«¿Cree usted que existen fórmulas precisas para
convocar a los muertos? ¿Sonríe ante la idea de que pueda haber conjuros
infalibles para provocar la aparición de fantasmas? Escuche atentamente, si se
atreve, lo que voy a decir. Todo es cuestión de fe. La fe mueve montañas, la
confianza es la más poderosa de las virtudes, la palabra el don más preciado...
...Vamos a dejar de lado los fantasmas. Su sola
mención, en un país que carece de tradición a este respecto, provoca la sonrisa
irónica. Rápidamente imaginamos una sábana flotante que se desplaza dando
tumbos, al extremo del cual pende una herrumbrosa cadena...
... Esta noche vamos con los muertos...»
A una seña del locutor, su compañero del control
accionó un mando. Una ráfaga musical escapó a través de las ondas. Aprovechando
la pausa, el locutor encendió un cigarrillo y echó una rápida ojeada al esbozo
de guión que había pergeñado aquella misma mañana. No se encontraba
especial-mente inspirado y hubiera preferido dedicar el programa a otra cosa
más socorrida. La música y el terror, por ejemplo. Nada más sencillo que
seleccionar algunos discos y emitirlos acompañados de un comentario de
circunstancias. Pero a última hora las cosas se habían complicado. El programa había
entrado en antena diez minutos antes de lo previsto, hecho totalmente insólito,
y no había tenido tiempo de cambiar impresiones con el seleccionador musical.
Tan sólo una breve conversación con el encargado del control.
«Me encuentro en el cementerio -mintió-. Estoy ante la tumba de un ser muy querido. Son cerca de las doce de la
noche y tengo miedo. Esta parte del programa es una grabación efectuada anoche
en un magnetófono portátil. Quería saber que se siente escalando
subrepticiamente las tapias de un camposanto y sentándose a meditar bajo la luz
de la luna en medio de un bosque de cruces de mármol... Las impresiones que voy
a registrar a continuación quizá no resulten demasiado coherentes, porque estoy
asustado, pero, por eso mismo, serán más auténticas...
Bajo esta lápida yace el cadáver de una persona por
la que sentí gran afecto. La recuerdo ahora tal y como era en vida, y se me
saltan las lágrimas. No me atrevo a imaginar el estado en que se encuentra
ahora... Es posible que, a pesar de todo, la muerte haya respetado más o menos
su aspecto. Se dan casos de cadáveres que, al cabo de varios años de haber sido
enterrados, no presentan apenas signos de corrupción. Exteriormente, al
menos...
Ignoro cuál es la causa, pero quizá se deba a
ciertas circuns-tancias ambientales, al grado de humedad justo, a haber llevado
determinado género de vida, a... Pero esta posibilidad es preferible no
mencionarla. El caso es que, cuando esta persona falleció, hubiera dado
cualquier cosa por poseer el poder de volverla a la vida. Ahora yace silenciosa
y rígida bajo esta pesada lápida. Quizá sus ojos están abiertos, sus labios
separados, sus dedos crispados. Quizás está esperando una palabra, una fórmula,
un conjuro...»
Una nueva ráfaga musical le permitió un respiro. No
tenía idea de cómo terminar el asunto, y, para colmo de males, no encontraba la
última cuartilla del esbozo de guión. De pronto, se le ocurrió algo realmente
brillante y ordenó con un gesto el cese de la música.
«Pues bien, confieso que anoche no me atreví a
llevar a cabo el propósito que me condujo al cementerio. Estaba demasiado
asustado, y aún continúo estándolo... Ustedes saben que cada noche recibo
cientos de llamadas. Unas alentadoras, otras insultantes. Hace varias noches
consiguió salir a antena una fragmento de conversa-ción que fue bruscamente
interrumpido al advertir que mi interlocutor estaba a punto de revelar ante el
micrófono algo estre-mecedor. No sé de quién se trata. Ignoro si fue una broma
telefónica. Todo lo que puedo asegurar es que, desde aquella noche, no puedo
dormir tranquilo. Por eso, para compartir con ustedes lo que quizá sea un
secreto tan terrible que no me atrevo a guardar para mí solo, es por lo que me
he decidido finalmente a dar a conocer lo que el misterioso comunicante me
anunció...
