Kovalan era un joven
mercader de un pueblo del reino de los Pandyas, en el sur de la India , que contrajo matrimonio
con la bella Kannagi. Las bodas se celebraron con todo lujo y esplendor y, al
cabo de muy poco tiempo, los negocios de Kovalan prosperaron desusadamente.
Por ello, el marido se convenció de que su esposa era muy afortunada y que su
presencia traería muy buena suerte a su hogar.
La pareja vivió feliz
durante tres años. Pero, un día, durante unas festividades, Kovalan vio bailar
en la corte a una danzarina llamada Madhvi y, sin poderlo evitar, quedó
prendado de ella. Él sabía que aquella era una pasión nefasta, pero no pudo
resistirse al atractivo de la joven bailarina, por lo que decidió que tendría
que encontrarse con ella a cualquier precio.
Al día siguiente se
dirigió a la casa de Madhvi y le comunicó su deseo de convertirla en su
concubina. Madhvi aceptó, no sin antes hacer que Kovalan le entregase una
inmensa suma de dinero.
Kannagi se hallaba
desconsolada. Sólo sabía llorar y lamentarse de su suerte, mientras su esposo
se dedicaba a gozar de su nuevo amor.
Pasó el tiempo y Kovalan
arruinó su hacienda y su negocio, gastando todo lo que tenía en la cortesana.
Kannagi, por su parte, aunque vivía en soledad y nunca recibía la visita de su
esposo, no le guardaba rencor y esperaba pacientemente a que Kovalan se
percatara de su error y volviera a su lado. Para lograrlo, hacía muchas
penitencias y sacrificios diarios a la diosa Párvati.
Finalmente, las deidades
se compadecieron de la pobre mujer y Kovalan sintió de repente enfriarse en su
corazón la pasión que sentía por la bailarina. Fue como si despertara de un
extraño sueño. Se encontró en una casa ajena, lejos de su esposa, habiéndose
arruinado en joyas y regalos. Sin pensarlo ni un instante, se encaminó de
nuevo hacia su hogar, con el propósito firme de ser en adelante un excelente
marido para Kannagi.
Ésta, mientras tanto,
había tenido una pesadilla mientras dormía. Soñó que Kovalan volvía a su lado,
que ambos partían hacia una tierra lejana y que, luego, le perdía para
siempre. Se despertó, sobresaltada y empapada en sudor, porque alguien había
entrado en la casa. Era una vecina, que venía a avisarle de que su esposo se dirigía
de vuelta al hogar, por lo que ella apresuradamente se preparó para recibirle.
En el momento en que el arrepentido Kovalan llegó al umbral de su casa, preparado
a escuchar las recriminaciones de su esposa, se encontró, en cambio, con una
sincera bienvenida. Había flores en el suelo, el aire estaba aromatizado con
incienso y Kannagi se encontraba allí, de pie, aguardándole, con una guirnalda
de flores que colocó en el cuello de su esposo.
Tras la feliz reunión de
los cónyuges al cabo de los años, quedaba por resolver el problema de su
hacienda. Nada quedaba a Kovalan de su anterior riqueza; ni siquiera aquella
casa era ya suya, pues estaba, como prenda, en poder de los usureros. Lo único
que tenían eran dos ajorcas de oro, de las que Kannagi se había negado a desprenderse
por ser un recuerdo de su boda. Decidieron vender una de las dos y, para ello,
marchar a la ciudad de Madurai, donde conseguirían un precio mejor. Al día
siguiente emprendieron el camino.
Fue un largo viaje y, en
una ocasión, Kannagi se sintió totalmente exhausta y quedó casi desmayada de
fatiga. Cuando prosiguieron la marcha encontraron en el camino un templo,
donde se estaban llevando a cabo algunas ceremonias religiosas. Decidieron
entrar allí para rezar a los dioses.
Entre los asistentes al
sacrificio se encontraba una extraña mujer que, en un momento determinado, cayó
en un trance místico y comenzó mover violentamente su cuerpo y a proferir
algunas palabras, entre la sorpresa de los que los que estaban allí reunidos.
