contenido
de las copas cayó al suelo. Ella hizo ademán de protestar, pero cedió al abrazo
y correspondió a la caricia. En aquel momento sonó el timbre de la puerta.
Mayra se separó instintiva-mente e interrogó a su amante con la mirada. Oscar
abrió sin pérdida de tiempo. En el pasillo se encontraba el conserje con un
voluminoso paquete envuelto en un saco de plástico.
-¿Qué ocurre? -preguntó Oscar.
-Es un abrigo muy valioso, señor. No hubiéramos
podido pegar ojo en toda la noche, es una responsabilidad tenerlo en casa. Mi
mujer vio luz y... -concluyó el portero.
-¿Un abrigo?
Mayra se sentó en el brazo del sillón y encendió un
cigarrillo.
-De la señora, señor -explicó el empleado. Lo
trajeron esta tarde. Se conoce que la señora lo mandó para que lo conservaran
durante el verano y luego la pobre...
Mayra les volvió la espalda y encaminándose hacia la
ventana contempló la ciudad envuelta en sombras.
-Comprendo -dijo Oscar-. ¿Ha tenido que pagar algo?
-No, señor. Dijeron que ya pasarían la factura. Yo
no me hubiera perdonado si por haberlo tenido esta noche en casa... en fin, una
responsabilidad. Mi mujer dijo...
-Está bien, muchas gracias -interrumpió Oscar-.
Buenas noches.
Cerró la puerta y depositó el gran saco de plástico
sobre el respaldo de un sofá. La expresión de su rostro se había tornado
excesivamente dura, como para no dejar traslucir ningún sentimiento. Se acercó
a la muchacha, pero Mayra le rechazó suavemente.
-Lo siento -dijo ella. No puedo competir con un
fantasma vestido con abrigo de visón auténtico.
-Y tras unos momentos de
silencio, rogó: Perdona, no he estado muy afortunada.
Se abrazaron y Oscar hundió la cabeza en el hombro
de la muchacha. La joven se separó levemente y le besó con cariño. El temblaba
ligeramente pero correspondió al beso que se fue haciendo apasionado. En aquel
instante se oyó un sonido como de algo que resbala y luego un golpe ahogado.
Los dos amantes volvieron la cabeza. El abrigo había caído al suelo.
Cuando Mayra se hubo marchado, Oscar, a pesar de la
avanzado de la hora, se sirvió una generosa dosis de whisky y permaneció
sentado en el salón perdiendo la noción del tiempo. La intempestiva llegada del
abrigo el había conmocionado de tal forma, que había removido tal cúmulo de
recuerdos y de sensaciones que creía ya olvidados, que consideró inútil
acostarse porque no habría podido conciliar el sueño.
Intentó acusarse a sí mismo de no tener
sentimientos, considerando que, apenas transcurridos tres meses desde la muerte
de Laura, ya había otra mujer en su vida, lo que por otra parte dejaba bien
claro que si algo le sobraba era capacidad para sentir. Lo de Mayra no era una
relación fugaz ni un mero desahogo físico, la amaba como en otro tiempo amó a
su esposa, la necesitaba con tanta vehemencia como a Laura durante el tiempo
que duró su matrimonio. No podía imaginarse el vivir solo, y a pesar de su
aparente carácter resuelto, el tiempo le había demostrado que necesitaba de una
mujer a su lado para conseguir un equilibrio psíquico y una tranquilidad
espiritual. El lado físico de la relación, sin parecerle desdeñable, no era
sino un complemento, una fuerte atadura que ayudaba a fortificar la unión
común, nada que tuviera un comienzo y un fin en sí mismo.
Esto último lo había podido comprobar durante el mes
escaso que duró la fulminante enfermedad que acabó con su esposa. Mientras
Laura se iba debilitando día a día en el lecho del hospital, él permaneció
constantemente a su lado no permitiéndose siquiera acudir una sola vez a los
estudios desde donde le reclamaban para modificar unas líneas de algún guión.
Incluso cuando el cerebro de Laura ya no regía a causa de la terrible presión
ejercida por el tumor, cuando de sus labios surgían incoherencias y ni siquiera
reconocía a su marido, Oscar continuó a su lado contemplando sin pausa la
horrorosa transformación de aquel rostro que llegó a ser irreconocible cuando
se produjo el fin.