... Se trata, nada menos, que de una fórmula,
un conjuro para resucitar a los muertos».
El encargado del control le miró a través del
cristal que le separaba del locutorio haciendo un gesto de reconvención. Estaba
llegando demasiado lejos. Dentro de unos minutos iban a bloquearse las líneas
con llamadas de protesta de un sector de los oyentes.
«¿Cuáles son los últimos pensamientos de un
moribundo? ¿Cuáles sus últimas palabras?... ¿No recuerda usted la
imagen de alguien, un amigo, un pariente, aproximando su oído a los labios de
un ser querido que está a punto de exhalar el último suspiro? Pues bien, ese es
el secreto. Se dice que, en ciertas circunstancias, en determinadas fechas, en
los aniversarios de un óbito, basta con pronunciar determinadas palabras con
intencionalidad para que se produzca la resurrección de esa persona... Una
resurrección provisional, naturalmente, o quizá más prolongada si se tiene la
suficiente fe. ¿Qué palabras son esas?... Sencillamente las últimas palabras que
salieron de la boca de quién, poco después, exhaló su último suspiro...
...¿Recuerda? ¿Recuerda aquel vocablo torpemente
pronunciado entre estertores agónicos? ¿Aquella frase inacabada? ¿Aquella
balbuceante expresión de terror?... Pronúnciela... ¡Pronúnciela!...
¡PRONÚNCIELA!».
Una definitiva ráfaga musical cubrió las palabras
del locutor, cuya frente aparecía bañada en sudor. El encargado del control
penetró en el locutorio como una tromba.
-¿Estás loco? -exclamó. Nos van a
acribillar.
El locutor se hallaba realmente pesaroso de haber
llevado las cosas tan lejos, pero, una vez metido en faena, le era imposible
controlar su inspiración.
-¿No querían terror? -repuso dispuesto a no ceder. Pues ahí lo tienen.
-¿Pero y esa majadería de palabras?...
-Pura inventiva -añadió indicando su sien derecha con su dedo
índice-. Pura inventiva...
* * *
Mientras conducía hacia su casa se sintió satisfecho
del programa realizado. Cabía en lo posible que al día siguiente le
reconvinieran por haberse pasado de la raya, pero había demostrado que era un
locutor de impacto, un gran improvisador. ¿Acaso no le habían pedido un espacio
que fuera capaz de convocar una gran audiencia? Todo lo excepcional se
presta a polémica, y a él no le disgustaría verse controvertido en las páginas
de los periódicos.
La noche era lluviosa, y el piso resbaladizo. Al
detenerse ante un semáforo en fase intermitente, pasó ante él un grupo de
personas que regresaban de alguna fiesta nocturna. El último de ellos,
considerablemente embriagado, dio una fuerte patada sobre la carrocería al
tiempo que gritaba:
-¡Borracho!
Por un momento experimentó el deseo de
acelerar bruscamente y atropellar a aquel imbécil. Cuando dejó atrás a los
noctámbulos, no pudo por menos de sonreír al recordar su reciente intervención
ante el micrófono. No dejaba de resultar cómica la idea de repetir a modo de
invocación, caso de haber cedido al impulso de atropellarle, el epíteto que el
ebrio caballerete le había dirigido hacia unos instantes.
Cerca ya de las dos de la madrugada, llegó a su
domicilio. Se puso el pijama y se dirigió a la cocina con ánimo de preparase
algo de comer. En aquel instante sonó el teléfono.
-«Ha cometido una terrible imprudencia» -dijo a modo de presentación el anónimo
comunicante.
-¿Quién es? -preguntó el locutor, acostumbrado a recibir mensajes telefónicos de
variada índole.
-«¿Cómo ha podido revelarlo a los cuatro
vientos?»
-Escuche. No sé de qué modo ha conseguido un
número que no figura en la guía -repuso
pacientemente. Si es usted un
oyente, le ruego que llame mañana a la emisora, y si desea presentar una
queja...
-«Ya es demasiado tarde. Arroje el execrable
libro de Yusuf Almunadem y olvide cuanto a leído en él».
