Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 29 de junio de 2012

Vicisitudes

Se había convertido en un gran yogui. Había cor­tado sus vínculos con el mundo y se había dedicado a deleitar los claros manantiales de la meditación. Pero había tomado tal determinación a una edad avanzada. El monarca del reino se enteró del hecho y le hizo acudir a su presencia. Le dijo:
-Sé que has ganado fama por tu santidad. Pero tambien sé que sólo a edad avanzada te decidiste a seguir la ruta del espíritu. Tengo curiosidad por saber qué te hizo adoptar esa decisión.
El yogui esbozó una sonrisa apacible. Contestó:
-Señor, el que ante ti se halla es como un espejo que refleja pero no conserva. No gusta de referirse a sí mismo, porque no hay enfermedad peor que el ego. Pero puesto que demuestras tanta curiosidad y por si puede serte de alguna ayuda, te contaré la historia de la que antes fuera mi vida.
El monarca alertó su atención. El yogui guardó unos instantes de silencio y dejó sus ojos despejados en los del monarca. Luego se expresó como sigue:
-Señor, hace mucho tiempo, el que os habla era un mercader extraordinariamente acaudalado. Tal era su fortuna que podía adquirir las gemas más preciadas sin preguntar jamás el costo de las mismas. En sus arcas, había espléndidos diamantes, fabulosos zafiros, rubíes más rojos que la sangre, esmeraldas ante cuyo esplendor uno quedaba absorto. Este hombre, que contaba con una legión de criados, las mujeres más hermosas y apasionadas y cuatro impresionantes man­siones para habitar cada una de ellas en cada una de las estaciones del año, este hombre también tenía un gran amigo desde la infancia, más que un hermano, más que un hijo. Pero asimismo tenía un feroz enemigo. Desde antaño, dos clanes se habían odiado y manteni­do una enconada enemistad. Si hay una fuerza, señor, más poderosa a veces que el amor, es la del odio. Nuestros clanes se odiaban visceralmente, desde hacía siglos, y yo sabía, sabía bien, que, de poder, mi enemi­go me daría un día muerte. Pero he aquí, señor, que, como una plaga infesta, vino la guerra. Los hombres mataban a los hombres. Nadie confiaba en nadie. Pero el que así se expresa contaba con su amigo de la infancia. Confiaba en él como el árbol coüfia en la tie­rra que lo sostiene y alimenta. Pero mi amigo maquinó contra mí para hacerse con mi fortuna y me entregó al enemigo. Me torturaron. Estuve en manos de los más hábiles y perversos torturadores y supe hasta qué punto el ser humano puede ser brutal con el ser humano. Estuve en prisión durante meses. Mi mejor amigo, el que me había traicionado, se quedó con parte de mi fortuna. Obligado a trabajos forzados, estuve a punto de morir en el esfuerzo. Me avejenté como si hubieran transcurrido cincuenta años; mi cabello se tomó blanco como la espuma y se hundie­ron mis ojos en sus órbitas. Era un cadáver andante. Mis riquezas, mis voluptuosas concubinas, mis innu­merables criados y todo mi fasto quedaban tan atrás como si hubiera sido simplemente un sueño. Un ano­checer, uno de los carceleros me comunicó que al día siguiente sería ejecutado. Me sentía tan enfermo que morir era lo de menos. Al amanecer, me pusieron frente a los que habían de ejecutarme. Quien les capi­taneaba no era otro que mi inexorable enemigo. He aquí, majestad, que, por designios del destino, ahora se le presentaba la oportunidad de darme muerte y proseguir con las venganzas que de clan a clan nos veníamos provocando. Pero el hombre contempló con asombro y piedad mi lamentable estado. Su corazón se tornó tierno como la brisa de un amanecer cálido y dorado. Cuando iban a ejecutarme, suspendió la orden. Mi peor enemigo me había salvado la vida, en tanto que mi mejor amigo me había traicionado y me la hubiera quitado con gusto. No pude hacer otra cosa que avalanzarme sobre mi enemigo, abrazarle y prorrumpir en sollozos. Él también me abrazó. Los rencores quedaban atrás para siempre. Dos hombres se hablaban de corazón a corazón. De repente, señor, me di cuenta de que él también lloraba. La luz del amor había disipado la tenebrosa oscuridad del odio.
El monarca guardó un silencio prolongado. Des­pués dijo:
-No quiero molestarte más. Comprendo el por­qué de tu renuncia. Vuelve al bosque y halla paz en el firme terreno de tus meditaciones. Pero, antes de partir, mi buen yogui, desvélame qué fue de tu amigo que se tomó enemigo y de tu enemigo que se tomó tú amigo.
-Señor -refirió el yogui, como ya sabéis, la ola sube y la ola baja. Mi amigo de la infancia incrementó en mucho mi fortuna y se hizo un hombre descomu­nalmente acaudalado. Consiguió contar con la mejor cuadra de elefantes del reino y se ganó así el rencor de los oligarcas. Emborracharon a sus elefantes, que, ebrios y furiosos, le pisotearon destrozando su cuerpo y le quitaron la vida. Mi enemigo, aquel que compasi­vamente me salvó de la muerte, cayó en manos de sus adversarios, fue él también sometido a tortura y le que­maron los ojos dejándolo ciego.
El monarca se estremeció y no pudo por menos que preguntar:
-¿Murió?
-¡Oh, no, señor! -repuso el yogui. Vive y es feliz. Yo le cuido. Yo soy sus ojos externos, pero él dis­pone de la clarividente luz de la consciencia. Vivimos en el bosque y en el bosque meditamos. El primero que muera será incinerado por el otro. Tal es nuestro acuer­do. Aunque la gente nos ve como dos, en realidad, señor, sólo somos uno.
Los ojos del monarca se enjugaron de lágrimas contenidas. El yogui hizo una leve inclinación y par­tió. El monarca se quedó muy pensativo. Se dijo: «Ni siquiera un rey está seguro.»

El Maestro dice: La persona ecuánime comprende que hasta su mejor amigo puede traicionarla y su mayor enemigo salvarle la vida.

Fuente: Ramiro Calle

004. Anonimo (india)

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