Durante los minutos que precedieron a su muerte,
mientras Laura se debatía en la locura y la agonía, Oscar no cesaba de hablarle
rogándole que no le abandonara, intentando hacerle comprender que no podría
sobrevivirle. Pero por toda respuesta Laura abría desmesuradamente unos ojos
vidriosos, y estrábicos, mientras lo que fue su hermosa boca se contraía en un
rictus salvaje. Sólo unos segundos antes de expirar pareció recobrar un hálito
de lucidez y sus ojos se fijaron en los de su marido con profunda tristeza.
Oscar, viendo aproximarse el irremediable final, perdió por completo la
serenidad y sintiéndose ya completamente solo en el mundo exhaló un «¡No me
dejes!» patético. La última chispa de vida fue alejándose hacia el fondo de los
ojos de Laura y su aliento se extinguió al mismo tiempo que el eco de la
súplica de Oscar, quien entre sollozos gritó desesperadamente: «¡Vuelve, Laura,
vuelve a mi lado!»
En algún departamento de la casa, un reloj de pared
dio las tres. Oscar, saliendo de su ensimismamiento depositó la copa sobre la
mesita y se aproximó a la butaca sobre la que yacía el abrigo envuelto en el
plástico transparente. Vaciló un instante y después, tomando suavemente como
quien lleva a una mujer en brazos, se encaminó hacia encaminó hacia su
habitación con pues, tomándolo suavemente como quien lleva a una recién casada
en el dormitorio nupcial... Encendió las luces y, abriendo las puertas de un
armario empotrado, colgó el abrigo de la barra sin despojarlo de su envoltura.
Luego, volviendo a cerrar el armario, procedió a desnudarse y se acostó.
Tuvo un extraño sueño inquieto y
lleno de pesadillas, y en cierto momento de la noche se despertó con el corazón
latiéndole desbocado. Procuró tranquilizarse. No tenía idea de la hora que era
y le dio pereza encender la luz para averiguarlo. Los latidos de su corazón e
fueron normalizando poco a poco y el sueño iba invadiéndole de nuevo.
Inconscientemente, su pensa-miento voló hacia Mayra. La amaba desesperadamente,
la necesitaba. Ojalá hubiera estado ella allí en aquellos momentos. Evocó su
rostro amable, su delicioso cuerpo. Todavía podía sentirse su perfume entre las
sábanas. Extendió el brazo hacia el lado que Mayra solía ocupar en la cama y
sus dedos imaginaron su piel. Súbitamente, en el silencio de la noche se
produjo un susurro y a continuación se oyó un fuerte golpe que le cortó la
respiración El ruido pareció proceder del guardarropa, cuyos espejos de luna
reflejaban débilmente la azulina claridad procedente de la noche exterior.-Hay una cosa que nunca le he dicho a nadie, ni siquiera a usted -dijo cerrando los ojos con cierta turbación. A raíz de la muerte de mi esposa estaba tan desesperado que recurrí a todos los medio para... acudí a sesiones de espiritismo con la esperanza de comunicarme con ella.
Incorporándose en el lecho se calzó las pantuflas y
se aproximó al armario. Abrió sus puertas. En el suelo yacía el abrigo de piel
completamente extendido, como un cuerpo humano cubierto por un sudario de
plástico. Oscar, tras un momento de vacilación, se agachó para recogerlo y
comprobó que el gancho se había roto y la percha de madera se había astillado.
Lo colgó en una que estaba vacante y cerrando de nuevo el armario, volvió a
introducirse en la cama. Se
despertó sobre las nueve y media. El sol entraba a raudales por la ventana del
dormitorio. Se notaba perfectamente descansado y con ganas de trabajar, pero
intuía que había algo, una pequeña nubecilla, no sabía qué, que no le permitía
sentirse completamente a gusto.
Se encaminaba hacia el cuarto de baño cuando lo vio.