Un chasquido indicó que se había interrumpido la
comunicación.
Regresó a la cocina y trató de olvidar la anónima
llamada, pero lo cierto era que, desde que salió de la emisora, algo le decía
que la idea que había lanzado a las ondas no era exclusivamente suya. Uno lee
cientos de libros, decenas, se corrigió, y es imposible impedir que la materia
contenida en tal número de volúmenes se amalgame con las propias intuiciones.
Al fin y al cabo, no hay muchas ideas originales. Lo verdaderamente interesante
es presentarlas bajo un punto de vista nuevo.
Ahora tenía la impresión de haber leído en alguna
parte lo refe-rente al conjuro y a las últimas palabras de un moribundo, aunque
no sabía dónde con exactitud.
«Yusuf Almunadem», musitó mientras recorría con el
índice los títulos de su biblioteca. Pero no pudo hallar ninguno cuyo autor
respondiera a tal nombre. Por otra parte, todo lo que de execrable había en la
casa, perteneciente al género de la lectura, eran unas cuantas revistas
pornográficas cuidadosa-mente guardadas bajo llave.
Hacia el mediodía le llamaron de la emisora para
comunicarle que se habían recibido cientos de llamadas procedentes de todo el
país. Algunos oyentes protestaban por la exagerada dosis de terror que se
habían visto obligados a soportar, pero, curiosamente, ninguno afirmaba haber
desconectado el aparato de radio. Otros le felicitaban por la excelente emisión
nocturna. Nadie confesaba, no obstante, haberse creído lo del misterioso
conjuro, ni menos aún haber inten-tado la experiencia propuesta. Lo que
resultaba evidente era que, aquella misma noche aumentaría considerablemente el
número de radioyentes.
Todo el mundo esperaría una continuación en la línea
iniciada, pero él iba a sorprender a la audiencia tocando un tema comple-tamente
distinto. No convenía soliviantar en exceso a los oyentes ni le interesaba que
sus superiores se sintieran obligados a poner cortapisas en su programa. Por
otra parte, él sabía que sabía que es peligroso llevar las cosas al extremo.
Una vez sobrepasado cierto punto, cabía la posibilidad de crear un anticlímax
y, en consecuencia, un rechazo por parte de un sector de la audiencia.
Se encerró gran parte de la tarde en casa
dedicándose a confec-cionar un guión perfectamente estructurado y procurando
que nada quedara a la improvisación. El nombre de Yusuf Almunadem interrumpía a
veces el curso de sus pensamientos. ¿Existiría el tal libro? ¿Sería realmente
execrable? La única forma de salir de dudas era comenzar por enterarse con
exactitud del significado de la palabra execrable. «Digno de execración», leyó.
Seguida-mente localizó el término execración: «Acción y efecto de execrar».
Finalmente -después de
prometerse adquirir otro diccionario que no se anduviera con tantos rodeos- leyó: «Condenar y maldecir con autoridad
sacerdotal. Aborrecer».
Así pues, se trataba de un libro aborrecible,
condenado y maldito por la autoridad sacerdotal. De resultas de lo cual dedujo
que debía de encontrarse en el índice de los libros prohibidos, si es que
semejante índice continuaba existiendo. Esta última posibilidad le pareció
sumamente excitante, se prometió intentar localizarlo en cuanto dispusiera de
tiempo libre.
Trató de concentrarse nuevamente en el guión
procurando apartar de sí otros pensamientos. Releyó las últimas cuartillas y no
se sintió en absoluto contento con el resultado. «Execrable», murmuró
satisfecho de poder emplear tan rápidamente un término con el que acababa de
enriquecer su vocabulario.
Poco después, el timbre del teléfono vino a
interrumpir su trabajo. Mascullando una maldición, levantó el auricular.
-¿Quién es? -preguntó.
-«Su indiscreción puede volverse contra usted»
-dijo alguien al otro lado del
hilo.
-¿Qué quiere?
-«Solamente advertirle».
-¡Déjeme en paz! -exclamó malhumorado.
-«Nunca debió divulgar a los cuatro vientos
los secretos encerrados en el libro de Yusuf Almunadem... -musitó el anónimo comunicante.
