A Quique le dominaba la pereza.
Todos los días llegaba tarde al colegio. Y ni las reprimendas del profesor ni
las de sus padres lograban enmendarle.
Una mañana en que, como siempre,
salía tarde de casa, oyó tocar las campanas mientras atravesaba el pequeño
jardín con los libros bajo el brazo. Y se quedó embobado mirando las idas y
venidas de un pacífico gusanillo.
De pronto se estremeció. Creyó
notar que la campana del reloj de la torre de la iglesia sonaba mucho más
fuerte. Volvió la cabeza en dirección de la torre y vio con sorpresa que el
campanario estaba vacío. La campana se había escapado en lugar de caer al
suelo, se detuvo sobre la cabeza de Quique. El chico salió corriendo y la
campana, sin dejar de toca le seguía. Ganado por el pánico, se apresuró a
encerrarse en su casa, y la campana entró por la ventana, siempre amenazadora.
A todo correr, Quique huyó de casa.
Corría y corría sin saber por dónde andaba y sin que la persecución de la
campana cesara. Cuando quiso recordar, estaba ante el edificio del colegio.
Entró como un alud y en ese momento dejó de oír la campana, que volvió al
campanario.
-¡Que sea la última vez que llegas
tarde o no volverás a entrar! -le advirtió el profesor.
Avergonzado y todavía dominado por
el pánico, prometió no llegar tarde nunca más.
Contra lo que esperaba el profesor,
cumplió su promesa. ¡Vaya si le había sido provechosa la lección que le diera
la campana!
999. Anonimo
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