Yacía fuera de su funda sobre una de las sillas próxima a la cama. Permaneció
unos segundos perplejo y rápidamente recordó que en el transcurso de la noche
había tenido que levantarse a causa de la rotura de la percha, pero tenía la
certeza de que había vuelto a colgarlo dentro del armario en vez de haberlo
dejado sobre aquella silla. Lo colgó de nuevo y, mientras se duchaba, hizo
memoria, pero ya no estaba seguro de si lo había guardado o no. Quizás había
pensado en hacerlo, pero seguramente adormilado lo puso en la percha nueva y lo
depositó donde lo acababa de encontrar. Nada de particular, se dijo sin mucho
convencimiento.
El doctor Martín encendió un cigarrillo con
fruición.
-Lo sé -dijo anticipándose, pero es el primero del
día, y al fin y al cabo usted es mi paciente, y no es quien para recriminarme.
-Todavía no he abierto la boca -repuso Oscar sonriente
mientras se recostaba en el diván.
-Lo he leído en sus ojos -continuó el doctor-, para
algo me habían de servir en mis estudios de psicología.
Oscar permaneció unos segundos silencioso mientras
retomaba el hilo de sus pensamientos. Después del fallecimiento de Laura
decidió ponerse en manos de un psiquiatra y tomó contacto con el doctor Martín,
al que estaba profundamente agradecido. Sus consejos, por una parte, y el hecho
de haber conocido a Mayra le habían ayudado a recuperarse del duro golpe sufrido.
Luego la costumbre hizo el resto, y ya le parecía imprescindible confesarse con
su psiquiatra una o dos veces al mes.
En la agradable penumbra del consultorio, Oscar
narró al doctor Martín la impresión de angustia que había experimentado con la
llegada inesperada del abrigo.
-¿Cree usted, doctor -preguntó de pronto- que mi
esposa al morir tenía perturbadas... Bueno, cree que murió loca?
El psiquiatra no mostró la menor sorpresa ante la
cuestión.
-¿Qué importancia podría tener eso ahora? -se limitó
a responder.
-Creo que no me reconoció, y sus reacciones eran las
de un perturbado... Aunque dicen instantes antes de morir recobra uno la
lucidez.
El doctor aspiraba con delectación el humo de su
cigarrillo.
-No puedo responderle a esa pregunta. Sólo dispongo
de los datos que usted me ha suministrado. Además, eso no debe preocuparle, se
trata de un capítulo que ya ha finalizado. No obstante... -vaciló el médico.
-¿No obstante? -inquirió Oscar ansiosamente.
-La experiencia de la muerte debe ser tan traumática
-continuó el doctor Martín- que si un hombre toma conciencia en sus últimos
instantes de que su desaparición es cosa de segundos, no sería aventurado
afirmar que ingresará en el más allá, si es que hay algo más allá, en pleno
ataque de locura -sentenció mientras apagaba el resto del cigarrillo contra el
cenicero.
-Usted ya sabe lo que me afectó la muerte de Laura,
doctor. A veces me siento culpable de amar tan pronto a otra mujer.
-Ese sentimiento de culpabilidad -explicó el doctor
Martín- irá desa-pareciendo con el tiempo.
Oscar permaneció silencioso unos instantes sin
atreverse a continuar. El psiquiatra aguardó en actitud indiferente hasta que
su paciente se resolvió a proseguir.
-¿Y eso le tranquilizó? -preguntó el psiquiatra
ligeramente herido en su orgullo profesional.
-Al contrario, me destrozó los nervios,
especialmente cuando uno de los espiritistas pronunció unas frases empleando
el mismo tono de voz que el de Laura -prosiguió Oscar. Me dijo: «Volveré, te lo
juro, si hay algún camino volveré.»
El doctor Martín encendió un segundo cigarrillo a
escondidas.
-Mi querido amigo, ese tipo de gentes posee unas
dotes de intuición envidiables, y sin haber pasado por ninguna facultad, tiene
un bagaje de conocimientos que acumulan en base a su experiencia. Usted con sus
gestos y una conversación previa le dio con toda certeza la pista para
que él le dijera lo que usted deseaba oír -continuó el médico consultando
discreta-mente su reloj-. En cuanto al resto, el tono de voz, las inflexiones,
y hasta el atisbo de algún físico, si este hubiera sido el caso, lo puso usted,
es decir, el estado de hipersensibilidad en que se encontraba.