-¡Imbécil! Es usted... absolutamente execrable
-gritó, al tiempo que colgaba el
teléfono. Realmente aquella palabra daba mucho de sí.
* * *
Alrededor de las once y media de la noche se sentó
al volante de su coche con intención de dirigirse a la emisora y depositó en el
asiento trasero la gabardina y una carpeta de plástico que guardaba los folios
del guión.
Cerca ya de la salida de la urbanización, alguien le
hizo señas desde la acera. Se trataba de un individuo andrajoso y de mala
catadura que hacía auto-stop. Continuó adelante sin detenerse. El tipo, al
comprender que iba a pasar de largo, avanzó hacia la calzada y se situó en la
trayectoria del vehículo. El conductor se vio obligado a realizar un brusco
viraje para no atropellarle, pero no se detuvo ni siquiera para lanzar una
imprecación. Podía haber otros compinches a la espera. Además, los ojos de
aquel individuo -tenía que
confesarlo- le habían asustado.
Había algo en ellos, algo que no se atrevió analizar, que le produjo
escalofríos.
La noche era desapacible, y antes de que cruzara
frente al estadio comenzaron a caer las primeras gotas. Cerca ya del
cementerio, la lluvia se hizo torrencial. Aflojó la marcha por precaución. La
circulación en el sentido contrario era casi inexistente. De pronto, una sombra
se interpuso en su camino. El vaivén del limpiaparabrisas apenas era suficiente
para despejar el cristal. Quienquiera que fuese debía de estar loco para cruzar
la carretera de aquel modo. Hizo sonar repetidas veces el claxon, y, en aquel
mismo instante, dos o tres personas más cruzaron también y se situaron en
el centro de la calzada interrumpiendo el paso.
La brusquedad del frenazo casi le hizo perder el
control del vehículo. Tras la cortina de agua pudo contemplar dificultosamente
a los componentes del grupo. ¿Qué pretendían? No tuvo tiempo de formular
hipótesis. Dos o tres personas más se aproximaron por los costados del coche,
de manera tal, que, cuando quiso advertirlo, varias manos aferraban la
portezuela con intención evidente de abrirla. Los que habían interrumpido el
paso avanzaron hacia el vehículo, y, comprendiendo que su salvación era
cuestión de segundos, hundió el pie en el acelerador y aferró el volante con
fuerza.
Cuando dejó atrás a los asaltantes, redujo la
velocidad y procuró tran-quilizarse. Había oído relatos acerca de atracos
similares, pero nunca pensó que pudiera ocurrirle a él. Aquellos ojos -rememoró- aquella mirada tristísima y desconsolada...
Al descender del coche junto a la emisora, consideró
la idea de dirigirse a la comisaría cercana, pero la rechazó al advertir que el
incidente y la lluvia torrencial le habían retrasado. El programa tendría que
haber comenzado hace cinco minutos.
Llamó al portero automático, y a los pocos minutos
descendió el conserje. Mientras entraban en el ascensor, advirtió que el
empleado no le resultaba conocido.
-¿Es usted nuevo? -preguntó mirándole de soslayo.
El hombre afirmó con la cabeza y oprimió el botón
corres-pondiente a la cuarta planta.
-He tenido un encuentro desafortunado -explicó. El empleado no pareció interesado en
recibir otra aclaración-. Han
intentado asaltarme...
Molesto por la falta de curiosidad del conserje,
abandonó el ascensor sin despedirse de él. Caminó apresuradamente por los
corredores, y entró en el locutorio sin pasar antes por ninguna otra
dependencia.
-Lo siento -comenzó a decir, pero se interrumpió al advertir que no era Oscar quien
se encontraba en el cuarto de control-. ¿Oscar? -preguntó.
En aquel momento se encendió la luz roja y escuchó a
través de los auriculares la sintonía que daba inicio al programa. Tampoco
conocía al que se encontraba a cargo de las llamadas telefónicas de los
oyentes.
