Era un padre que tenía
dos hijos adolescentes. Una tarde los reunió en el apacible jardín de la casa y
les dijo:
-Hijos míos, vais sumando
años y debo hacerme cargo también de vuestra educación espiritual. Quiero que
seáis hombres libres en lo externo y en lo interno. Os voy a decir algo muy
importante y no lo olvidéis nunca, ni siquiera años después de que las cenizas
de vuestro padre hayan sido esparcidas. No os dejéis nunca atrapar por los
apegos. El apego perturba la mente, el carácter y la relación' con las otras
criaturas. Reflexionad en ello y después de la cena volveremos a hablar.
Uno de los jóvenes
entendió perfectamente a su padre. Para él no había duda: el apego era una fuente de dolor propio y ajeno; era avidez y aferramiento. Todo apego es encadenante.
Pero el otro muchacho no lo tenía tan claro y hacía distinción entre apegos
grandes y pequeños y diferentes objetos del apego.
Después de la cena, el
padre reunió de nuevo a sus dos hijos:
-¿Cómo ha ido esa
reflexión? -preguntó.
Uno de los hermanos dijo:
-Yo he comprendido que
todo apego perturba y esclaviza.
Pero el otro replicó:
-No lo creo. Depende de
los objetos o asuntos a los que te apegues.
Entonces el padre cogió
un hilo y lo enrolló al cuello del hijo que así se había expresado y comenzó a
apretar.
-¡Padre, deténte! ¿Estás
loco? Vas a matarme.
El padre se detuvo.
Mostró el hilo a su hijo. Era un delicado hilo de seda. Y declaró:
-Querido hijo, hasta un
hilo de seda puede quitarte la vida.
El Maestro dice: No es el objeto del apego el que nos
esclaviza, sino el apego mismo. Tanto nos ata una cadena de oro como un hilo
de seda.
Fuente: Ramiro Calle
004. Anonimo (india)
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