El psiquiatra se levantó y dio unos pasos por la
estancia. Se aproximó a la ventana y descorrió las cortinas. La luz del día
inundó la consulta.
-Proseguiremos el viernes -sentenció como quien
aplaza para otro día la continuación de un serial radiofónico.
Cuando Oscar volvió a casa advirtió que la asistenta
todavía no se había marchado.
-Buenos días, señor, estoy a punto de terminar
-Marta se afanaba en dejar relucientes las baldosas de la cocina-. Hará una
hora telefoneó la señorita Mayra, dijo que pasaría por aquí sobre las dos.
Oscar le dio las gracias por el recado y se dirigió
al dormitorio. Sentándose en el lecho se despojó de la chaqueta y marcó el
número de Mayra. Nadie respondía; seguramente estaría ya de camino. Mientras
aguardaba unos segundos más para darle tiempo a contestar, caso de que su novia
estuviera alejada del teléfono, sus dedos jugueteaban con la ropa de la cama,
le pareció que una voz susurraba en le teléfono: «Oscar», pero el teléfono
continuaba sonando en casa de Mayra. Repentinamente advirtió que sus dedos
tocaban algo cálido y resbaladizo. Se levantó bruscamente dando un fuerte
empellón al teléfono que fue a parar al suelo y se alejó unos pasos de la cama.
Extendido sobre el lecho se hallaba el abrigo de pieles, sobre el cual se había
sentado inadvertidamente.
-¡Marta! -gritó con la voz empañada por un temblor
mezcla de ira y de miedo.
La asistenta se presentó casi de inmediato en la
puerta del dormitorio.
-¡Maldita sea!, Marta. ¿Quién le ha mandado a usted
a sacar el abrigo y extenderlo sobre la cama? -preguntó desabrido.
-Perdone señor -respondió la asistenta algo turbada
al ver la expresión de Oscar. Estaba limpiando los armarios y cuando lo vi me
di cuenta de que olía a tintorería. Lo hubiera sacado al balcón, pero como
había gente enfrente...
Sonó el timbre de la puerta.
-Yo abriré -anunció Oscar secamente. Haga el favor
de guardarlo donde estaba.
Oscar se encaminó hacia la puerta de entrada. En el
pasillo se encontraba Mayra con aire risueño.
-Sorpresa -dijo sonriente
Su gesto cambió al ver que Marta salía secándose
unas lágrimas y se encaminaba hacia la cocina.
-¿Qué le ocurre, Marta? -preguntó.
La asistenta no respondió y al cabo de unos
instantes salió de nuevo ya con su abrigo puesto.
-Lo siento, Marta, perdone. Ha sido culpa mía -dijo
Oscar.
-Hoy está insoportable -se quejó la asistenta
dirigiéndose a Mayra mientras abría la puerta del apartamento. Buenos días,
señorita -dijo al salir.
Mayra se volvió hacia Oscar sonriéndole.
-¿No habrás intentado violarla en tu dormitorio?
-Por favor, Mayra.
-Está bien, si soy inoportuna dímelo. Esta mañana
hemos hecho fiesta y pensé que podríamos comer juntos -explicó la joven.
La expresión de Oscar se fue dulcificando. Se
aproximó a la muchacha y la besó con cierta desesperación.
-Me alegro que hayas venido -le dijo. Vámonos a
algún restaurante cerca de la playa. Un sitio en el que no haya mucha gente.
-Eso ya es otra cosa. Dame un minuto para retocarme
el maquillaje -pidió.
Mientras Mayra entraba en le dormitorio, Oscar casi
se abalanzó hacia el bar, y sacando una botella de whisky se sirvió un buen trago
que bebió con ansiedad. De pronto se oyó un alarido procedente de la otra
habitación. Oscar arrojó la copa y corrió al dormitorio. Mayra se encontraba
ante el armario entreabierto. En su rostro había un gesto de dolor y su mano
derecha estaba aparatosamente ensangrentada.
Oscar corrió hacia ella y cerró la puerta del
armario de un empujón a riesgo de romper el espejo.
-¡Dios mío! -exclamó.
Condujo a Mayra al cuarto de baño y extrayendo
algodón y antisépticos de un armarito procedió a curar la herida y a cubrirla
con vendas.