-«Buenas noches, señoras y señores. Hemos
recibido numerosas llamadas telefónicas, cosa que nos complace porque indica
que el programa de este humilde servidor de ustedes cuenta con una gran
audiencia. Muchas han sido para felicitarnos, algunas recriminán-donos el haber
sido tan realistas en nuestro juego. Porque realmente se trata de un juego.
La noche pasada proponíamos a ustedes una imaginaria
fórmula para devolver la vida a los cadáveres. Ni que decir tiene que se
trataba de pura fantasía, y así había que entenderlo. El terror siempre ha de
ir aderezado con unas notas de humor. ¿Cómo puede pensar nadie que exista algún
conjuro capaz de resucitar a un muerto? Dejemos reposar a los que yacen en el
descanso eterno. La literatura está llena de ejemplos de resucitados que no
perdonaron a los autores de su vuelta a la vida. Nada más sagrado que el más
allá.
Pero, señores -continuó el locutor- lo
que aquí hacemos no es más que jugar, y para demostrar a nuestra audiencia que
todo es pura fantasía, vamos a dejar de lado el guión que teníamos preparado
para esta noche. Voy a relatarles, en forma totalmente realista, un lamentable
suceso del que hace unos minutos he sido protagonista.
Cuando venía hacia la emisora, he sido detenido, a
la altura del cementerio por un grupo de personas que pretendía desvalijarme.
Al salir de la urbanización en la que vivo, un
hombre se interpuso en mi camino haciéndome señas para que detuviera el coche.
Yo, naturalmente, no paré. Empezaron a caer las primeras gotas de lluvia, y, al
cruzar junto a las tapias del cementerio, el aguacero había adquirido
características de un verdadero diluvio. De pronto, dos o tres individuos se
cruzaron en la carretera y no tuve más remedio que frenar. Instantes después,
unos cómplices se acercaron por los lados y pretendieron abrir las puertas del
coche con la intención de despojarme de cuanto de valor llevara encima. Yo
aceleré bruscamente y, esquivando de un volantazo a los que me impedían el
paso, continué mi camino. Mañana por la mañana, es decir, hoy mismo, denunciaré
el hecho en la comisaría.
A un gesto suyo, el del control hizo sonar una
ráfaga musical. El encargado del teléfono estaba ya recibiendo llamadas de los
oyentes. Aprovechando que su voz no salía a antena en aquellos momentos,
preguntó si había muchas comunicaciones y cuál era el porcentaje de llamadas
favorables. El del teléfono hizo un gesto desde detrás de la ventana del
control indicando que los pros y los contra estaban equilibrados. «Esa
mirada...», se dijo el locutor.
«El hecho que acabo de narrar de una manera objetiva
-continuó diciendo una vez que
ordenó el cese de la música- no
produce más terror que el explicable y perfectamente lógico. Al fin y al cabo,
se trata de un intento de atraco. Ahora bien -prosiguió- si yo describo
este suceso con voz cavernosa, si en vez de hablar de ladrones hablo de...
resucitados, si en lugar de...»
De pronto experimentó una sensación de vacío en la
boca del estómago y vaciló en su discurso. Aquella mirada -reflexionó para sí-, aquel caminar vacilante bajo la lluvia,
aquellas excrecencias en la portezuela del coche... «Ahora
voy a narrar estos simples hechos dotando a mi relato de un aire sobrenatural,
introduciendo efectos de sonido, efectuando pausas intencio-nadas. Comprobarán
ustedes que un suceso, cuyos móviles resultan fácil-mente explicables, puede transformarse
en algo terrorífico, inquietante».
«Hemos recibido llamadas de personas soliviantadas
por el tono de nuestro programa. A ellas me dirijo ahora y les pido que
escuchen atentamente. No pierdan de vista que se trata de un juego, una
transformación. Si acaso se sienten asustadas, piensen en la verdadera
naturaleza de los hechos. Quizá sea ese el elemento que genera la sensación de
terror: la carencia de explicación, la ausencia de lo que llamamos motivaciones
lógicas de un suceso».
Tras la ventana del control, los dos técnicos,
semiocultos en la penumbra, parecían sonreír al escuchar las últimas palabras
del locutor. Este experimentó deseos de salir un momento y charlar brevemente
con sus compañeros, pero una sensación de inquietud, algo que no acertó a
definir adecuadamente, le retuvo junto al micrófono.