Cuando la mujer vio a Kannagi entre la multitud, comenzó a apartar a los que
estaban a su alrededor y se dirigió a ella, señalándola con el dedo.
-¡Tú, mujer! -gritó la
posesa. Te he conocido. Estás destinada a ser una diosa en esta tierra. Yo lo
afirmo. ¡Serás diosa en la tierra de los Pandyas!
Kannagi se asustó mucho
al escuchar estas palabras y comunicó sus temores a su esposo.
-No hay nada de lo que.
preocuparse, amada mía. Simplemente la diosa te ha bendecido y eso no puede
nunca ser malo.
Pero Kannagi sentía temor
por lo que le deparaba el futuro y no dejaba de recordar su sueño.
Prosiguieron su camino y
pronto llegaron a Madurai. Kovalan dejó a Kannagi en casa de un amigo y se apresuró
a ir al mercado, en búsqueda de un joyero que quisiese comprar la ajorca. Pronto
le indicaron cuál era la casa del mejor orfebre del reino y allí se dirigió.
Pero cuando el orfebre
vio la ajorca que Kovalan traía, sintió la tentación de apropiarse de ella. La
ajorca era igual a una de la reina, que obraba en su poder. Decidió quedarse él
con la de la reina y decir que la de Kovalan era robada. El orfebre tomó la
ajorca de Kovalan, le hizo esperar y se encaminó a palacio.
-Os traigo vuestra
ajorca, majestad -declaró, cuando se halló en presencia del rey y de la reina.
Y os ruego que escuchéis una historia insólita que me ha acaecido. Como
recordaréis, me entregasteis vuestra ajorca para que la limpiara y puliera.
Pues bien, de camino a mi casa la perdí. No sabía qué hacer ni cómo confesar mi
error. Pero hete aquí que hoy se presenta en mi casa un forastero y me intenta
vender vuestra ajorca como si fuera suya. No sé si se la encontró en el suelo o
si me la robó, pero el caso es que el hombre es un estafador. Ahora se
encuentra en mi casa, custodiado por mis criados.
El monarca creyó la
historia y, de inmediato, mandó a sus guardias para que decapitaran al ladrón.
Rápidamente se cumplió la
sentencia en la plaza pública, sin que de nada sirvieran las quejas de
Kovalan. En el instante en que Kannagi supo lo sucedido, cayó desmayada y las
personas que la cuidaban temieron por su vida.
Ya nada podía hacerse por
el desventurado Kovalan, mas sí por su nombre y por su honor. Llena de indignación,
Kannagi se dirigió a la plaza central del lugar, donde se hallaba reunida
mucha gente, y comenzó a increpar a la multitud.
-¿Qué clase de gente sois
en esta ciudad? ¿Tan fácilmente se calumnia aquí a un hombre, tan sencillo es
acusarle y acabar con su vida? ¡Habéis de saber que vuestro soberano es un
asesino! Ha mandado matar sin tener pruebas suficientes. Mi esposo era inocente
de cualquier robo que se le haya podido imputar y me sorprende que nadie haya
salido en su defensa. ¡Pero yo probaré la falsedad de la acusación!
Dicho esto, se encaminó
al palacio, llevando en su mano la otra ajorca, que demostraría lo falso de la
calumnia del orfebre. Toda la gente del lugar, conociendo de este modo la
injusticia que se había cometido, siguió a Kannagi, alentándola.
Los guardias intentaron
cortarle el paso, pero, para entonces, mucha gente se había sumado a la
comitiva que acompañaba a la joven y no pudieron impedir que penetrasen.
Por fin, Kannagi irrumpió
en la sala del trono.
-¿Quién es esta mujer?
-quiso saber el monarca.
-Soy alguien que llegó a
vuestro reino creyendo que era un lugar de paz y de justicia y que ha
encontrado que todo lo que se decía sobre vos es mentira -replicó Kannagi.