-¡Cielos! ¡Parece como si un animal te hubiera
mordido! ¿Qué has hecho?
-Nada de particular -dijo Mayra lastimeramente. He
querido ver el abrigo a la luz del día -continuó-. He sentido como si un bicho
me clavara los dientes.
-¡Maldito abrigo! Lo voy a destruir.
-¿Estás loco? -exclamó Mayra. Lo que tienes que
hacer es no dejar en el armario cosas punzantes.
Cuando Oscar terminó de vendar la herida pasaron al
dormitorio. Uno de los espejos de los espejos del armario aparecía con manchas
de sangre. Mayra lo abrió y ante los ojos de ambos apareció el abrigo de visón.
Una de las mangas estaba manchada también con sangre. Justo al lado del abrigo
colgaba una percha astillada.
-Ha sido esa percha -dijo la muchacha. Me la he
clavado hasta el alma -y fijándose en el abrigo lamentó: ¡Oh, cuánto lo
siento, le he manchado también!
De camino hacia el restaurante de la playa, Oscar
insistió en detenerse un momento ante una ferretería, y al cabo de un rato
salió cargado con un gran envoltorio que guardó en el maletero del coche sin
decir palabra.
-No imagino qué clase de regalo vas a hacerme
-ironizó Mayra.
-No es un regalo, es... una cosa que me hace falta
-repuso Oscar.
-¡Ah!, una cosa... ahora está más claro, una cosita,
¿con qué letrita?
-¿Qué?
-Ya que no me lo dices, por lo menos déjame
adivinarlo -propuso la muchacha empezando a perder la paciencia-. ¿Con qué
letrita?
-Con uve -repuso Oscar, ausente, contemplando
fijamente la carretera.
Eran ya cerca de las once de la noche cuando volvían
a casa. Oscar encerró el coche en el garaje y sacó el paquete del maletero.
-¿Por qué no te quedas un rato? -preguntó mientras
tomaban el ascensor hacia el departamento.
Mayra le miró sorprendida.
-Pensaba hacerlo -respondió-. A no ser que lo que
ocultas en ese misterioso paquete sea una muñeca hinchable.
El dormitorio estaba en una agradable penumbra.
Mayra advirtió que, a pesar de los evidentes esfuerzos para aparentar lo
contrario, su amante se hallaba a miles de kilómetros de allí. Sus besos eran
gélidos, sus gestos un tanto mecánicos. Una o dos veces Oscar, interrumpiendo
el amor, se incorporó en el lecho y pareció aguzar el oído como si escuchara
algo. En cierto momento se levantó sin decir palabra y saliendo hacia el
comedor regresó al poco con el paquete de la ferretería. Mayra se incorporó y
encendió un cigarrillo mientras observaba pacientemente el ir y venir de su
amante. Este comenzó a deshacer el envoltorio.
-«Bueno» -se dijo-. «Por lo menos veremos la cosa
misteriosa.»
Cuando Oscar terminó de desliar el paquete Mayra
lanzó una exclamación de sorpresa.
-¡Pero si es una ratonera! -exclamó. ¡Una ratonera
gigante!
Oscar no respondió y volvió a salir del dormitorio.
Mayra fastidiada ironizó.
-Si me encuentras monótona podías habérmelo dicho.
¿No es un poco pronto para recurrir a estas fantasías?
El no respondió, y al momento entró con algo en la
mano que depositó dentro de la trampa.
-Carne -dijo asqueada la joven. Yo creí que solía
ponerse queso y continuó fumando resignadamente.
Oscar abrió el armario con precaución y casi arrojó
dentro la ratonera en lugar de depositarla, hecho lo cual volvió a la cama.
Miró a Mayra y sonrió ligeramente.
-Era necesario -dijo. Para mi tranquilidad. Ahora
vamos a hacer la prueba.
-Y abrazó a Mayra estrechamente.
La muchacha no le rechazó, pero se mantuvo inerme.
-Querido -comenzó a decir, creo que deberías ver
mañana al doctor Martín. Estás demasiado nervioso.
-¡Te quiero, Mayra, te deseo! -dijo Oscar en voz
alta y volviendo la cabeza en dirección al armario.
