Se había convertido en un
gran yogui. Había cortado sus vínculos con el mundo y se había dedicado a
deleitar los claros manantiales de la meditación. Pero había tomado tal
determinación a una edad avanzada. El monarca del reino se enteró del hecho y
le hizo acudir a su presencia. Le dijo:
-Sé que has ganado fama
por tu santidad. Pero tambien sé que sólo a edad avanzada te decidiste a seguir
la ruta del espíritu. Tengo curiosidad por saber qué te hizo adoptar esa
decisión.
El yogui esbozó una
sonrisa apacible. Contestó:
-Señor, el que ante ti se
halla es como un espejo que refleja pero no conserva. No gusta de referirse a
sí mismo, porque no hay enfermedad peor que el ego. Pero puesto que demuestras
tanta curiosidad y por si puede serte de alguna ayuda, te contaré la historia
de la que antes fuera mi vida.
El monarca alertó su
atención. El yogui guardó unos instantes de silencio y dejó sus ojos despejados
en los del monarca. Luego se expresó como sigue:
-Señor, hace mucho
tiempo, el que os habla era un mercader extraordinariamente acaudalado. Tal era
su fortuna que podía adquirir las gemas más preciadas sin preguntar jamás el
costo de las mismas. En sus arcas, había espléndidos diamantes, fabulosos zafiros,
rubíes más rojos que la sangre, esmeraldas ante cuyo esplendor uno quedaba
absorto. Este hombre, que contaba con una legión de criados, las mujeres más
hermosas y apasionadas y cuatro impresionantes mansiones para habitar cada
una de ellas en cada una de las estaciones del año, este hombre también tenía
un gran amigo desde la infancia, más que un hermano, más que un hijo. Pero
asimismo tenía un feroz enemigo. Desde antaño, dos clanes se habían odiado y
mantenido una enconada enemistad. Si hay una fuerza, señor, más poderosa a
veces que el amor, es la del odio. Nuestros clanes se odiaban visceralmente,
desde hacía siglos, y yo sabía, sabía bien, que, de poder, mi enemigo me daría
un día muerte. Pero he aquí, señor, que, como una plaga infesta, vino la
guerra. Los hombres mataban a los hombres. Nadie confiaba en nadie. Pero el que
así se expresa contaba con su amigo de la infancia. Confiaba en él como el
árbol coüfia en la tierra que lo sostiene y alimenta. Pero mi amigo maquinó
contra mí para hacerse con mi fortuna y me entregó al enemigo. Me torturaron.
Estuve en manos de los más hábiles y perversos torturadores y supe hasta qué punto
el ser humano puede ser brutal con el ser humano. Estuve en prisión durante
meses. Mi mejor amigo, el que me había traicionado, se quedó con parte de mi
fortuna. Obligado a trabajos forzados, estuve a punto de morir en el esfuerzo.
Me avejenté como si hubieran transcurrido cincuenta años; mi cabello se tomó
blanco como la espuma y se hundieron mis ojos en sus órbitas. Era un cadáver
andante. Mis riquezas, mis voluptuosas concubinas, mis innumerables criados y
todo mi fasto quedaban tan atrás como si hubiera sido simplemente un sueño. Un
anochecer, uno de los carceleros me comunicó que al día siguiente sería
ejecutado. Me sentía tan enfermo que morir era lo de menos. Al amanecer, me
pusieron frente a los que habían de ejecutarme. Quien les capitaneaba no era
otro que mi inexorable enemigo. He aquí, majestad, que, por designios del
destino, ahora se le presentaba la oportunidad de darme muerte y proseguir con
las venganzas que de clan a clan nos veníamos provocando. Pero el hombre
contempló con asombro y piedad mi lamentable estado. Su corazón se tornó tierno
como la brisa de un amanecer cálido y dorado. Cuando iban a ejecutarme, suspendió
la orden. Mi peor enemigo me había salvado la vida, en tanto que mi mejor amigo
me había traicionado y me la hubiera quitado con gusto. No pude hacer otra cosa
que avalanzarme sobre mi enemigo, abrazarle y prorrumpir en sollozos. Él
también me abrazó. Los rencores quedaban atrás para siempre. Dos hombres se
hablaban de corazón a corazón. De repente, señor, me di cuenta de que él también
lloraba. La luz del amor había disipado la tenebrosa oscuridad del odio.
El monarca guardó un
silencio prolongado. Después dijo:
-No quiero molestarte
más. Comprendo el porqué de tu renuncia. Vuelve al bosque y halla paz en el
firme terreno de tus meditaciones. Pero, antes de partir, mi buen yogui,
desvélame qué fue de tu amigo que se tomó enemigo y de tu enemigo que se tomó
tú amigo.
-Señor -refirió el
yogui, como ya sabéis, la ola sube y la ola baja. Mi amigo de la infancia
incrementó en mucho mi fortuna y se hizo un hombre descomunalmente acaudalado.
Consiguió contar con la mejor cuadra de elefantes del reino y se ganó así el
rencor de los oligarcas. Emborracharon a sus elefantes, que, ebrios y furiosos,
le pisotearon destrozando su cuerpo y le quitaron la vida. Mi enemigo, aquel
que compasivamente me salvó de la muerte, cayó en manos de sus adversarios,
fue él también sometido a tortura y le quemaron los ojos dejándolo ciego.
El monarca se estremeció
y no pudo por menos que preguntar:
-¿Murió?
-¡Oh, no, señor! -repuso
el yogui. Vive y es feliz. Yo le cuido. Yo soy sus ojos externos, pero él dispone
de la clarividente luz de la consciencia. Vivimos en el bosque y en el bosque
meditamos. El primero que muera será incinerado por el otro. Tal es nuestro
acuerdo. Aunque la gente nos ve como dos, en realidad, señor, sólo somos uno.
Los ojos del monarca se
enjugaron de lágrimas contenidas. El yogui hizo una leve inclinación y partió.
El monarca se quedó muy pensativo. Se dijo: «Ni siquiera un rey está seguro.»
El Maestro dice: La persona ecuánime comprende que hasta su
mejor amigo puede traicionarla y su mayor enemigo salvarle la vida.
Fuente: Ramiro Calle
004. Anonimo (india)
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