«No hay, pues, cadáveres que resuciten, conjuros que
sustraigan a los muertos del sueño eterno, ni venganzas procedentes del más
allá. Si acaso alguno de ustedes ha intentado utilizar la fórmula que...»
Una ráfaga musical cubrió sus últimas palabras.
Molesto por aquella interrupción, levantó la vista hacia el control. Aquel tipo
le miraba fijamente desde detrás del cristal. El locutor hizo un gesto de
interrogación levantando los hombros, pero el técnico continuó con los ojos
fijos en él, al menos eso era lo que imaginaba, porque el molesto contraluz le
impedía contemplar adecuadamente su rostro.
«De algún modo que no puedo revelar -comenzó diciendo en voz profunda- ha llegado hasta mí una fórmula, un conjuro
terrorífico. Confieso que al principio no creí en las palabras de la persona
que me lo transmitió, y precisamente por eso cometí el error de emitir tan
peligroso sortilegio a través de las ondas. ¿Cuántos de ustedes lo han
utilizado ya? ¿Cuántos de los que dormían eternamente han visto turbado su
profundo sueño?
Se que soy el único culpable; que si existe algún
deseo de venganza debe ser satisfecho en mi persona; que nunca debí relatar
ante un micrófono secretos de tal índole... Lo sé.
Ellos me persiguen ahora. Cuando pasaba en mi
automóvil esta noche frente al cementerio, algo se movió cerca de las altas
tapias, algo que la espesa cortina de lluvia me impidió percibir con claridad.
De súbito, tres espantosos espectros, tres horrendos cadáveres semiputrefactos
se inter-pusieron en mi camino...»
El encargado del teléfono levantó su rostro e hizo
un signo indicando que había una llamada urgente. El locutor denegó con la
cabeza y continuó con su relato.
«Obligado a frenar, me encontraba en el interior del
coche para-lizado por el terror. Los horrorosos espectros iniciaron un
movimiento de avance. Sus descompuestas carnes ofrecían un espectáculo
nauseabundo. Jirones colgantes de...»
De pronto, interrumpiendo el inspirado discurso del
locutor, una voz hueca se dejó oír a través de los auriculares. El técnico,
haciendo caso omiso de sus órdenes, había dado paso a una llamada tele-fónica.
«¿Por qué lo ha hecho? -musitó el comunicante, dotando a su voz de
inflexiones que ponían los pelos de punta. ¿Por qué?...»
El locutor experimentó náuseas. Un hedor
insoportable fue inundando el ambiente. Los efluvios parecían provenir de la
rejilla del aire acondicionado, de los auriculares, del micrófono mismo. El
cristal de separación temblaba a impulsos de las cadenciosas vibraciones
producidas por aquella cavernosa voz. Hizo gestos tratando de llamar la
atención de los técnicos, pero estos, enfrascados en sus tareas, no se
apercibieron de las señas. El locutor optó por responder al comunicante.
«Estábamos tratando de convertir un suceso
perfectamente explicable en algo terrorífico y sobrenatural. Queríamos...».
«¿Por qué...?», se oyó de nuevo, al tiempo que nuevas oleadas pestilentes
inundaban la habitación.
«¿Qué desea?», preguntó procurando aparentar
naturalidad. Se aflojó el nudo de la corbata, y al pasarse la mano por la rente
se dio cuenta de que estaba sudando. «¿Por qué... por qué...?», repetía
monótona la voz. El locutor se sintió súbitamente irritado, y, abandonando su
asiento, caminó sigilosa-mente hacia la puerta. No estaba dispuesto a soportar
ni un segundo más que los técnicos, a los que además no conocía, le estropearan
la emisión.
La puerta estaba cerrada. Con precaución, hizo girar
el pestillo repetidas veces, pero todo resultó inútil. «¿Por qué... por
qué...?», continuaba oyéndose de manera obsesiva. Se sentó de nuevo ante el
micrófono presa de una gran irritación. Los técnicos continuaban enfrascados en
sus tareas.