-Yo también...
-¡Calla! -interrumpió él-. Escucha.
En efecto, desde las profundidades del armario
llegaban unos ruidos como de pisadas de animales pequeños. Oscar sonrió
extrañamente y besó fuertemente a la joven manteniendo los ojos abiertos. De
pronto el silencio fue interrumpido por un chasquido al que siguieron chillidos
de animal apresado en una trampa. Oscar corrió hacia el armario, y abriéndolo
con precaución, extrajo la ratonera con aire triunfal. En su interior un animal
se debatía con estertores de muerte.
-¡Oh, Dios mío! -exclamó Mayra. ¡Una rata!
-No es una rata, amor, es algo cuyo nombre comienza
por uve. ¿Recuerdas? ¿No reconoces a este salvaje y apreciado animalejo? Es un
visón.
-¿Un visón? A mí me parece una rata repugnante.
¡Apártala de mi vista!
-Nos odia, Mayra, y está loca -dijo Oscar.
-¿Qué dices?
-Cuando Laura estaba a punto de morir yo le pedí
incesantemente que volviera... y murió loca -prosiguió.
Mayra se vistió rápidamente y volvió de la cocina
con un vaso de agua. Revolvió en su bolso y ofreció a Oscar unas pastillas en
la palma de la mano.
-¿Qué es eso?
-Nada, un tranquilizante. -¿Me dará sueño? No puedo dormirme esta
noche.
-Sólo te dormirás si tú lo quieres -mintió Mayra.
Anda, tómatelo. Me quedaré contigo hasta mañana.
Oscar tomó las pastillas y después bebió un sorbo de
agua.
-No dejes que me duerma -le advirtió.
-Descuida. Vamos a acostarnos -dijo la joven.
-Está bien, pero yo no pienso dormir. Voy a armar la
ratonera primero.
El reloj de pared de algún apartamento dio las dos
de la madrugada. Mayra se levantó con precaución y comenzó a vestirse. Oscar
dormía profundamente por efecto del somnífero que ella le había proporcionado.
La muchacha sabía por experiencia que no se despertaría hasta bien avanzado el
día siguiente, y antes de que eso ocurriera ella estaría de vuelta para
advertir a la asistenta y acompañarle al psiquiatra.
Procurando hacer el menor ruido posible salió del
dormitorio cerrando la puerta tras sí. Ya en el comedor tuvo una idea y
escribió una nota para que la asistenta no entrara en el dormitorio si acaso
llegaba muy pronto. Acto seguido abandonó el apartamento.
El reloj de pared volvió a sonar anunciando alguna
media. Oscar, profunda-mente dormido, ni siquiera había cambiado de posición
desde que Mayra se había ausentado. El dormitorio permanecía a oscuras, aunque
una débil luz se filtraba a través de las cortinas de la ventana, indicio de
que la Luna
estaba en avanzado cuarto creciente. Oscar se estremeció ligeramente en su
pesado sueño y musitó: «Mayra...». La puerta del armario se abrió con un leve
crujido. Los espejos de luna reflejaron un instante de claridad procedente del
exterior. Se escuchó un ruido como si cientos de patitas se movieran
nerviosamente. Luego un golpe seco. La puerta se entreabrió un poco más y una
densa sombra salió del armario y comenzó a reptar lentamente en dirección a la
cama. Una risa ahogada, un murmullo apagado o quizá el monótono goteo de un
grifo: «plop... plop... plop... te amo... te odio... te amo... te odio... te
odio...»
La policía se presentó en la casa alrededor de las
ocho y media. La asistenta no había leído la nota y se encontró con el
espeluznante espectáculo. El cuerpo ensangrentado de Oscar yacía sobre la cama
acribillado por innumerables pequeñas heridas, casi como mordiscos, comentó un
policía. La desgraciada víctima yacía de bruces, estrechamente abrazado a un
abrigo de visón, una de cuyas mangas le rodeaba holgadamente el cuello como en
un abrazo. Hasta que no llegó el forense y no se dio la vuelta al cadáver no
advirtieron que el cuerpo no estaba completo. El resto fue encontrado en una
ratonera dentro del armario empotrado.
999. Anonimo,
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