-¿Qué es esto? -gritó,
iracundo, el monarca. ¿Cómo te atreves a hablarme así?
-¿Qué tengo que perder?
-respondió la joven. En unas breves horas en vuestro reino he perdido el marido
y el honor. Sin ellos, la vida no me importa. Luego, ¿por qué debería mostrar
falsamente un respeto por vos que estoy muy lejos de sentir?
El monarca quedó
impresionado por esta actitud de la mujer.
-Habla. Y di todo lo que
piensas.
Los presentes se
dispusieron a escuchar con toda atención.
-Mi inocente esposo trató
de vender una ajorca en el mercado. Alguien, sin causa alguna, le acusó de
ladrón y vos le condenasteis sin escucharle siquiera. ¿Por qué la palabra de un
hombre de la ciudad ha de valer más que la de un forastero?
-Mujer -dijo el rey. Por
lo que dices, parece ser que eres la esposa del que robó la ajorca de la reina,
que era una valiosa joya de oro, con perlas en su interior.
-Señor, me alegra
escuchar lo que decís. He aquí la otra ajorca de mi pertenencia -afirmó,
mientras la mostraba. Es la compañera de la que mi esposo intentó vender. Y,
en su interior, no tiene perlas, sino diamantes. Vedlo.
Y rompió su ajorca de la
que, efectivamente, cayeron pequeños diamantes.
-Ahora, si os atrevéis,
majestad -prosiguió, romped también la que obra en vuestro poder y que el
orfebre os entregó diciendo que era la vuestra y que había sido robada.
Sin decir una palabra, el
rey mismo tomó la ajorca de manos de la reina y la partió, esperando hallar
perlas en su interior.
Pero sólo contenía
diamantes.
A la vista de aquello,
todos los presentes comenzaron a murmurar y el monarca, cayó sin sentido al
suelo, impresionado por el hecho de haber dado muerte a un inocente.
Pero Kannagi no se
contentó con aquella demostración de la inocencia de su esposo.
-¡Oh, dioses! -invocó.
Si he sido la esposa fiel de un hombre inocente, entonces haced que mi ira se
convierta en fuego y que toda esta ciudad injusta sea pasto de las llamas.
De inmediato, una lluvia
de fuego se precipitó sobre la ciudad. Todas las casas comenzaron a arder y las
gentes huyeron despavoridas, sin saber donde refugiarse. La virtud y la
fuerza de Kannagi estaban teniendo su efecto.
Pero, en aquel momento,
se abrieron los cielos y la misma diosa Párvati se presentó ante la mujer, que
se postró al verla. Ante su presencia, las llamas dejaron de arder y toda la
ciudad quedó como paralizada.
-Kannagi -dijo la diosa-.
Estás siendo injusta en tu venganza. Todo lo sucedido, por penoso que parezca,
no ha sido una injusticia del rey. La tragedia que has sufrido es culpa sólo
de tu esposo, que en una existencia anterior cometió el pecado que en este
momento purga.
-¡Explicádmelo, Madre!
-fue todo lo que acertó a decir Kannagi.
La diosa prosiguió.
-En su anterior
encarnación, Kovalan fue soldado en este mismo reino. Su acusación condujo a un
inocente a la muerte. Por ello, la esposa del condenado le maldijo con la misma
suerte. No debes, por tanto, hacer a nadie responsable de tu destino, que está
ligado al de tu esposo.
-Lo he entendido, Madre.
Perdóname, pues todo lo he hecho por amor a Kovalan.
-Lo sé. Y en premio de
ese amor, abandonarás este mundo de dolor y vivirás en adelante en los cielos,
en compañía de tu amado esposo. La ciudad de Madurai será reconstruida y en
ella se te venerará en los siglos sucesivos.
Y así fue. Desde ese día
se consideró a Kannagi como a una diosa. Se construyeron templos en su honor y
hasta el día de hoy se la reverencia por sus muchas virtudes.
(Del Silappadikâram de Ilanko)
Fuente: Enrique Gallud Jardiel
004. Anonimo (india),
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