«Tenemos un comunicante -dijo aclarándose la voz y secando el sudor
que corría por su frente-. ¿Cómo
se llama usted?», preguntó con una solicitud que hasta a él mismo le resultó
ridícula. Hubo un silencio prolongado. Se arrancó la corbata de un tirón, y
tomando el micrófono inalámbrico, se aproximó a la ventana de control.
"¿Cuál es su nombre?", inquirió, al tiempo que hacía señas al del
teléfono indicando que la puerta estaba cerrada. El técnico se limitó a asentir
y sonrió de una manera inquietante. Sus dientes, intensamente amarillentos, se
dibujaron en su rostro viéndose con una rara perfección, como si sobre su faz
se hubiera sobreimpresionado una radiografía.
«¿Es tan amable de decirme su nombre?», pidió con
una voz que no reconoció como suya. Acto seguido tapó el micrófono con sus
manos y musitó en dirección al control: «Abre». Los técnicos parecieron
comprender su petición, pero se limitaron a intercambiar una mirada de
inteligencia.
«Mi nombre no importa ya -dijo aquella voz vibrando tan profundamente
como los tubos de un órgano. Yo
era alguien que reposaba y a quien por tu causa han sustraído al sueño del que
nadie debe despertar».
«Lamentamos... lamentamos -vaciló- no poder
continuar este diálogo si usted no se identifica. Vamos a continuar narrando...
Qué espantoso olor -dijo un momento antes de apercibirse de que sus palabras
habían salido al aire».
«Nos has visto esta noche junto a la tierra que nos
pertenece -murmuró el comunicante-. Ahora nos encaminamos hacia ahí. ¿Por qué
lo has hecho?»
«No es correcto -dijo con un cierto temblor en la voz- con un cadáver que no se identifica, con una
persona que no se identifica -se corrigió. Presa de una gran irritación, dio un
empellón a la puerta-. Estamos
rogando a nuestros compañeros de control... Hay un pequeño problema técnico
que...»
En aquel momento se apagó la luz. El micrófono
estaba cerrado, y, aprovechando aquella circunstancia, se lanzó hacia la
ventana que separaba el locutorio del cuarto de control y gritó
desaforadamente.
-«¡Abridme! ¡Abridme! ¿Qué pretendéis? -los técnicos no se inmutaron-. ¿Por qué me habéis encerrado? No soporto
este olor nauseabundo».
De pronto, los dos técnicos se levantaron de sus
asientos y, vacilante-mente, se fueron aproximando a la ventana. El locutor dio
un paso atrás aterrorizado. Pegados al cristal, manchándolo con algo rojo y
pastoso, se hallaban dos criaturas espantosas y nauseabundas. Dos seres
semi-putre-factos mostraban las vacías cuencas de sus ojos, y sus descarnadas
bocas dibujaban muecas que deseaban ser muecas de burla.
-«¡Dios mío! -exclamó a punto de desplomarse. En aquel momento volvió a encenderse la
luz. El micrófono se hallaba abierto-. «¿Qué es esto?» -gritó sin poder contenerse. Y, a continuación,
consciente de que su voz iba a ser escuchada a través de miles de receptores,
exclamó-: «¡Socorro! ¡Son ellos!
¡Han regresado!...»
Algunas amas de casa insomnes acercaron su oído al
receptor. Muchos guardas nocturnos reacomodaron el pequeño auricular o
aumentaron el volumen de sus receptores. Numerosos estudiantes abandonaron sus
libros y prestaron atención al programa. Cientos de automovilistas hundieron
imperceptiblemente el pie en el acelerador. Muchas enfermeras de guardia
sonrieron experimentando un ligero escalofrío en su columna vertebral. Algunos
soldados que escuchaban la radio de ocultis, mientras montaban guardia, retrocedieron
hacia el fondo de sus garitas y pegaron la espalda a la pared. En algún bar de
carretera unos camioneros se aproximaron al receptor situado tras el mostrador.
Todos sin excepción consideraron en su fuero interno que el programa estaba
mejorando de día en día.
