Se trataba de
un genuino buscador extranjero. Llevaba muchos años de búsqueda incansable,
rastreando inquebrantablemente la Verdad. Había leído las escrituras de todas las
religiones, había seguido numerosas vías místicas, había puesto en práctica no
pocas técnicas de autodesarrollo y había escuchado a buen número de maestros;
pero seguía buscando. Dejó su país y se trasladó a la India.
Viajó sin
descanso. Había ido de un estado a otro y de ciudad en ciudad, indagando,
buscando, anhelando encontrar. Un día llegó a un pueblo y preguntó si había
algún maestro con el que entrar en contacto. Le comunicaron que no había ningún
maestro, pero que en una montaña cercana habitaba un ermitaño. El hombre se
dirigió a la montaña con el propósito de hallar al ermitaño. Comenzó a ascender
por una de sus laderas. De súbito, observó que el ermitaño bajaba por el mismo
sendero por el que él subía. Cuando estaban a punto de cruzarse e iba a
preguntarle el mejor modo para acelerar el proceso hacia la liberación, el
ermitaño dejó caer en el suelo un saco que llevaba a sus espaldas. Se hizo un
silencio profundo, estremecedor, total y perfecto. El ermitaño clavó sus ojos,
sutiles y elocuentes, en los del buscador. ¡Qué mirada aquélla!
Luego, el
ermitaño cogió de nuevo el saco, lo cargó a su espalda y prosiguió la marcha.
Ni una palabra, ni un gesto, pero ¡qué mirada aquélla! El buscador, de repente,
comprendió en lo más profundo de sí mismo. No se trataba de una comprensión
intelectual, sino inmensa y visceral. Deja el fardo de juicios y prejuicios,
conceptos y actitudes egocéntricas, para poder evolucionar.
*El Maestro
dice: No tienes nada que perder que no
sea tu ignorancia y la máscara de tu personalidad.
004. India
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