Presa de un pánico infinito, el locutor,
asiendo en su mano derecha el micrófono inalámbrico, fue retrocediendo
lentamente. Al llegar junto a la puerta, se precipitó violentamente contra la
batiente, que se abrió de par en par. Los grandes corredores de la emisora
estaba desiertos, y el ruido de sus grandes zancadas fue amortiguado por la
densa moqueta que cubría el suelo. Corrió desespe-radamente y entró en varios
despachos en los que encontrar caras conocidas. Hieráticos, sentados tras las
mesas, se hallaban repulsivos seres que le miraban con sus cuencas vacías.
-«¡Auxilio! -gritó. Y advirtió que aferrado a su mano permanecía el micrófono
inalámbrico. Repentinamente pasó por su imaginación la idea de que quizá su voz
continuaba saliendo al aire.
¡Por favor! -rogó. Esto no es un programa de radio. Estoy
hablando a...
-Miró su reloj y se apercibió asombrado de que
eran cerca de las dos y media. A aquella hora no debería quedar ya nadie en la
emisora. ¿Quiénes eran aquellos seres? Acaso... ¡Llamen a la policía! No puedo explicarlo -continuó hablando ante el
micrófono, pero ellos me rodean. Invaden todos los despachos. Me persiguen.
¡Por favor! Son unos seres nauseabundos. Estoy seguro de que se trata de... sí,
son muertos. Muertos que han resucitado y desean vengarse... ¡Socórranme, por
Dios!
Aquello era sin duda una pesadilla, un sueño
macabro, algo inexplicable. Necesitaba huir lo más pronto posible. Corrió
deteniéndose en cada recodo de los largos pasillos en dirección a la puerta de
la emisora.
-Vienen tras de mí -dijo susurrándolo al
micrófono. Oigo sus pasos. Voy
a tratar de abandonar la emisora. ¡Les aseguro que esto es real! ¡No es un
programa! -gimió con
desesperación.
Al doblar el último recodo se quedó paralizado. Tras
la gran cristalería en cuyo centro se abría la puerta de entrada, se agolpaban
decenas de horrorosas cadáveres en actitud hierática. En aquel momento se abrió
la puerta del ascensor y el conserje, el mismo que le había acompañado cuando
él subió, abrió la puerta del elevador del que salió un nuevo grupo de
repugnantes criaturas. Casi al mismo tiempo, la presión de los que se
encontraban tras ellas, hizo añicos las grandes cristalerías, y una macabra
procesión irrumpió en el corredor.
-Soy Roberto Ramírez -gritó ante el micrófono que aferraba en sus
manos-. Estoy en Radio Central.
Me encuentro en peligro de muerte. Decenas de criaturas avanzan hacia mí.
¡Llamen a la policía! ¡Voy a morir! -rugió echando espuma por la boca. Esto no es una ficción. He provocado la resurrección de los muertos y
su venganza no se ha hecho esperar. ¡Auxilio! ¡Ya están aquí! ¡Me rodean! ¡No
puedo conseguir...!
***
A través de miles de receptores se escuchó la
sintonía que ponía fin al programa de Roberto Ramírez. Cientos de automovilistas
se distendieron y aflojaron la presión de su pie sobre el pedal del acelerador.
Algunas amas de casa desveladas apagaron la radio y examinaron sus
profundas ojeras ante el espejo del cuarto de baño. Más de un soldado de
guardia abandonó el fondo de su garita y salió a pasearse por la muralla. Los
camioneros pagaron sus consu-miciones y subieron a sus grandes vehículos.
Muchos estudiantes cambiaron de emisora intentando localizar la música que les
ayudara a retener sus lecciones. Enfermeras de guardia iniciaron la ronda por
las habitaciones en penumbra recelando de cada sombra que encontraban en su
camino. Y hasta en alguna comisaría de barrio, algunos policías lanzaron una
carcajada para distender el ambiente. Todos, absolutamente todos, pensaron que
el programa mejoraba de día en día. Lo malo fue que, a la mañana siguiente,
aquellos mismos policías, llamados urgentemente desde la emisora, permanecieron
perplejos y con la confusión dibujada en sus rostros ante el cadáver
horrendamente mutilado del locutor Roberto Ramírez.
999. Anonimo,
No hay comentarios:
Publicar un comentario